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"APARECIÓ EL DEMONIO Y
SE METIÓ EN MI CAMA"
Por Antonio Castillo Gómez
"Su
Majestad es el autor de lo que escribo". Con palabras tan claras
como éstas, la monja mexicana sor María de San José, nacida en 1656
y muerta en 1719, tomó la pluma para escribir su vida a instancias
de su confesor y bajo la iluminación de Dios. Se trata de un
fenómeno histórico-literario de amplio suceso en la España Moderna,
a este y al otro lado del Atlántico.
Uno de los motivos que suelen invocarse para explicar la extensa
serie de autobiografías espirituales femeninas, escritas en el mundo
hispano durante los siglos XVI y XVII, es el estímulo ejercido por
el Libro de la vida de Teresa de Jesús, sobre todo tras su edición
impresa en 1588 por iniciativa de fray Luis de León. A partir de
este momento la obra gozó de una notable difusión y fue lectura
habitual en bastantes conventos femeninos, sobre todo en los
monasterios de carmelitas descalzas fundados por ella. Distintas
monjas así lo advirtieron al narrar sus vivencias y alguna que otra
atribuyó su oficio de escritora a la inspiración recibida de la
monja abulense. Fue el caso, por ejemplo, de Estefanía de la
Encarnación, religiosa en el convento de Santa Clara de Lerma, quien
comenzó a escribir su autobiografía, a la edad de 28 años, un día
que sintió a su lado a la madre Teresa y ésta le dio la pluma.
La
mediación de Teresa de Jesús, como la de Dios o la de otras figuras
celestiales, es un tópico que se repite en muchos escritos
autobiográficos de las religiosas del Siglo de Oro. Puede entenderse
también como una estrategia legitimadora de la escritura, es decir,
como un modo de aventurarse con ciertas garantías en un territorio
que les estaba prácticamente vedado, en particular si lo que
escribían concernía a cuestiones espirituales.
Como muestra un botón: en 1564, Isabel Ortíz, hija de un platero
madrileño, fue encarcelada por haber escrito y pretendido dar a la
imprenta un librico de doctrina cristiana. Uno de los varones
llamados a testificar, el doctor Alonso de Balboa, a la sazón
vicario general en la audiencia arzobispal de Alcalá de Henares,
declaró ante los jueces inquisidores del tribunal de Toledo que él
había prevenido a la religiosa para que no se metiera en esos
menesteres, recordándole que “las mujeres no habían de saber más de
hilar o labrar y hacer las haciendas de su casa”, en tanto que en
materias de fe y escritura lo mejor era “callar y encomendarlos a
Dios”.
En
consecuencia, tomar la palabra en el espacio público, dominado
hegemónicamente por los varones, implicaba una cierta forma de
protesta contra la subordinación social y las discriminaciones
impuestas por el sistema patriarcal, entre las que se hallaban los
impedimentos que las mujeres tuvieron a la hora de instruirse. Así
lo expuso, entre otras, la monja madrileña María de Cristo al
comienzo de su autobiografía, concluida en el tercio final del siglo
XVII: “a escribir no me enseñaron porque mi padre no quiso, que
decía que las mujeres no habían menester saber escribir”. Menos mal
que el Señor, nuevamente Dios, le dio “grandísima inclinación a
ello”, guiándola en su aprendizaje: “yo muy acaso tomé un día la
pluma en la mano y empecé a escribir como si hubiera muchos tiempos
que lo ejercitara según la velocidad con que lo hice”.
Con tantas adversidades, es lógico que las monjas autobiógrafas
pretendieran cimentar su atrevimiento en el mandato divino. Sus
manos pasaron a ser un instrumento al servicio de Dios, del mismo
modo que sus cuerpos macerados expresaron los arrebatos místicos
propios de una religión tan atormentada como aquélla de la
Contrarreforma. Sin ésta, además, tampoco se entendería el contenido
de las autobiografías espirituales femeninas. Decepcionantes en lo
que afecta a la vida familiar previa al ingreso en el convento o a
la cotidianeidad del monasterio, abundan, por el contrario, en el
relato de las revelaciones, milagros, estigmas y todo el repertorio
sobrenatural del éxtasis místico. No faltan, por supuesto, las más
diversas tentaciones del diablo, como el apuesto joven que se le
apareció a Ana de San Agustín, discípula de Teresa de Jesús, con el
propósito de acostarse con ella: “De recién profesa, una
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noche se
me apareció el demonio en forma de un hombre muy galán y fuese a
meter en la cama donde yo estaba; yo me levanté y me fui con la
prelada, diciéndola que tenía miedo, más no lo que me había pasado”.
Aunque curiosos, conviene también precisar que muchos de estos
relatos no siempre fueron exclusivos de cada monja, pues si algo
define a este género de escritura es la repetición de similares
experiencias en diferentes autobiografías.
La
condición sobrenatural de muchas vivencias de las religiosas
barrocas fue otra razón de peso en la proliferación de este tipo de
escritos. Detrás de gran parte de ellos se encontraba el mandato de
los confesores, quienes así podían reconocer la santidad de algunas
monjas, convirtiéndolas en modelo para los demás, o poner el texto
en manos de la Inquisición para que ésta actuara. En cuanto a esto,
son bastantes las autobiografías espirituales que nacieron como
respuesta a los interrogatorios del Santo Oficio e incluso algunas
se escribieron entera o parcialmente entre los muros de alguna
cárcel inquisitorial, como el memorial autobiográfico de la beata
madrileña María Bautista.
Por su parte, María de Vela y Cueto, monja cisterciense en el
convento de Santa Ana en Ávila, donde ingresó en 1576, escribió su
autobiografía inducida por el confesor, interesado en discernir si
sus visiones eran diabólicas o no. Y en la misma línea, Ana de San
Agustín anotó en la suya que fue el padre Alonso de Jesús María
quien le mandó escribir, durante una visita al convento, para saber
lo que le pasaba en la oración, “para ver en lo que iba errada y
mirar con celo el bien de mi alma, como prelado, los yerros y
engaños que podía tener del demonio, y para darme luz”. Unos y otros
aspectos dejan ver la tensión desde la que se escribieron muchos de
estos textos, fruto de cierta transacción entre lo que podía decirse
y cuanto convenía callar. En el plano gráfico, las huellas de los
confesores se perciben, efectivamente, en muchos manuscritos,
corregidos, anotados y censurados por ellos.
Dado que un número importante de las escritoras del Siglo de Oro
fueron religiosas, no han faltado los estudiosos que han visto el
convento como un espacio de libertad para las mujeres. Se ha alegado
que entre los claustros las monjas pudieron eludir las tareas
domésticas y otras imposiciones familiares, organizando el tiempo a
su antojo y hallando el respiro necesario para leer y escribir,
además de alcanzar una cierta independencia frente a las autoridades
masculinas.
Estas afirmaciones, empero, puede que sean algo generosas con
respecto a la realidad social y a los patrones ideológicos de
aquella época. De algún modo minusvaloran el hecho de que la vida
conventual también estaba sujeta a reglas y reproducía en su
interior la jerarquía inherente a la sociedad estamental. Por ello,
frente a la tesis del convento como un mundo de relaciones libres,
tal vez sea más correcto entenderlo en términos de libertad vigilada
y desigual, pues tampoco todas las monjas tuvieron las mismas
oportunidades. Sostener que no siempre respetaron la voluntad de sus
confesores, por más que algunas lo hicieran, contribuye a relajar la
función coercitiva de la tutela y el control ejercido por los
religiosos encargados de asistirlas en el plano espiritual. Como si
se tratara de una llamada de atención ante interpretaciones tan
generosas, conviene recordar que para la beata madrileña María de
Orozco y Luján su confesor mereció el título de “Dios visible”,
dando por sentado que su autoridad e intervención casi igualaban a
la divina.
Antonio Castillo Gómez es profesor titular de Historia de la
Cultura Escrita en la Universidad de Alcalá y autor, entre otros,
del libro Entre la pluma y la pared. Una historia social de la
escritura en los siglos de Oro (Akal).
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Aserrando una rama
[Cuento. Texto completo]
Anónimo árabe
Nasrudín
subió a un árbol para aserrar una rama. Alguien que pasaba, al ver
cómo lo estaba haciendo, le avisó:
-¡Cuidado! Está mal sentado en la punta de la rama... Se irá abajo
con ella cuando la corte.
-¿Piensa
que soy un necio que deba creerle? ¿Es usted un vidente que pueda
predecir el futuro? -preguntó Nasrudín.
Sin
embargo, poco después, como siguiera aserrando, la rama cedió y
Nasrudín terminó en el suelo. Entonces corrió tras el otro hombre
hasta alcanzarlo:
-¡Su
predicción se ha cumplido! Ahora dígame: ¿cómo moriré?
Por más
que el hombre insistió, no pudo disuadir a Nasrudín de que no era un
vidente. Por fin, ya exasperado, le gritó:
-¡Por mí
podrías morirte ahora mismo!
Apenas
oyó estas palabras, Nasrudín cayó al suelo y se quedó inmóvil.
Cuando lo encontraron sus vecinos lo depositaron en un féretro.
Mientras marchaban hacia el cementerio empezaron a discutir acerca
de cuál era el camino más corto. Nasrudín perdió la paciencia. Asomó
la cabeza fuera del ataúd y dijo:
-Cuando estaba vivo solía tomar por la izquierda. Es el camino más
rápido.
FIN
EL ECLIPSE
[Cuento. Texto completo]
Augusto Monterroso
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada
podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado,
implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con
tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna
esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante,
particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto
condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que
confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro
impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar
que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin,
de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las
lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron
comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y
de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles.
Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y
dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para
engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su
altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la
incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y
esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su
sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo
la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas
recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las
infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares,
que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en
sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
FIN
"El
eclipse", por el autor guatemalteco Augusto Monterroso
(1921-2003). 11 May 2011
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