El Imparcial-Pagina 10-

 

                                                                                                                                  Pereira, Colombia -  Edición: 12.495-75 - Fecha: 04-10-2019

MAGAZÍN LITERARIO                                  Pg. 1-13

 

La niña, sin decir nada, volvió a tomar mi brazo. Caminamos un buen pedazo en silencio. Yo iba pensando ansiosamente en lo que iba a decir o en lo que iba a hacer, sobre todo en lo que iba a hacer. Al fin, Teresa lo rompió, preguntándome resueltamente:


-¿No me dijo V. por carta que me quería?


-¡Pues ya lo creo que la quiero a V.!

 

-¿Entonces, por qué ha dejado de venir a verme y de pasar por la calle de día?


-Porque temía que su mamá...


-Sí, sí, porque los hombres son todos muy ingratos y cuanto más se les quiere es peor... ¿Piensa V. que yo no lo sé?... Me ha tenido V. al balcón todas estas tardes esperándole; ¡pero que si quieres!... Por la noche detrás de los cristales, le veía pasar, muy serio, muy serio, sin mirar siquiera hacia mi casa... Yo decía, ¿estará enfadado conmigo? ¿Por qué se habrá enfado? ¿Será porque he cerrado el balcón a las tres menos cuarto? En fin, todo me volvía cavilar, cavilar, sin sacar nada en limpio... Entonces dije: voy a darle un susto esta noche...


-Ha sido un susto muy agradable.


-Si no llega V. a pararse delante de mi casa y a quedarse mirando a los balcones, no salgo del portal... pero aquello me decidió.


Momento de pausa, en el cual me acudió a la mente un tropel de pensamientos que todavía me avergüenzan. Teresa volvió a mirarme fijamente.


-¿Está V. contento?


-¡Vaya!


-¿Va V. a gusto conmigo?


-Mejor que con nadie en el mundo.


-¿No le estorbo?


-Al contrario, siento un placer como usted no puede figurarse.


-¿No tiene V. nada que hacer ahora?


-Absolutamente nada.


-Entonces vamos a pasear: cuando llegue la hora, V. me lleva a casa y mamá se figura que me trajo el criado de las primas... Pero si le estorbo o no le gusta pasear conmigo, dígamelo V... me voy en seguida...


Yo le contesté apretándole el brazo y tirándole suavemente por la mano para encajárselo bien en el mío. Teresa continuó hablando con graciosa volubilidad.


-Parece mentira que seamos tan amigos ¿no es verdad? Yo pensé cuando le dejé caer la muñeca encima que le había matado... ¡Qué miedo tuve! ¡Si V. viera!... Vamos a ver ¿por qué en lugar de enfadarse se sonrió V. conmigo?


-¡Toma! porque me gustó V. mucho.


-Eso pensaba yo: debí de haberle sido simpática, porque si no la verdad es que tenía motivo para ponerse furioso. Todavía cuando V. subió a llevármela estaba muerta de miedo y por eso cerré tan pronto la puerta... ¡Dichosa muñeca! Me dio tal rabia que la tiré contra el suelo y la partí un brazo.


-Pues no debe V. tratarla mal; al contrario, debe V. conservarla como un recuerdo.


-¿Sabe V. que tiene razón? Si no hubiera sido por la muñeca no nos hubiéramos conocido... ni sería V. mi novio;... porque tengo otro...


-¿Cómo otro?


-Es decir, ya no lo tengo: lo tenía... Es un primo que está empeñado en que le he de querer a la fuerza... No vaya V. a creer que es feo... al contrario, es guapo... pero a mí no me gusta... No lo puedo remediar. Le dije que sí, porque me dio lástima un día que se echó a llorar.


Mientras conversábamos de esta suerte íbamos caminando sosegadamente por las calles. Para evitar el encuentro con cualquier pariente o conocido de la niña, procuré seguir las menos principales. Teresa iba cogida a mi brazo como al de un antiguo amigo, hablando sin cesar, riendo, sacudiéndome a veces fuertemente y deteniéndose a lo mejor delante de un escaparate, para hacerme mirar cualquier chuchería. Su charla era un gorjeo dulce, insinuante, que me conmovía y refrescaba el corazón; a impulso de ella se fue disipando poco a poco el tropel de pensamientos pérfidos que vagaba por mi cabeza. Sin saber de qué modo, también desaparecieron todos mis temores; me figuraba que aquella niña tenía algún parentesco conmigo, y no hallaba extraordinaria y peligrosa nuestra situación como al principio. Su inocencia era un velo espeso, que nos impedía ver el riesgo que corríamos.


En poco tiempo me contó una infinidad de cosas. Era de Jerez; no hacía más que un año que estaban en Madrid establecidos; su papá ocupaba un alto empleo; tenía dos hermanitos y una hermanita. Acerca del carácter y costumbres de cada uno de ellos se extendió considerablemente; la hermanita era muy buena niña, amable y obediente; pero los chicos insufribles; todo el día gritando, ensuciando la casa y peleándose. Su mamá le había dado jurisdicción sobre ellos hasta para castigarles, pero no quería usar de ella porque tenía miedo de que le perdiesen el cariño: que la mamá se arreglara como pudiese. Después habló del papá, que era muy serio, pero muy bueno; lo único que la tenía apesadumbrada era que parecía querer más a los chicos que a ellas. La mamá, en cambio, mostraba predilección por las niñas. Habló después de las primas de la calle de Fuencarral; una era muy bonita, la otra graciosa solamente: las dos tenían novio, pero no valían cuatro cuartos: chiquillos que todavía

 

 

 

estudiaban en el Instituto. Tenían, además, un hermano, que era el primo que había sido su novio; éste ya era bachiller y se estaba preparando para entrar en el colegio de Artillería. De vez en cuando, en los cortos intervalos de silencio levantaba graciosamente la cabeza, preguntándome:

 

-¿Va V. a gusto conmigo? ¿Le estorbo?


Y cuando me oía protestar vivamente contra semejante duda, su rostro expresivo se iluminaba de alegría y continuaba hablando.


Habíamos recorrido algunas calles. Ya puede V. imaginarse que yo iba gozando como los ángeles en el paraíso, y pendiente de los labios de aquella niña, que al referirme todas las nonadas infantiles de su vida, parecía infundir en mi alma encantada la ciencia de la dicha. Sin embargo, no podía desechar cierta vaga inquietud que turbaba mi alegría. Buscando manera de pasar las horas de que disponíamos más dignamente que vagando por las calles, tropezamos al bajar la cuesta de Santo Domingo con el Teatro Real. Al instante se me ocurrió la idea de entrar: Teresa la aceptó inmediatamente, y a fin de que no reparasen en nosotros, tomamos entradas de paraíso. Se cantaba Los Puritanos, y aquél rebosaba de gente; de suerte que nos costó algún trabajo introducirnos y escalar uno de los rincones; pero al cabo llegamos. Teresa se encontró admirablemente y me pagaba los trabajos que había pasado para llevarla hasta allí con mil sonrisas y palabras amables. Mientras subían el telón seguimos charlando, aunque muy bajito: se había establecido entre nosotros una gran intimidad, y me abandonó una de sus manos que yo acariciaba embelesado. Cuando empezó la ópera dejó de charlar y se puso a atender tan decididamente, que a mí me hizo sonreír el verla con la cabecita apoyada en la pared y los ojos estáticos. Sabía música, pero había ido al teatro pocas veces; así que las melodías inspiradas de la ópera de Bellini le causaban profunda impresión, que se traducía por un leve temblor de las pupilas y los labios. Cuando llegó el sublime canto del tenor que empieza A te, oh cara, me apretó con fuerza la mano exclamando por lo bajo:


-¡Oh qué hermoso! ¡oh qué hermoso!


Después me hizo explicarle lo que pasaba en la escena: halló el matrimonio del tenor y la tiple muy proporcionado, pero compadecía de veras al barítono, a quien birlaban la novia; quedó sumamente disgustada cuando al fin del acto el tenor se ve en la precisión de acompañar a la reina y dejar abandonada a su futura, y declaró resueltamente que esta era una conducta indigna.


-Pero advierta V. que estaba obligado a hacerlo porque era su reina quien se lo pedía.


-No importa, no importa; si la quisiera bien no hay reina que valga. Lo primero siempre es la novia.


No me fue posible arrancarle tan extraña teoría de la cabeza. Después que bajó el telón permanecimos en el mismo sitio y me obligó a contarle mi vida y milagros, cuántas novias había tenido, a quién había querido más, etc., etc. Ya comprenderá usted que necesité ensartar un sin fin de patrañas. Después, sin motivo alguno serio, manifestó rotundamente que todos los hombres eran ingratos. Yo me atreví a apuntar que había excepciones, pero no fue posible hacérselo reconocer.


-Usted será lo mismo que todos (anunció en tono profético y mirando a un punto del espacio); me querrá V. un poco de tiempo, y después... si te vi, no me acuerdo.


¡Qué rato tan delicioso y tan infernal a la vez, me estaba haciendo pasar aquella niña! Para llevar la conversación a otro punto, le pregunté:


-¿Cuántos años tiene V.? Hasta ahora no me lo ha dicho.


 

-Tengo... tengo... mire V., yo siempre digo que tengo catorce, pero la verdad es que no tengo más que trece y dos meses... ¿y V.?


-¡Una atrocidad! No me lo pregunte usted, que me da vergüenza.


-¡Ah qué presumido! ¡Si yo le he de querer lo mismo que tenga muchos que pocos!


En seguida me propuso que nos tratásemos de tú, pero después de aceptado se volvió atrás ofreciéndome que yo la tratase de tú y ella siguiese con el V. No quise conformarme.


-Pues mire V., yo no puedo hablarle de tú; me da mucha vergüenza... Pero, en fin, vamos a ensayar.


Del ensayo resultó que para evitar el pronombre daba la pobrecilla infinidad de rodeos y se metía en una serie interminable de perífrasis: si se aventuraba a dirigirme un tú, lo hacía bajando la voz y pasando como sobre ascuas.


Cuando empezó el segundo acto, volvió a escuchar atentamente. Mis ojos no se apartaban casi nunca de su rostro: ella entornaba a menudo los suyos para dirigirme una sonrisa apretando al mismo tiempo mi mano. Observé, no obstante, que se había amortiguado un poco la viva expresión de su fisonomía y que iba perdiendo aquella graciosa volubilidad del principio. Las sonrisas de sus labios se fueron haciendo tristes, y por la cándida frente pasó una ráfaga de inquietud que comunicó a su lindo rostro infantil cierta grave expresión que no tenía. Parecía que en virtud de un misterioso movimiento de su espíritu, la niña se transformaba en mujer en pocos instantes. Dejó de apretar mi mano y hasta retiró la suya: volví a cogerla disimuladamente, pero al poco tiempo la retiró de nuevo.


El segundo acto había terminado. Al bajarse el telón me hizo mirar el reloj, y viendo las once, dijo que era necesario partir en seguida, porque

 

 

a las once y media, a más tardar, iba el criado a buscarla.


Salimos del teatro. La noche seguía tibia y estrellada: a la puerta aguardaba una larga fila de coches, que nos fue preciso evitar. Ya no había en las calles el movimiento de las primeras horas, pero con todo, seguimos las más solitarias. Teresa no quiso aceptar mi brazo como antes. Entonces me tocó llevar la voz cantante, y la dije al oído mil requiebros y ternezas, explicándola por menudo el amor que me había inspirado y lo que había sufrido en los días en que no pasé por su calle: recordele todos los pormenores, hasta los más insignificantes, de nuestro conocimiento visual y epistolar, y le di cuenta de los vestidos que le había visto y de los adornos, a fin de que comprendiese la profunda impresión que me había causado. Nada replicaba a mi discurso; seguía caminando cabizbaja y preocupada, formando su actitud notable contraste con la que tenía tres horas antes al pasar por los mismos sitios. Cuando me detuve un instante a respirar, exclamó sin mirarme:


-Hice una cosa muy mala, muy mala. ¡Dios mío, si lo supiese papá!


Traté de probarle que su papá no podía enterarse de nada, porque llegaríamos demasiado temprano.


-De todas maneras, aunque papá no se entere, hice una cosa muy mala. Usted bien lo sabe, pero no quiere decirlo: ¿No es verdad que una niña bien educada no haría lo que yo hice esta noche?... ¡Si lo supiesen mis primas, que están deseando siempre cogerme en alguna falta!... Pero no piense V..., por Dios, que lo he hecho con mala intención... Yo soy muy aturdida... todo el mundo lo dice... pero también dicen que tengo buen fondo.


Al proferir estas palabras se le había ido anudando la voz en la garganta, hasta que se echó a llorar perdidamente. Me costó mucho trabajo calmarla, pero al fin lo conseguí elogiando su carácter franco y sencillo y su buen corazón, y prometiendo quererla y respetarla siempre. Me hizo jurar una docena de veces que no pensaba nada malo de ella. Después de secarse las lágrimas recobró su alegría y comenzó a charlar por los codos. Me expuso en pocos instantes una infinidad de proyectos a cual más absurdo: según ella, debía presentarme al día siguiente en casa, y pedirle al papá su mano: el papá diría que era muy niña, pero yo debía replicarle inmediatamente que no importaba nada: el papá insistiría en que era demasiado pronto, pero yo le presentaría el ejemplo de una tía, hermana de su mamá, que estaba jugando a las muñecas cuando la avisaron para ir a casarse. ¿Que había de oponer a este poderoso argumento? Nada seguramente. Nos casaríamos, y acto continuo nos iríamos a Jerez, para que conociese a sus amigas y a sus tíos. ¡Qué susto llevarían todos al verla del brazo de un caballero, y mucho más, cuando supieran que este caballero era su marido!


Estaba tan linda, tan graciosa, que no pude menos de pedirle con vehemencia que me permitiese darla un beso. No fue posible. Ningún hombre la había besado hasta entonces; solamente su primo la había dado un beso a traición, pero le costó caro, porque le dejó caer dos vasos de limón sobre la cabeza: hasta en los juegos de prendas hacía que pusieran las manos delante, para que no le tocasen la cara con los labios. Pero cuando estuviésemos casados, ya sería otra cosa; entonces todos los besos que se me antojaran, aunque sospechaba que no se los pediría con tanto ardor como ahora.


Estábamos próximos ya a su casa. Los carruajes de la gente que volvía de las tertulias, al cruzar a nuestro lado, apagaban la voz de Teresa y la obligaban a esforzarla un poco. Las estrellas desde el cielo nos hacían guiños, como si nos invitasen a gozar apresuradamente de aquellos momentos felices, que no habían de volver. A lo lejos sólo se veían, como fuegos fatuos, los faroles de los serenos.


Llegamos por fin a casa. Delante de la puerta, Teresa volvió a hacerme jurar que no pensaba nada malo de ella, y que al día siguiente a las dos en punto de la tarde, me presentaría debajo de sus balcones.


-Cuidado que no faltes.


-No faltaré, preciosa.


-¿A las dos en punto?


-A las dos en punto.


-Llama ahora con un golpe a la puerta.


Cogí la aldaba y di un golpe fuerte. Al poco rato se oyeron los pasos del portero.


-Ahora -dijo en voz bajita y temblorosa- dame un beso y escápate de prisa.


Al mismo tiempo me presentaba su cándida y rosada mejilla. Yo la tomé entre las manos y la apliqué un beso... dos... tres... cuatro... todos los que pude hasta que oí rechinar la llave. Y me alejé a paso largo.


Dejó de hablar D. Ramón.


-¿Y después, qué sucedió? -le pregunté con vivo interés.


-Nada, que aquella noche no pude dormir de remordimientos y al día siguiente tomé el tren para mi pueblo.


-¿Sin ver a Teresa?


-Sin ver a Teresa.

 


FIN


"Los puritanos", por el autor español Armando Palacio Valdés (1853-1938).

 

 

 

 

    ©Editorial Elimparcial.com.co | Nosotros |

    © 1948-2009 - 2019 - El Imparcial - Periodical Format - La idea y concepto de este periódico fue hecho en  Periodical Format (PF) que es un Copyright de ZahurK.

    Queda prohibido el uso de este formato (PF) sin previa autorización escrita de ZahurK