El Imparcial-Pagina 10

 

                                                                                                                              Pereira, Colombia - Edición: 12.494-74 - Fecha: 04-03-2019

MAGAZÍN LITERARIO                               Pg. 1-13

 

"APARECIÓ EL DEMONIO Y SE METIÓ EN MI CAMA"


Por Antonio Castillo Gómez
 

"Su Majestad es el autor de lo que escribo". Con palabras tan claras como éstas, la monja mexicana sor María de San José, nacida en 1656 y muerta en 1719, tomó la pluma para escribir su vida a instancias de su confesor y bajo la iluminación de Dios. Se trata de un fenómeno histórico-literario de amplio suceso en la España Moderna, a este y al otro lado del Atlántico.


Uno de los motivos que suelen invocarse para explicar la extensa serie de autobiografías espirituales femeninas, escritas en el mundo hispano durante los siglos XVI y XVII, es el estímulo ejercido por el Libro de la vida de Teresa de Jesús, sobre todo tras su edición impresa en 1588 por iniciativa de fray Luis de León. A partir de este momento la obra gozó de una notable difusión y fue lectura habitual en bastantes conventos femeninos, sobre todo en los monasterios de carmelitas descalzas fundados por ella. Distintas monjas así lo advirtieron al narrar sus vivencias y alguna que otra atribuyó su oficio de escritora a la inspiración recibida de la monja abulense. Fue el caso, por ejemplo, de Estefanía de la Encarnación, religiosa en el convento de Santa Clara de Lerma, quien comenzó a escribir su autobiografía, a la edad de 28 años, un día que sintió a su lado a la madre Teresa y ésta le dio la pluma.


La mediación de Teresa de Jesús, como la de Dios o la de otras figuras celestiales, es un tópico que se repite en muchos escritos autobiográficos de las religiosas del Siglo de Oro. Puede entenderse también como una estrategia legitimadora de la escritura, es decir, como un modo de aventurarse con ciertas garantías en un territorio que les estaba prácticamente vedado, en particular si lo que escribían concernía a cuestiones espirituales.


Como muestra un botón: en 1564, Isabel Ortíz, hija de un platero madrileño, fue encarcelada por haber escrito y pretendido dar a la imprenta un librico de doctrina cristiana. Uno de los varones llamados a testificar, el doctor Alonso de Balboa, a la sazón vicario general en la audiencia arzobispal de Alcalá de Henares, declaró ante los jueces inquisidores del tribunal de Toledo que él había prevenido a la religiosa para que no se metiera en esos menesteres, recordándole que “las mujeres no habían de saber más de hilar o labrar y hacer las haciendas de su casa”, en tanto que en materias de fe y escritura lo mejor era “callar y encomendarlos a Dios”.


En consecuencia, tomar la palabra en el espacio público, dominado hegemónicamente por los varones, implicaba una cierta forma de protesta contra la subordinación social y las discriminaciones impuestas por el sistema patriarcal, entre las que se hallaban los impedimentos que las mujeres tuvieron a la hora de instruirse. Así lo expuso, entre otras, la monja madrileña María de Cristo al comienzo de su autobiografía, concluida en el tercio final del siglo XVII: “a escribir no me enseñaron porque mi padre no quiso, que decía que las mujeres no habían menester saber escribir”. Menos mal que el Señor, nuevamente Dios, le dio “grandísima inclinación a ello”, guiándola en su aprendizaje: “yo muy acaso tomé un día la pluma en la mano y empecé a escribir como si hubiera muchos tiempos que lo ejercitara según la velocidad con que lo hice”.


Con tantas adversidades, es lógico que las monjas autobiógrafas pretendieran cimentar su atrevimiento en el mandato divino. Sus manos pasaron a ser un instrumento al servicio de Dios, del mismo modo que sus cuerpos macerados expresaron los arrebatos místicos propios de una religión tan atormentada como aquélla de la Contrarreforma. Sin ésta, además, tampoco se entendería el contenido de las autobiografías espirituales femeninas. Decepcionantes en lo que afecta a la vida familiar previa al ingreso en el convento o a la cotidianeidad del monasterio, abundan, por el contrario, en el relato de las revelaciones, milagros, estigmas y todo el repertorio sobrenatural del éxtasis místico. No faltan, por supuesto, las más diversas tentaciones del diablo, como el apuesto joven que se le apareció a Ana de San Agustín, discípula de Teresa de Jesús, con el propósito de acostarse con ella: “De recién profesa, una

 

 

 

noche se me apareció el demonio en forma de un hombre muy galán y fuese a meter en la cama donde yo estaba; yo me levanté y me fui con la prelada, diciéndola que tenía miedo, más no lo que me había pasado”. Aunque curiosos, conviene también precisar que muchos de estos relatos no siempre fueron exclusivos de cada monja, pues si algo define a este género de escritura es la repetición de similares experiencias en diferentes autobiografías.


La condición sobrenatural de muchas vivencias de las religiosas barrocas fue otra razón de peso en la proliferación de este tipo de escritos. Detrás de gran parte de ellos se encontraba el mandato de los confesores, quienes así podían reconocer la santidad de algunas monjas, convirtiéndolas en modelo para los demás, o poner el texto en manos de la Inquisición para que ésta actuara. En cuanto a esto, son bastantes las autobiografías espirituales que nacieron como respuesta a los interrogatorios del Santo Oficio e incluso algunas se escribieron entera o parcialmente entre los muros de alguna cárcel inquisitorial, como el memorial autobiográfico de la beata madrileña María Bautista.


Por su parte, María de Vela y Cueto, monja cisterciense en el convento de Santa Ana en Ávila, donde ingresó en 1576, escribió su autobiografía inducida por el confesor, interesado en discernir si sus visiones eran diabólicas o no. Y en la misma línea, Ana de San Agustín anotó en la suya que fue el padre Alonso de Jesús María quien le mandó escribir, durante una visita al convento, para saber lo que le pasaba en la oración, “para ver en lo que iba errada y mirar con celo el bien de mi alma, como prelado, los yerros y engaños que podía tener del demonio, y para darme luz”. Unos y otros aspectos dejan ver la tensión desde la que se escribieron muchos de estos textos, fruto de cierta transacción entre lo que podía decirse y cuanto convenía callar. En el plano gráfico, las huellas de los confesores se perciben, efectivamente, en muchos manuscritos, corregidos, anotados y censurados por ellos.


Dado que un número importante de las escritoras del Siglo de Oro fueron religiosas, no han faltado los estudiosos que han visto el convento como un espacio de libertad para las mujeres. Se ha alegado que entre los claustros las monjas pudieron eludir las tareas domésticas y otras imposiciones familiares, organizando el tiempo a su antojo y hallando el respiro necesario para leer y escribir, además de alcanzar una cierta independencia frente a las autoridades masculinas.


Estas afirmaciones, empero, puede que sean algo generosas con respecto a la realidad social y a los patrones ideológicos de aquella época. De algún modo minusvaloran el hecho de que la vida conventual también estaba sujeta a reglas y reproducía en su interior la jerarquía inherente a la sociedad estamental. Por ello, frente a la tesis del convento como un mundo de relaciones libres, tal vez sea más correcto entenderlo en términos de libertad vigilada y desigual, pues tampoco todas las monjas tuvieron las mismas oportunidades. Sostener que no siempre respetaron la voluntad de sus confesores, por más que algunas lo hicieran, contribuye a relajar la función coercitiva de la tutela y el control ejercido por los religiosos encargados de asistirlas en el plano espiritual. Como si se tratara de una llamada de atención ante interpretaciones tan generosas, conviene recordar que para la beata madrileña María de Orozco y Luján su confesor mereció el título de “Dios visible”, dando por sentado que su autoridad e intervención casi igualaban a la divina.

Antonio Castillo Gómez es profesor titular de Historia de la Cultura Escrita en la Universidad de Alcalá y autor, entre otros, del libro Entre la pluma y la pared. Una historia social de la escritura en los siglos de Oro (Akal).
 

 

 

Aserrando una rama
[Cuento. Texto completo]
 

Anónimo árabe
 

Nasrudín subió a un árbol para aserrar una rama. Alguien que pasaba, al ver cómo lo estaba haciendo, le avisó:
 

-¡Cuidado! Está mal sentado en la punta de la rama... Se irá abajo con ella cuando la corte.
 

-¿Piensa que soy un necio que deba creerle? ¿Es usted un vidente que pueda predecir el futuro? -preguntó Nasrudín.
 

Sin embargo, poco después, como siguiera aserrando, la rama cedió y Nasrudín terminó en el suelo. Entonces corrió tras el otro hombre hasta alcanzarlo:
 

-¡Su predicción se ha cumplido! Ahora dígame: ¿cómo moriré?
 

Por más que el hombre insistió, no pudo disuadir a Nasrudín de que no era un vidente. Por fin, ya exasperado, le gritó:
 

-¡Por mí podrías morirte ahora mismo!
 

Apenas oyó estas palabras, Nasrudín cayó al suelo y se quedó inmóvil. Cuando lo encontraron sus vecinos lo depositaron en un féretro. Mientras marchaban hacia el cementerio empezaron a discutir acerca de cuál era el camino más corto. Nasrudín perdió la paciencia. Asomó la cabeza fuera del ataúd y dijo:

 
-Cuando estaba vivo solía tomar por la izquierda. Es el camino más rápido.


FIN

 

EL ECLIPSE
[Cuento. Texto completo]

 
Augusto Monterroso

 
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

 
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

 
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

 
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

 
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

 
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

 
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.


FIN

 

"El eclipse", por el autor guatemalteco Augusto Monterroso (1921-2003). 11 May 2011
 

 

 

 

    ©Editorial Elimparcial.com.co | Nosotros |

    © 1948-2009 - 2019 - El Imparcial - Periodical Format - La idea y concepto de este periódico fue hecho en  Periodical Format (PF) que es un Copyright de ZahurK.

    Queda prohibido el uso de este formato (PF) sin previa autorización escrita de ZahurK