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EL HOMBRE QUE SE PARECÍA
AL MAR*
Por
Jorge Eliécer Pardo
Escritor
colombiano
Cuento
tomado del libro Transeúntes del siglo XX*
NINGUNO
PODÍA CREER QUE EL AMOR diera la espalda al hombre que en todo se
parece al mar. No me equivoco al asegurar que detrás de sus ojos
marchitos se alberga una honda forma de entrega. Mi mujer recibió su
amistad desde el primer momento y me comentó —en el secreto de las
sábanas—, que sus silencios tenían el encanto de quienes saben
escuchar.
Cuando Juliana apareció en su camino, desbordante de futuro,
comprendimos que la vida y el amor se buscan en el marasmo de la
soledad y que representaban el ejemplo de una pareja hecha sin el
remordimiento de una historia no vivida. No era una de esas
relaciones melosas y verbalizadas sino el equilibrio donde se logra
un estado de piel, de voz, de sosiego. Por ello no creímos que lo
dejara de amar y mucho menos que se quedara tan indefenso en medio
de las punzadas de sus contradicciones. Y cuando se atrevió a
contárnoslo, sentí que mi mujer llegaba con una historia similar y
que no podría —como él— soportarlo.
No hay dolor descriptible al oír de sus labios —que tantas veces
festejaron el sueño del placer dando tibieza al ahora—, que el amor
de Juliana por él ya no existía. El cuerpo se llena de orificios
para escuchar el zumbido del silencio que pregunta la razón del
abandono. Ni una lágrima, y el maldito abismo que va tragándoselo
todo: el pasado, los momentos cercanos a la felicidad, las entregas
pasionales, las fiestas y los viajes, las lecturas, el espacio
mágico donde se zurce la tela transparente que nos atrapa.
Lo vi —entre lloroso y paternal—, explicarme el sentido último de su
vida al lado de Juliana. Lo escuché relatar en un lenguaje pausado
la verdad sobre sus afectos. Después, mi mujer y el Judío se
quedaron dando interpretaciones a lo que yo —de una manera
explosiva—, llamé traición. La experiencia de un posible amante de
mi mujer vislumbraba la presencia del usurpador. Quería golpearlo,
meditando luego que tantas veces jugué al amante, disfrutando esa
mágica sensación del adulterio, la misma que seguro Juliana
compartía en un lugar secreto, de los muchos regados por la ciudad.
Me di la libertad de imaginar cuál fue capaz de conquistarla, de
hacer que se enfrentara sin acatos a sus desamores, y hallé la cara
de un hombre que aparentaba inocencia, escondido en su voz de
sacerdote. Mi mujer se tornó crítica y defensora de quien se perdía
en el aire reseco de las despedidas.
¿Cómo acercarnos a Juliana? ¿Cómo mirar sus ojos y besar su mejilla
en el saludo, si nuestro amigo se deshace en el asfalto, en la
tibieza de las alfombras, en el escalofrío de las sábanas cada vez
que ella se niega a sus roces, a su aliento sobre la nuca, entre el
cabello largo? Porque comparten la cama, los pliegues de los pijamas
y los programas de televisión.
El hombre que en todo se parece al mar sufre en el temblor del
cuerpo, oyéndola respirar, navegando en un sueño que no es el suyo,
sabiéndola sola, creyéndola sola, sin traiciones, deseando atrapar
las imágenes que cabalgan en cámara lenta, volátiles, para saber si
en alguna él —entrelazando sus dedos —, se halla en el claroscuro.
El llanto silencioso resguarda sus puños, y el cuerpo en el lecho,
de nuevo a la placenta, el amor que mata el presente y el futuro
imposible y reiterativo, buscando entre la desolación el error que
le niega la alegría.
Un nuevo día colándose por los poros: Juliana camina por la
habitación, la levantadora abriéndose al caminar descubre sus largos
muslos tantas veces amados; la canción del agua tibia empapa su
cuerpo, la fuente cae en su rostro, en su pelo, en sus caderas; el
jabón resbala por sus senos, sin la caricia de su mano jugando al
pulpo enamorado, enrollándola por debajo de los brazos, midiendo su
cintura, atrapando el mechón húmedo de su sexo.
No quiere
traicionarla con la conquista fácil de |
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una
mujer sola por temor a que Juliana encuentre en otra piel la desazón
de una tarde o una noche lejos de su lado. Sabe —maldita sabiduría—,
que por una vez, por una maldita vez de los dos, empezará el
suplicio de la infidelidad que para él es como el acto repetido de
la infelicidad. No aprendió a hacerlo y jura que ella tampoco, por
eso renace en ocasiones antes del abandono.
El Judío, su amigo de juventud, lo comprende bien y le reclama la
vida en calles, salas y lugares públicos. El guarda silencio, le
nacen alas e imagina —en su corto vuelo—el impacto contra el rostro
de una mujer de cristal que no podrá conducirlo por su cuello de
plumas hasta donde no se ha de volver. Mira al Judío y escucha el
discurso mundano porque acepta que su preocupación es tan sincera
como su propuesta. Sabe que le teme a la conquista rápida, que sufre
como un eunuco las primeras frases con una muchacha y supone que su
conversación la aburrirá —o lo aburrirá—antes de iniciar un fugaz
romance, además, que olvidó el lenguaje de otras pieles.
Le pido, por favor, que se levante del sofá con el arrojo de su
propio desangrar y exija la verdad. Luego callo y sufro con él la
suposición del triángulo en el pecho donde los vértices son arpones.
Me retiro de la sala a cambiar el bolero, lleno las copas y observo
como un estúpido las paredes del apartamento: el sueño rococó que mi
mujer y yo construimos en la orfebrería de la cotidianidad, el
tiempo estático que todo lo envejece, el polvo invisible que opaca
la vida... y la terrible posibilidad de ser él, fumando un
cigarrillo tras otro, justificándola, como si recubriera su agonía
cuando Juliana le niega sus caricias con la disculpa del cansancio.
Amaba tanto a mi mujer que suponía el dolor que ahora corroía a
quien afirmó —a manera de derrota—, que tenía casi cincuenta años y
que era lejana la alternativa de un nuevo amor como el que perdía.
— ¿Cuándo se acaba el amor? —pregunté pretendiendo la fisura. Se
quedó en silencio, mirándome, aspirando el humo, bebiéndose un trago
de whisky.
—Si lo supiera... es la única vez que he amado...
Un silencio llenó la sala.
—Es ella la que propone separarnos... Mi mujer se apresuró a dar
vuelta al cassette. — ¿Qué pasó?
—También se lo pregunté. Juliana no quería hablar de eso hasta la
semana pasada. No resistí más y nos pusimos contra la pared: tenía
que afrontarlo.
El Judío tocaba su barba rubia y jugaba con las patas de sus gafas
en la boca.
—Ella dice que un chicle motivó todo.
— ¿Un chicle? —inquirió mi mujer desde el sillón del frente.
—Una noche tuvimos una reunión con amigos comunes y al final, cuando
despedimos al último, quedaba —eso dice Juliana— un chicle en la
caja y, me lo comí... no le ofrecí la mitad... me confesó que en ese
momento se dio cuenta que las cosas no funcionaban.
La teoría del chicle se hacía evidente y quienes la oían en boca de
mi mujer la aceptaban con humor al comienzo, luego, la
recapitulación secreta de las vidas, la confirmaban en la
interioridad de sus pequeños o grandes fracasos.
El Judío se levantó de la silla con el hormigueo de las
posibilidades... Me resistía a creerlo; ¿cómo podía el amor darle la
espalda al hombre que en todo se parecía al mar?
Otra madrugada intentaba atravesar las cortinas. Cuando se
marcharon, tratando de cambiar la conversación, nos sumergimos en
las cobijas con el agobio que se llevaban. Me di vuelta y sufrí. Mi
mujer me besó en la nuca y me dijo «duérmete, nada nos pasará».
* El hombre que se parecía al mar fue tomado de Transeúntes del
siglo XX, libro de reciente circulación, que contiene todos los
cuentos publicados por Jorge Eliécer Pardo en 30 años de consagrada
actividad narrativa y a través de la cual se han producido también
poesía, novelas, ensayos históricos y literarios y todos los géneros
posibles en el universo de las palabras.
Este cuento, como toda la narrativa de Jorge Eliécer Pardo (Líbano,
Tolima, 1950), es producto y muestra de búsqueda y hallazgo de la
expresión escrita proveniente de las vivencias cotidianas tanto
reales como imaginarias. Por eso en su trabajo hallamos de manera
permanente los recursos autobiográficos alternando con los mundos
externos e internos que a la larga integran las dimensiones posibles
de la vida humana: la casa, la calle, los seres, las cosas, la
sensibilidad, el amor, los sueños, el vuelo de la mente y del
espíritu. |
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Acerca de la
muerte de Bieito
[Cuento. Texto completo]
Rafael Dieste
Fue cerca del camposanto
cuando sentí removerse dentro de la caja al pobre Bieito. (De los
cuatro portadores del ataúd yo era uno). ¿Lo sentí o fue aprensión
mía? Entonces no podría asegurarlo. ¡Fue un rebullir tan suave!...
Como la tenaz carcoma que roe, roe en la noche, roe desde entonces
en mi magín enfervorizado aquel suave rebullir.
Pero es que yo,
amigos míos, no estaba seguro, y por tanto -comprendedme,
escuchadme-, por tanto no podía, no debía decir nada.
Imaginaos por un
instante que yo hubiera dicho:
-Bieito está vivo.
Todas las cabezas
de los viejos que portaban cirios se alzarían con un pasmado
asombro. Todos los chiquillos que iban extendiendo la palma de la
mano bajo el gotear de la cera, vendrían en remolino a mi alrededor.
Se apiñarían las mujeres junto al ataúd. Resbalaría por todos los
labios un murmullo sobrecogido, insólito:
-¡Bieito está
vivo! ¡Bieito está vivo!...
Callaría el
lamento de la madre y de las hermanas, y en seguida también,
descompasándose, la circunspecta marcha que plañía en los bronces de
la charanga. Y yo sería el gran revelador, el salvador, eje de todos
los asombros y de todas las gratitudes. Y el sol en mi rostro
cobraría una importancia imprevista.
¡Ah! ¿Y si
entonces, al ser abierto el ataúd, mi sospecha resultara falsa? Todo
aquel magno asombro se volvería inconmensurable y macabro ridículo.
Toda la anhelante gratitud de la madre y de las hermanas, se
convertiría en despecho. El martillo clavando de nuevo la caja
tendría un son siniestro y único en la tarde atónita. ¿Comprendéis?
Por eso no dije nada.
Hubo un instante
en que por el rostro de uno de los compañeros de fúnebre carga pasé
la leve insinuación de un sobresalto, como si él también estuviese
sintiendo el tenue rebullir. Pero no fue más que un lampo. En
seguida se serenó. Y no dije nada.
Hubo un instante
en que casi me decido. Me dirigí al de mi lado y, encubriendo la
pregunta en una sonrisa de humor, deslicé:
-¿Y si Bieito
fuese vivo?
El otro rió
pícaramente como quien dice: «Qué ocurrencias tenemos», y yo amplié
adrede mi falsa sonrisa de broma.
También me
encontré a punto de decirlo en el camposanto, cuando ya habíamos
posado la caja y el cura rezongaba los réquienes.
«Cuando el cura
acabe», pensé. Pero el cura terminó y la caja descendió al hoyo sin
que yo pudiese decir nada.
Cuando el primer
terrón de tierra, besado por un niño, golpeó dentro de la fosa
contra las tablas del ataúd, me subieron hasta la garganta las
palabras salvadoras... Estuvieron a punto de surgir. Pero entonces
acudió nuevamente a mi imaginación la casi seguridad del
horripilante ridículo, de la rabia de la familia defraudada si
Bieito se encontraba muerto y bien muerto. Además de decirlo tan
tarde acrecentaba el absurdo desorbitadamente. ¿Cómo justificar no
haberlo dicho antes? ¡Ya sé, ya sé, siempre se puede uno explicar!
¡Sí, sí. sí, todo lo que queráis! Pues bien... ¿Y si hubiese muerto
después, después de sentirlo yo remecerse, como quizá se pudiera
adivinar por alguna señal? ¡Un crimen, sí, un crimen el haberme
callado! Oíd ya el griterío de la gente...
-Pidió auxilio y
no se lo dieron, desgraciado...
-Él sentía
llorar, se quiso levantar, no pudo...
-Murió de
espanto, le saltó el corazón al sentirse bajar a la sepultura.
-¡Ahí lo tenéis,
con la cara torcida por el esfuerzo!
-¡Y ése que lo
sabía, tan campante, ahí sonriendo como un payaso!
-¿Es tonto o qué?
Todo el día,
amigos míos, anduve loco de remordimientos. Veía al pobre Bieito
arañando las tablas en ese espanto absoluto, más allá de todo
consuelo y de toda conformidad, de los enterrados en vida. Llegó a
parecerme que todos leían en mis ojos adormilados y lejanos la
obsesión del delito.
Y allá por la
alta noche -no lo pude evitar- me fui camino del camposanto, con la
solapa subida, al arrimo de los muros.
Llegué. El cerco
por un lado era bajo: unas piedras mal puestas sujetas por hiedras y
zarzas. Lo salté y fui derecho al lugar... Me eché en el suelo,
arrimé la oreja, y pronto lo que oí me heló la sangre. En el seno de
la tierra unas uñas desesperadas arañaban las tablas. ¿Arañaban? No
sé, no sé. Allí cerca había una azada... Iba ya hacia ella cuando
quedé perplejo. Por el camino que pasa junto al camposanto se
sentían pasos y rumor de habla. Venía gente. Entonces sí que sería
absurda, loca, mi presencia allí, a aquellas horas y con una azada
en la mano.
¿Iba a decir que
lo había dejado enterrar sabiendo que estaba vivo?
Y huí con la
solapa subida, pegándome a los muros.
La luna era llena
y los perros ladraban a lo lejos.
FIN
"Acerca de la muerte de
Bieito", por el autor español Rafael Dieste (1899-1981). 06 Sep 2011
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