El Imparcial-Pagina 10

 

                                                                                                                              Pereira, Colombia - Edición: 12.493-73 - Fecha: 03-27-2019

MAGAZÍN LITERARIO                                Pg. 1-13

 

EL HOMBRE QUE SE PARECÍA AL MAR*

 

 

Por Jorge Eliécer Pardo
 

Escritor colombiano
 

Cuento tomado del libro Transeúntes del siglo XX*
 

NINGUNO PODÍA CREER QUE EL AMOR diera la espalda al hombre que en todo se parece al mar. No me equivoco al asegurar que detrás de sus ojos marchitos se alberga una honda forma de entrega. Mi mujer recibió su amistad desde el primer momento y me comentó —en el secreto de las sábanas—, que sus silencios tenían el encanto de quienes saben escuchar.


Cuando Juliana apareció en su camino, desbordante de futuro, comprendimos que la vida y el amor se buscan en el marasmo de la soledad y que representaban el ejemplo de una pareja hecha sin el remordimiento de una historia no vivida. No era una de esas relaciones melosas y verbalizadas sino el equilibrio donde se logra un estado de piel, de voz, de sosiego. Por ello no creímos que lo dejara de amar y mucho menos que se quedara tan indefenso en medio de las punzadas de sus contradicciones. Y cuando se atrevió a contárnoslo, sentí que mi mujer llegaba con una historia similar y que no podría —como él— soportarlo.


No hay dolor descriptible al oír de sus labios —que tantas veces festejaron el sueño del placer dando tibieza al ahora—, que el amor de Juliana por él ya no existía. El cuerpo se llena de orificios para escuchar el zumbido del silencio que pregunta la razón del abandono. Ni una lágrima, y el maldito abismo que va tragándoselo todo: el pasado, los momentos cercanos a la felicidad, las entregas pasionales, las fiestas y los viajes, las lecturas, el espacio mágico donde se zurce la tela transparente que nos atrapa.


Lo vi —entre lloroso y paternal—, explicarme el sentido último de su vida al lado de Juliana. Lo escuché relatar en un lenguaje pausado la verdad sobre sus afectos. Después, mi mujer y el Judío se quedaron dando interpretaciones a lo que yo —de una manera explosiva—, llamé traición. La experiencia de un posible amante de mi mujer vislumbraba la presencia del usurpador. Quería golpearlo, meditando luego que tantas veces jugué al amante, disfrutando esa mágica sensación del adulterio, la misma que seguro Juliana compartía en un lugar secreto, de los muchos regados por la ciudad. Me di la libertad de imaginar cuál fue capaz de conquistarla, de hacer que se enfrentara sin acatos a sus desamores, y hallé la cara de un hombre que aparentaba inocencia, escondido en su voz de sacerdote. Mi mujer se tornó crítica y defensora de quien se perdía en el aire reseco de las despedidas.


¿Cómo acercarnos a Juliana? ¿Cómo mirar sus ojos y besar su mejilla en el saludo, si nuestro amigo se deshace en el asfalto, en la tibieza de las alfombras, en el escalofrío de las sábanas cada vez que ella se niega a sus roces, a su aliento sobre la nuca, entre el cabello largo? Porque comparten la cama, los pliegues de los pijamas y los programas de televisión.

El hombre que en todo se parece al mar sufre en el temblor del cuerpo, oyéndola respirar, navegando en un sueño que no es el suyo, sabiéndola sola, creyéndola sola, sin traiciones, deseando atrapar las imágenes que cabalgan en cámara lenta, volátiles, para saber si en alguna él —entrelazando sus dedos —, se halla en el claroscuro. El llanto silencioso resguarda sus puños, y el cuerpo en el lecho, de nuevo a la placenta, el amor que mata el presente y el futuro imposible y reiterativo, buscando entre la desolación el error que le niega la alegría.


Un nuevo día colándose por los poros: Juliana camina por la habitación, la levantadora abriéndose al caminar descubre sus largos muslos tantas veces amados; la canción del agua tibia empapa su cuerpo, la fuente cae en su rostro, en su pelo, en sus caderas; el jabón resbala por sus senos, sin la caricia de su mano jugando al pulpo enamorado, enrollándola por debajo de los brazos, midiendo su cintura, atrapando el mechón húmedo de su sexo.

 

No quiere traicionarla con la conquista fácil de

 

 

 una mujer sola por temor a que Juliana encuentre en otra piel la desazón de una tarde o una noche lejos de su lado. Sabe —maldita sabiduría—, que por una vez, por una maldita vez de los dos, empezará el suplicio de la infidelidad que para él es como el acto repetido de la infelicidad. No aprendió a hacerlo y jura que ella tampoco, por eso renace en ocasiones antes del abandono.


El Judío, su amigo de juventud, lo comprende bien y le reclama la vida en calles, salas y lugares públicos. El guarda silencio, le nacen alas e imagina —en su corto vuelo—el impacto contra el rostro de una mujer de cristal que no podrá conducirlo por su cuello de plumas hasta donde no se ha de volver. Mira al Judío y escucha el discurso mundano porque acepta que su preocupación es tan sincera como su propuesta. Sabe que le teme a la conquista rápida, que sufre como un eunuco las primeras frases con una muchacha y supone que su conversación la aburrirá —o lo aburrirá—antes de iniciar un fugaz romance, además, que olvidó el lenguaje de otras pieles.


Le pido, por favor, que se levante del sofá con el arrojo de su propio desangrar y exija la verdad. Luego callo y sufro con él la suposición del triángulo en el pecho donde los vértices son arpones. Me retiro de la sala a cambiar el bolero, lleno las copas y observo como un estúpido las paredes del apartamento: el sueño rococó que mi mujer y yo construimos en la orfebrería de la cotidianidad, el tiempo estático que todo lo envejece, el polvo invisible que opaca la vida... y la terrible posibilidad de ser él, fumando un cigarrillo tras otro, justificándola, como si recubriera su agonía cuando Juliana le niega sus caricias con la disculpa del cansancio. Amaba tanto a mi mujer que suponía el dolor que ahora corroía a quien afirmó —a manera de derrota—, que tenía casi cincuenta años y que era lejana la alternativa de un nuevo amor como el que perdía.
— ¿Cuándo se acaba el amor? —pregunté pretendiendo la fisura. Se quedó en silencio, mirándome, aspirando el humo, bebiéndose un trago de whisky.


—Si lo supiera... es la única vez que he amado...


Un silencio llenó la sala.


—Es ella la que propone separarnos... Mi mujer se apresuró a dar vuelta al cassette. — ¿Qué pasó?


—También se lo pregunté. Juliana no quería hablar de eso hasta la semana pasada. No resistí más y nos pusimos contra la pared: tenía que afrontarlo.


El Judío tocaba su barba rubia y jugaba con las patas de sus gafas en la boca.


—Ella dice que un chicle motivó todo.


— ¿Un chicle? —inquirió mi mujer desde el sillón del frente.


—Una noche tuvimos una reunión con amigos comunes y al final, cuando despedimos al último, quedaba —eso dice Juliana— un chicle en la caja y, me lo comí... no le ofrecí la mitad... me confesó que en ese momento se dio cuenta que las cosas no funcionaban.


La teoría del chicle se hacía evidente y quienes la oían en boca de mi mujer la aceptaban con humor al comienzo, luego, la recapitulación secreta de las vidas, la confirmaban en la interioridad de sus pequeños o grandes fracasos.

El Judío se levantó de la silla con el hormigueo de las posibilidades... Me resistía a creerlo; ¿cómo podía el amor darle la espalda al hombre que en todo se parecía al mar?


Otra madrugada intentaba atravesar las cortinas. Cuando se marcharon, tratando de cambiar la conversación, nos sumergimos en las cobijas con el agobio que se llevaban. Me di vuelta y sufrí. Mi mujer me besó en la nuca y me dijo «duérmete, nada nos pasará».


* El hombre que se parecía al mar fue tomado de Transeúntes del siglo XX, libro de reciente circulación, que contiene todos los cuentos publicados por Jorge Eliécer Pardo en 30 años de consagrada actividad narrativa y a través de la cual se han producido también poesía, novelas, ensayos históricos y literarios y todos los géneros posibles en el universo de las palabras.


Este cuento, como toda la narrativa de Jorge Eliécer Pardo (Líbano, Tolima, 1950), es producto y muestra de búsqueda y hallazgo de la expresión escrita proveniente de las vivencias cotidianas tanto reales como imaginarias. Por eso en su trabajo hallamos de manera permanente los recursos autobiográficos alternando con los mundos externos e internos que a la larga integran las dimensiones posibles de la vida humana: la casa, la calle, los seres, las cosas, la sensibilidad, el amor, los sueños, el vuelo de la mente y del espíritu.

   

  Acerca de la muerte de Bieito
[Cuento. Texto completo]

 


Rafael Dieste
 

Fue cerca del camposanto cuando sentí removerse dentro de la caja al pobre Bieito. (De los cuatro portadores del ataúd yo era uno). ¿Lo sentí o fue aprensión mía? Entonces no podría asegurarlo. ¡Fue un rebullir tan suave!... Como la tenaz carcoma que roe, roe en la noche, roe desde entonces en mi magín enfervorizado aquel suave rebullir.


Pero es que yo, amigos míos, no estaba seguro, y por tanto -comprendedme, escuchadme-, por tanto no podía, no debía decir nada.


Imaginaos por un instante que yo hubiera dicho:
-Bieito está vivo.


Todas las cabezas de los viejos que portaban cirios se alzarían con un pasmado asombro. Todos los chiquillos que iban extendiendo la palma de la mano bajo el gotear de la cera, vendrían en remolino a mi alrededor. Se apiñarían las mujeres junto al ataúd. Resbalaría por todos los labios un murmullo sobrecogido, insólito:


-¡Bieito está vivo! ¡Bieito está vivo!...


Callaría el lamento de la madre y de las hermanas, y en seguida también, descompasándose, la circunspecta marcha que plañía en los bronces de la charanga. Y yo sería el gran revelador, el salvador, eje de todos los asombros y de todas las gratitudes. Y el sol en mi rostro cobraría una importancia imprevista.


¡Ah! ¿Y si entonces, al ser abierto el ataúd, mi sospecha resultara falsa? Todo aquel magno asombro se volvería inconmensurable y macabro ridículo. Toda la anhelante gratitud de la madre y de las hermanas, se convertiría en despecho. El martillo clavando de nuevo la caja tendría un son siniestro y único en la tarde atónita. ¿Comprendéis? Por eso no dije nada.


Hubo un instante en que por el rostro de uno de los compañeros de fúnebre carga pasé la leve insinuación de un sobresalto, como si él también estuviese sintiendo el tenue rebullir. Pero no fue más que un lampo. En seguida se serenó. Y no dije nada.


Hubo un instante en que casi me decido. Me dirigí al de mi lado y, encubriendo la pregunta en una sonrisa de humor, deslicé:


-¿Y si Bieito fuese vivo?


El otro rió pícaramente como quien dice: «Qué ocurrencias tenemos», y yo amplié adrede mi falsa sonrisa de broma.


También me encontré a punto de decirlo en el camposanto, cuando ya habíamos posado la caja y el cura rezongaba los réquienes.


«Cuando el cura acabe», pensé. Pero el cura terminó y la caja descendió al hoyo sin que yo pudiese decir nada.


Cuando el primer terrón de tierra, besado por un niño, golpeó dentro de la fosa contra las tablas del ataúd, me subieron hasta la garganta las palabras salvadoras... Estuvieron a punto de surgir. Pero entonces acudió nuevamente a mi imaginación la casi seguridad del horripilante ridículo, de la rabia de la familia defraudada si Bieito se encontraba muerto y bien muerto. Además de decirlo tan tarde acrecentaba el absurdo desorbitadamente. ¿Cómo justificar no haberlo dicho antes? ¡Ya sé, ya sé, siempre se puede uno explicar! ¡Sí, sí. sí, todo lo que queráis! Pues bien... ¿Y si hubiese muerto después, después de sentirlo yo remecerse, como quizá se pudiera adivinar por alguna señal? ¡Un crimen, sí, un crimen el haberme callado! Oíd ya el griterío de la gente...


-Pidió auxilio y no se lo dieron, desgraciado...


-Él sentía llorar, se quiso levantar, no pudo...


-Murió de espanto, le saltó el corazón al sentirse bajar a la sepultura.


-¡Ahí lo tenéis, con la cara torcida por el esfuerzo!


-¡Y ése que lo sabía, tan campante, ahí sonriendo como un payaso!


-¿Es tonto o qué?


Todo el día, amigos míos, anduve loco de remordimientos. Veía al pobre Bieito arañando las tablas en ese espanto absoluto, más allá de todo consuelo y de toda conformidad, de los enterrados en vida. Llegó a parecerme que todos leían en mis ojos adormilados y lejanos la obsesión del delito.


Y allá por la alta noche -no lo pude evitar- me fui camino del camposanto, con la solapa subida, al arrimo de los muros.


Llegué. El cerco por un lado era bajo: unas piedras mal puestas sujetas por hiedras y zarzas. Lo salté y fui derecho al lugar... Me eché en el suelo, arrimé la oreja, y pronto lo que oí me heló la sangre. En el seno de la tierra unas uñas desesperadas arañaban las tablas. ¿Arañaban? No sé, no sé. Allí cerca había una azada... Iba ya hacia ella cuando quedé perplejo. Por el camino que pasa junto al camposanto se sentían pasos y rumor de habla. Venía gente. Entonces sí que sería absurda, loca, mi presencia allí, a aquellas horas y con una azada en la mano.


¿Iba a decir que lo había dejado enterrar sabiendo que estaba vivo?


Y huí con la solapa subida, pegándome a los muros.


La luna era llena y los perros ladraban a lo lejos.


FIN

 

"Acerca de la muerte de Bieito", por el autor español Rafael Dieste (1899-1981). 06 Sep 2011
 

 

 

 

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