|
La niña,
sin decir nada, volvió a tomar mi brazo. Caminamos un buen pedazo en
silencio. Yo iba pensando ansiosamente en lo que iba a decir o en lo
que iba a hacer, sobre todo en lo que iba a hacer. Al fin, Teresa lo
rompió, preguntándome resueltamente:
-¿No me dijo V. por carta que me quería?
-¡Pues ya lo creo que la quiero a V.!
-¿Entonces, por qué ha dejado de venir a verme y de pasar por la
calle de día?
-Porque temía que su mamá...
-Sí, sí, porque los hombres son todos muy ingratos y cuanto más se
les quiere es peor... ¿Piensa V. que yo no lo sé?... Me ha tenido V.
al balcón todas estas tardes esperándole; ¡pero que si quieres!...
Por la noche detrás de los cristales, le veía pasar, muy serio, muy
serio, sin mirar siquiera hacia mi casa... Yo decía, ¿estará
enfadado conmigo? ¿Por qué se habrá enfado? ¿Será porque he cerrado
el balcón a las tres menos cuarto? En fin, todo me volvía cavilar,
cavilar, sin sacar nada en limpio... Entonces dije: voy a darle un
susto esta noche...
-Ha sido un susto muy agradable.
-Si no llega V. a pararse delante de mi casa y a quedarse mirando a
los balcones, no salgo del portal... pero aquello me decidió.
Momento de pausa, en el cual me acudió a la mente un tropel de
pensamientos que todavía me avergüenzan. Teresa volvió a mirarme
fijamente.
-¿Está V. contento?
-¡Vaya!
-¿Va V. a gusto conmigo?
-Mejor que con nadie en el mundo.
-¿No le estorbo?
-Al contrario, siento un placer como usted no puede figurarse.
-¿No tiene V. nada que hacer ahora?
-Absolutamente nada.
-Entonces vamos a pasear: cuando llegue la hora, V. me lleva a casa
y mamá se figura que me trajo el criado de las primas... Pero si le
estorbo o no le gusta pasear conmigo, dígamelo V... me voy en
seguida...
Yo le contesté apretándole el brazo y tirándole suavemente por la
mano para encajárselo bien en el mío. Teresa continuó hablando con
graciosa volubilidad.
-Parece mentira que seamos tan amigos ¿no es verdad? Yo pensé cuando
le dejé caer la muñeca encima que le había matado... ¡Qué miedo
tuve! ¡Si V. viera!... Vamos a ver ¿por qué en lugar de enfadarse se
sonrió V. conmigo?
-¡Toma! porque me gustó V. mucho.
-Eso pensaba yo: debí de haberle sido simpática, porque si no la
verdad es que tenía motivo para ponerse furioso. Todavía cuando V.
subió a llevármela estaba muerta de miedo y por eso cerré tan pronto
la puerta... ¡Dichosa muñeca! Me dio tal rabia que la tiré contra el
suelo y la partí un brazo.
-Pues no debe V. tratarla mal; al contrario, debe V. conservarla
como un recuerdo.
-¿Sabe V. que tiene razón? Si no hubiera sido por la muñeca no nos
hubiéramos conocido... ni sería V. mi novio;... porque tengo otro...
-¿Cómo otro?
-Es decir, ya no lo tengo: lo tenía... Es un primo que está empeñado
en que le he de querer a la fuerza... No vaya V. a creer que es
feo... al contrario, es guapo... pero a mí no me gusta... No lo
puedo remediar. Le dije que sí, porque me dio lástima un día que se
echó a llorar.
Mientras conversábamos de esta suerte íbamos caminando sosegadamente
por las calles. Para evitar el encuentro con cualquier pariente o
conocido de la niña, procuré seguir las menos principales. Teresa
iba cogida a mi brazo como al de un antiguo amigo, hablando sin
cesar, riendo, sacudiéndome a veces fuertemente y deteniéndose a lo
mejor delante de un escaparate, para hacerme mirar cualquier
chuchería. Su charla era un gorjeo dulce, insinuante, que me
conmovía y refrescaba el corazón; a impulso de ella se fue disipando
poco a poco el tropel de pensamientos pérfidos que vagaba por mi
cabeza. Sin saber de qué modo, también desaparecieron todos mis
temores; me figuraba que aquella niña tenía algún parentesco
conmigo, y no hallaba extraordinaria y peligrosa nuestra situación
como al principio. Su inocencia era un velo espeso, que nos impedía
ver el riesgo que corríamos.
En poco tiempo me contó una infinidad de cosas. Era de Jerez; no
hacía más que un año que estaban en Madrid establecidos; su papá
ocupaba un alto empleo; tenía dos hermanitos y una hermanita. Acerca
del carácter y costumbres de cada uno de ellos se extendió
considerablemente; la hermanita era muy buena niña, amable y
obediente; pero los chicos insufribles; todo el día gritando,
ensuciando la casa y peleándose. Su mamá le había dado jurisdicción
sobre ellos hasta para castigarles, pero no quería usar de ella
porque tenía miedo de que le perdiesen el cariño: que la mamá se
arreglara como pudiese. Después habló del papá, que era muy serio,
pero muy bueno; lo único que la tenía apesadumbrada era que parecía
querer más a los chicos que a ellas. La mamá, en cambio, mostraba
predilección por las niñas. Habló después de las primas de la calle
de Fuencarral; una era muy bonita, la otra graciosa solamente: las
dos tenían novio, pero no valían cuatro cuartos: chiquillos que
todavía
|
|
estudiaban en el Instituto. Tenían, además, un hermano, que era el
primo que había sido su novio; éste ya era bachiller y se estaba
preparando para entrar en el colegio de Artillería. De vez en
cuando, en los cortos intervalos de silencio levantaba graciosamente
la cabeza, preguntándome:
-¿Va V. a
gusto conmigo? ¿Le estorbo?
Y cuando me oía protestar vivamente contra semejante duda, su rostro
expresivo se iluminaba de alegría y continuaba hablando.
Habíamos recorrido algunas calles. Ya puede V. imaginarse que yo iba
gozando como los ángeles en el paraíso, y pendiente de los labios de
aquella niña, que al referirme todas las nonadas infantiles de su
vida, parecía infundir en mi alma encantada la ciencia de la dicha.
Sin embargo, no podía desechar cierta vaga inquietud que turbaba mi
alegría. Buscando manera de pasar las horas de que disponíamos más
dignamente que vagando por las calles, tropezamos al bajar la cuesta
de Santo Domingo con el Teatro Real. Al instante se me ocurrió la
idea de entrar: Teresa la aceptó inmediatamente, y a fin de que no
reparasen en nosotros, tomamos entradas de paraíso. Se cantaba Los
Puritanos, y aquél rebosaba de gente; de suerte que nos costó algún
trabajo introducirnos y escalar uno de los rincones; pero al cabo
llegamos. Teresa se encontró admirablemente y me pagaba los trabajos
que había pasado para llevarla hasta allí con mil sonrisas y
palabras amables. Mientras subían el telón seguimos charlando,
aunque muy bajito: se había establecido entre nosotros una gran
intimidad, y me abandonó una de sus manos que yo acariciaba
embelesado. Cuando empezó la ópera dejó de charlar y se puso a
atender tan decididamente, que a mí me hizo sonreír el verla con la
cabecita apoyada en la pared y los ojos estáticos. Sabía música,
pero había ido al teatro pocas veces; así que las melodías
inspiradas de la ópera de Bellini le causaban profunda impresión,
que se traducía por un leve temblor de las pupilas y los labios.
Cuando llegó el sublime canto del tenor que empieza A te, oh cara,
me apretó con fuerza la mano exclamando por lo bajo:
-¡Oh qué hermoso! ¡oh qué hermoso!
Después me hizo explicarle lo que pasaba en la escena: halló el
matrimonio del tenor y la tiple muy proporcionado, pero compadecía
de veras al barítono, a quien birlaban la novia; quedó sumamente
disgustada cuando al fin del acto el tenor se ve en la precisión de
acompañar a la reina y dejar abandonada a su futura, y declaró
resueltamente que esta era una conducta indigna.
-Pero advierta V. que estaba obligado a hacerlo porque era su reina
quien se lo pedía.
-No importa, no importa; si la quisiera bien no hay reina que valga.
Lo primero siempre es la novia.
No me fue posible arrancarle tan extraña teoría de la cabeza.
Después que bajó el telón permanecimos en el mismo sitio y me obligó
a contarle mi vida y milagros, cuántas novias había tenido, a quién
había querido más, etc., etc. Ya comprenderá usted que necesité
ensartar un sin fin de patrañas. Después, sin motivo alguno serio,
manifestó rotundamente que todos los hombres eran ingratos. Yo me
atreví a apuntar que había excepciones, pero no fue posible
hacérselo reconocer.
-Usted será lo mismo que todos (anunció en tono profético y mirando
a un punto del espacio); me querrá V. un poco de tiempo, y
después... si te vi, no me acuerdo.
¡Qué rato tan delicioso y tan infernal a la vez, me estaba haciendo
pasar aquella niña! Para llevar la conversación a otro punto, le
pregunté:
-¿Cuántos años tiene V.? Hasta ahora no me lo ha dicho.
-Tengo...
tengo... mire V., yo siempre digo que tengo catorce, pero la verdad
es que no tengo más que trece y dos meses... ¿y V.?
-¡Una atrocidad! No me lo pregunte usted, que me da vergüenza.
-¡Ah qué presumido! ¡Si yo le he de querer lo mismo que tenga muchos
que pocos!
En seguida me propuso que nos tratásemos de tú, pero después de
aceptado se volvió atrás ofreciéndome que yo la tratase de tú y ella
siguiese con el V. No quise conformarme.
-Pues mire V., yo no puedo hablarle de tú; me da mucha vergüenza...
Pero, en fin, vamos a ensayar.
Del ensayo resultó que para evitar el pronombre daba la pobrecilla
infinidad de rodeos y se metía en una serie interminable de
perífrasis: si se aventuraba a dirigirme un tú, lo hacía bajando la
voz y pasando como sobre ascuas.
Cuando empezó el segundo acto, volvió a escuchar atentamente. Mis
ojos no se apartaban casi nunca de su rostro: ella entornaba a
menudo los suyos para dirigirme una sonrisa apretando al mismo
tiempo mi mano. Observé, no obstante, que se había amortiguado un
poco la viva expresión de su fisonomía y que iba perdiendo aquella
graciosa volubilidad del principio. Las sonrisas de sus labios se
fueron haciendo tristes, y por la cándida frente pasó una ráfaga de
inquietud que comunicó a su lindo rostro infantil cierta grave
expresión que no tenía. Parecía que en virtud de un misterioso
movimiento de su espíritu, la niña se transformaba en mujer en pocos
instantes. Dejó de apretar mi mano y hasta retiró la suya: volví a
cogerla disimuladamente, pero al poco tiempo la retiró de nuevo.
El segundo acto había terminado. Al bajarse el telón me hizo mirar
el reloj, y viendo las once, dijo que era necesario partir en
seguida, porque
|
|
a las
once y media, a más tardar, iba el criado a buscarla.
Salimos del teatro. La noche seguía tibia y estrellada: a la puerta
aguardaba una larga fila de coches, que nos fue preciso evitar. Ya
no había en las calles el movimiento de las primeras horas, pero con
todo, seguimos las más solitarias. Teresa no quiso aceptar mi brazo
como antes. Entonces me tocó llevar la voz cantante, y la dije al
oído mil requiebros y ternezas, explicándola por menudo el amor que
me había inspirado y lo que había sufrido en los días en que no pasé
por su calle: recordele todos los pormenores, hasta los más
insignificantes, de nuestro conocimiento visual y epistolar, y le di
cuenta de los vestidos que le había visto y de los adornos, a fin de
que comprendiese la profunda impresión que me había causado. Nada
replicaba a mi discurso; seguía caminando cabizbaja y preocupada,
formando su actitud notable contraste con la que tenía tres horas
antes al pasar por los mismos sitios. Cuando me detuve un instante a
respirar, exclamó sin mirarme:
-Hice una cosa muy mala, muy mala. ¡Dios mío, si lo supiese papá!
Traté de probarle que su papá no podía enterarse de nada, porque
llegaríamos demasiado temprano.
-De todas maneras, aunque papá no se entere, hice una cosa muy mala.
Usted bien lo sabe, pero no quiere decirlo: ¿No es verdad que una
niña bien educada no haría lo que yo hice esta noche?... ¡Si lo
supiesen mis primas, que están deseando siempre cogerme en alguna
falta!... Pero no piense V..., por Dios, que lo he hecho con mala
intención... Yo soy muy aturdida... todo el mundo lo dice... pero
también dicen que tengo buen fondo.
Al proferir estas palabras se le había ido anudando la voz en la
garganta, hasta que se echó a llorar perdidamente. Me costó mucho
trabajo calmarla, pero al fin lo conseguí elogiando su carácter
franco y sencillo y su buen corazón, y prometiendo quererla y
respetarla siempre. Me hizo jurar una docena de veces que no pensaba
nada malo de ella. Después de secarse las lágrimas recobró su
alegría y comenzó a charlar por los codos. Me expuso en pocos
instantes una infinidad de proyectos a cual más absurdo: según ella,
debía presentarme al día siguiente en casa, y pedirle al papá su
mano: el papá diría que era muy niña, pero yo debía replicarle
inmediatamente que no importaba nada: el papá insistiría en que era
demasiado pronto, pero yo le presentaría el ejemplo de una tía,
hermana de su mamá, que estaba jugando a las muñecas cuando la
avisaron para ir a casarse. ¿Que había de oponer a este poderoso
argumento? Nada seguramente. Nos casaríamos, y acto continuo nos
iríamos a Jerez, para que conociese a sus amigas y a sus tíos. ¡Qué
susto llevarían todos al verla del brazo de un caballero, y mucho
más, cuando supieran que este caballero era su marido!
Estaba tan linda, tan graciosa, que no pude menos de pedirle con
vehemencia que me permitiese darla un beso. No fue posible. Ningún
hombre la había besado hasta entonces; solamente su primo la había
dado un beso a traición, pero le costó caro, porque le dejó caer dos
vasos de limón sobre la cabeza: hasta en los juegos de prendas hacía
que pusieran las manos delante, para que no le tocasen la cara con
los labios. Pero cuando estuviésemos casados, ya sería otra cosa;
entonces todos los besos que se me antojaran, aunque sospechaba que
no se los pediría con tanto ardor como ahora.
Estábamos próximos ya a su casa. Los carruajes de la gente que
volvía de las tertulias, al cruzar a nuestro lado, apagaban la voz
de Teresa y la obligaban a esforzarla un poco. Las estrellas desde
el cielo nos hacían guiños, como si nos invitasen a gozar
apresuradamente de aquellos momentos felices, que no habían de
volver. A lo lejos sólo se veían, como fuegos fatuos, los faroles de
los serenos.
Llegamos por fin a casa. Delante de la puerta, Teresa volvió a
hacerme jurar que no pensaba nada malo de ella, y que al día
siguiente a las dos en punto de la tarde, me presentaría debajo de
sus balcones.
-Cuidado que no faltes.
-No faltaré, preciosa.
-¿A las dos en punto?
-A las dos en punto.
-Llama ahora con un golpe a la puerta.
Cogí la aldaba y di un golpe fuerte. Al poco rato se oyeron los
pasos del portero.
-Ahora -dijo en voz bajita y temblorosa- dame un beso y escápate de
prisa.
Al mismo tiempo me presentaba su cándida y rosada mejilla. Yo la
tomé entre las manos y la apliqué un beso... dos... tres...
cuatro... todos los que pude hasta que oí rechinar la llave. Y me
alejé a paso largo.
Dejó de hablar D. Ramón.
-¿Y después, qué sucedió? -le pregunté con vivo interés.
-Nada, que aquella noche no pude dormir de remordimientos y al día
siguiente tomé el tren para mi pueblo.
-¿Sin ver a Teresa?
-Sin ver a Teresa.
FIN
"Los puritanos", por el autor español Armando Palacio Valdés
(1853-1938).
|
|