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LOS PURITANOS
[Cuento.
Texto completo]
Por Armando Palacio Valdés
Era un
caballero fino, distinguido, de fisonomía ingenua y simpática. No
tenía motivo para negarme a recibirle en mi habitación algunos días.
El dueño de la fonda me lo presentó como un antiguo huésped a quien
debía muchas atenciones: si me negaba a compartir con él mi cuarto,
se vería en la precisión de despedirle por tener toda la casa
ocupada, lo cual sentía extremadamente.
-Pues si no ha de estar en Madrid más que unos cuantos días, y no
tiene horas extraordinarias de acostarse y levantarse, no hay
inconveniente en que V. le ponga una cama en el gabinete... Pero
cuidado... ¡sin ejemplar!...
-Descuide V., señorito, no volveré a molestarle con estas embajadas.
Lo hago únicamente porque D. Ramón no vaya a parar a otra casa. Crea
V. que es una buena persona, un santo, y que no le incomodará poco
ni mucho.
Y así fue la verdad. En los quince días que D. Ramón estuvo en
Madrid no tuve razón para arrepentirme de mi condescendencia. Era el
fénix de los compañeros de cuarto. Si volvía a casa más tarde que
yo, entraba y se acostaba con tal cautela, que nunca me despertó; si
se retiraba más temprano, me aguardaba leyendo para que pudiese
acostarme sin temor de hacer ruido. Por las mañanas nunca se
despertaba hasta que me oía toser o moverme en la cama. Vivía cerca
de Valencia, en una casa de campo, y sólo venía a Madrid cuando
algún asunto lo exigía: en esta ocasión era para gestionar el
ascenso de un hijo, registrador de la propiedad. A pesar de que este
hijo tenía la misma edad que yo, D. Ramón no pasaba de los cincuenta
años, lo cual hacía presumir, como así era en efecto, que se había
casado bastante joven.
Y no debía de ser feo, ni mucho menos, en aquella época. Aún ahora
con su elevada estatura, la barba gris rizosa y bien cortada, los
ojos animados y brillantes y el cutis sin arrugas, sería aceptado
por muchas mujeres con preferencia a otros galanes sietemesinos.
Tenía, lo mismo que yo, la manía de cantar o canturrear al tiempo de
lavarse. Pero observé al cabo de pocos días que, aunque tomaba y
soltaba con indiferencia distintos trozos de ópera y zarzuela
deshaciéndolos y pulverizándolos entre resoplidos y gruñidos, el
pasaje que con más ardor acometía y más a menudo, era uno de Los
Puritanos; me parece que pertenecía al aria de barítono en el primer
acto. Don Ramón no sabía la letra sino a medias, pero lo cantaba con
el mismo entusiasmo que si la supiera. Empezaba siempre:
Il sogno beato
De pace e contento
Ti, ro, ri, ra, ri, ro,
Ti, ro, ri, ra, ri, ro.
Necesitaba seguir tarareando hasta llegar a otros dos versos que
decían:
La dolce memoria
De un tenero amore.
Sobre los cuales se apoyaba sin cesar hasta concluir el allegro.
-¡Hola! D. Ramón, le dije un día desde la cama; parece que le gusta
a V. Los Puritanos.
-Muchísimo; es una de las óperas que más me gustan. Daría cualquier
cosa por conocer un instrumento para poder tocarla toda. ¡Qué
dulzura hay en ella! ¡Qué inspiración! Estas son óperas y esta es
música. ¡Parece mentira que ustedes se entusiasmen con esa algarabía
alemana que sólo sirve para hacer dormir!... A mí me gustan con
pasión todas las óperas de Bellini: El Pirata, Sonámbula, I
Capuletti e di Montechi; pero sobre todas ellas Los Puritanos...
Tengo además razones particulares para que me guste más que ninguna
otra, añadió bajando la voz.
-¡Ole, ole, D. Ramón! exclamé incorporándome de un salto y
poniéndome los calcetines: vengan esas razones.
-Son tonterías de la juventud... cuestión de amores, contestó
ruborizándose un poco.
-Pues cuente V. esas tonterías. Me muero por ellas: no lo puedo
remediar, me gustan más esas cosas que la reforma de la ley
Hipotecaria de que V. me habló ayer.
-¡Al fin poeta!
-No soy poeta, D. Ramón; soy crítico.
-Pues me había dicho el amo que era usted poeta... De todas maneras,
se lo contaré ya que V. tiene curiosidad... Verá V. como es una
tontería que no merece la pena... ¡Pero vístase V., criatura, que se
está helando!
El año de cincuenta y ocho vine a Madrid con una comisión del
Ayuntamiento de Valencia para gestionar la rebaja de la cuota de
consumos. Tenía yo entonces... eso es, veintinueve años; y ya hacía
siete cumplidos que estaba casado. Es una barbaridad casarse tan
joven. Aunque no tengo motivo para arrepentirme, no aconsejaré a
nadie que lo haga. Vine a parar a esta misma casa, esto es, a la
misma posada; la casa estaba entonces situada en la calle del
Barquillo. En aquella época, bueno será que le advierta, que me
complacía en andar muy lechuguino o sietemesino, como ustedes dicen
ahora, cosa que tenía siempre escamada a mi pobre mujer. ¿Para qué
te compones tanto, hombre de Dios? ¿Vas de conquista? ¡Quién sabe!
contestaba riendo y dejándola un poco enojada. No es malo tener a
las mujeres un si es no es celosas.
Una tarde, una hermosa tarde de invierno, de las que sólo se ven en
este Madrid, salí de casa después de almorzar con el objeto de hacer
algunas visitas y también para espaciarme por esas calles de Dios.
Iba caminando lentamente por la de las Infantas, meditando sobre el
plan de la noche, o sea el modo de pasarla más divertido, y
saboreando un buen cigarro habano, cuando de pronto ¡zas! recibo un
fuerte golpe en la cabeza que me hace vacilar; el flamante sombrero
de copa fue rodando por un lado y el cigarro por otro. Cuando me
recobré del susto, lo primero que vi a mis pies fue una enorme
muñeca fresca, sonrosada y en camisa.
Esta buena pieza es la que ha causado el destrozo, dije para mis
adentros, lanzándole una mirada iracunda que la muñeca aparentó no
comprender. Mas como no era de presumir que ella por su voluntad se
hubiese arrojado sobre mí
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de aquel
modo brusco e inconveniente, pues jamás había hecho daño a ninguna
muñeca, creí más probable que de alguna casa me la hubieran
arrojado. Alcé la cabeza vivamente.
En efecto, el reo estaba de pie en el balcón de un primer piso,
suspenso, atónito, consternado. Era una niña de trece o catorce
años.
Al observar la mirada de espanto y congoja que me dirigía se templó
mi furor, y en vez de lanzarle un apóstrofe violento, como tenía
determinado, le mandé una sonrisa galante. Puede ser que en la
formación de esta sonrisa haya intervenido más o menos directamente
la belleza nada vulgar del criminal.
Recogí el sombrero, me lo puse, y volví a alzar la cabeza y a
remitir otra sonrisa, acompañada esta vez de un ligero saludo. Pero
mi agresor seguía inmóvil y aterrado sin darse cuenta ni poder
explicarse las amables disposiciones en que su víctima se hallaba. A
todo esto la muñeca seguía en el suelo inmóvil también, pero sin
mostrar en modo alguno sorpresa, pesar, terror, ni siquiera
vergüenza de su situación poco decorosa. Me apresuré a levantarla,
cogiéndola, si mal no recuerdo, por una pierna, y me informé
minuciosamente de si había padecido alguna fractura u otra herida
grave. No tenía más que leves contusiones. Alcela en alto y la
mostré a su dueño haciéndole seña de que iba a subir para
entregársela. Y sin más dilaciones entro en el portal, subo la
escalera y tomo el cordón de la campanilla... Ya está abierta la
puerta. Mi lindo agresor asoma su rostro trigueño, gracioso, lleno
de vida y frescura, y extiende sus manos diminutas, en las cuales
deposito respetuosamente a la muñeca desmayada. Quise hablar, para
dar mayor seguridad de que no era nada lo que había pasado, que la
muñeca conservaba íntegros sus miembros, y yo lo mismo, y que
celebraba la ocasión de conocer una niña tan hermosa y simpática,
etc., etc. Nada de esto fue posible. La chica murmuró confusamente
un "muchas gracias", y se apresuró a cerrar la puerta, dejándome con
el discurso en el cuerpo.
Salgo a
la calle un poco disgustado, como cualquier otro orador en el mismo
caso, y sigo mi camino, no sin volver repetidas veces la cabeza
hacia el balcón. A los treinta o cuarenta pasos observo que está la
niña asomada, y me paro y la envío una sonrisa y un saludo
ceremonioso. Esta vez contesta, aunque ligeramente, pero se apresura
a retirarse. ¡Cuidado que era linda aquella niña! Al llegar al
extremo de la calle sentí la necesidad imperiosa de verla otra vez,
y di la vuelta, no sin percibir cierta vergüenza en el fondo del
corazón, pues ni mi edad, ni mi estado, me autorizaban semejantes
informalidades; mucho menos tratándose de tal criaturita. Ya no
estaba en el balcón.
Pues yo no me voy sin verla me dije, y pián pianito, comencé a
pasear la calle sin perder de vista la casa, con la misma frescura
que un cadete de Estado Mayor. Después de todo, aquí nadie me conoce
-me iba repitiendo a cada instante, a fin de comunicarme alientos
para seguir paseando-. Además, yo no tengo nada que hacer ahora; y
lo mismo da vagar por un lado que por otro.
Justamente, al cruzar tercera o cuarta vez por delante del balcón
apareció en él la gentil chiquita, que al verme hizo un movimiento
de sorpresa, acompañado de una mueca encantadora, se echó a reír y
se ocultó de nuevo.
¡Pero, qué necios somos los hombres y qué inocentes cuando se trata
de estos asuntos! ¿Querrá V. creer que entonces no sospeché siquiera
que la niña había estado presenciando, sin perder uno solo, todos
mis movimientos?
Satisfecho ya el capricho, dejé la calle de las Infantas, y me fui a
casa de un amigo. Mas al día siguiente, fuese casualidad o
premeditación, aunque es muy probable lo último, acerté a pasar por
el mismo sitio a la misma hora. Mi gentil agresor, que estaba de
bruces sobre la barandilla del balcón, se puso encarnado hasta las
orejas así que pudo distinguirme, y se retiró antes de que pasase
por delante de la casa. Como V. puede suponer, esto lejos de hacerme
desistir, me animó a quedarme petrificado en la esquina de la primer
bocacalle, en contemplación estática. No pasaron cuatro minutos sin
que viese asomar una naricita nacarada, que se retiró al momento
velozmente, volvió a asomarse a los dos minutos y volvió a
retirarse, asomose al minuto otra vez y se retiró de nuevo. Cuando
se cansó de tales maniobras, se asomó por entero y me miró fijamente
por un buen rato, cual si tratase de demostrar que no me tenía miedo
alguno. Entonces se generalizó por entrambas partes un fuego
graneado de miradas, acompañado por lo que a mí respecta de una
multitud de sonrisas, saludos y otros proyectiles mortíferos, que
debieron causar notables estragos en el enemigo. Éste a la media
hora oyó sin duda en la sala el toque de "alto el fuego", y se
retiró cerrando el balcón. No necesitaré decirle, que por más que me
sintiese avergonzado de aquella aventura, seguí dando vueltas a la
misma hora por la calle, y que el tiroteo era cada vez más intenso y
animado. A los tres o cuatro días me decidí a arrancar una hoja de
la cartera y a escribir estas palabras: Me gusta V. muchísimo.
Envolví dos cuartos en la hoja, y aprovechando la ocasión de no
pasar nadie, después de hacerle seña de que se retirase, la arrojé
al balcón. Al día siguiente, cuando pasé por allí, vi caer una
bolita de papel que me apresuré a recoger y desdoblar. Decía así, en
una letra inglesa, crecida, hecha con mucho cuidado y el papel
rayado para no torcer: Tan bien ustez me gusta a mí no crea que
juego con muñecas era de mi ermanita.
Aunque sonreí al leer el billete amoroso, no dejó de causarme
sensación dulce y amable, que muy pronto hizo sitio a otra
melancólica, al recordar que me estaban prohibidas para siempre
tales aventuras. Aquel día mi chiquita no salió al balcón, sin duda
avergonzada de su condescendencia; pero al siguiente la hallé |
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dispuesta
y aparejada al combate de miradas, señas y sonrisas, que ya no
escasearon por ambas partes. Una hora o más duraba todas las
tardes este juego, hasta que se oía llamar y se retiraba
apresuradamente. La pregunté por señas si salía de paseo, y me
contestó que sí: y en efecto, un día aguardé en la calle hasta las
cuatro y la vi salir en compañía de una señora, que debía de ser su
mamá, y de dos hermanitos.
Seguiles al Retiro, aunque a respetable
distancia, porque me hubiera causado mucha vergüenza el que la mamá
se enterase de que la chiquilla, con menos prudencia, volvía a cada
instante la cabeza y me dirigía sonrisas, que me tenían en continuo
sobresalto. Al fin volvimos a casa en paz. A todo esto, yo no sabía
cómo se llamaba, y a fin de averiguarlo escribí la pregunta en otra
hoja de la cartera: ¿Cómo se llama V.? La chica contestó en la misma
letra inglesa y crecida, con el papel rayado: Me llamo Teresa no
crea ustez por Dios que juego con muñecas.
Diez o doce días se transcurrieron de esta suerte. Teresa me parecía
cada día más linda, y lo era en efecto, porque según he averiguado
en el curso de mi vida, no hay pintura, raso ni brocado que hermosee
tanto a la mujer como el amor. La pregunté repetidas veces si podía
hablar con ella, y siempre me contestó que era de todo punto
imposible: si la mamá llegaba a saber algo ¡adiós balcón! Empecé a
sospechar que me iba enamorando y esto me traía inquieto. No podía
pensar en aquella niña sin sentir profunda melancolía como si
personificase mi juventud, mis ensueños de oro, todas mis ilusiones,
que para siempre estaban separados de mí por barrera infranqueable.
Al mismo tiempo me acosaban los remordimientos. ¡Cuál sería el dolor
de mi pobre mujer si llegase a averiguar que su marido andaba por la
corte enamorando chiquillas! Un día recibí carta suya,
participándome que tenía a mi hijo menor un poco indispuesto, y
rogándome que procurase arreglar los negocios y volviese pronto a
casa. La noticia me produjo el disgusto que V. puede suponer; porque
siempre he delirado por mis hijos: y como si aquello fuese castigo
providencial o por lo menos advertencia saludable, después de grave
y prolongada meditación, en que me eché en cara sin piedad, mi
conducta infame y ridícula, canté sin rebozo el yo pecador y resolví
obedecer a mi esposa inmediatamente. Para llevar a cabo este
propósito, lo primero que se me ocurrió fue no acordarme más de
Teresa, ni pasar siquiera por su calle, aunque fuese camino
obligado: después, abreviar cuanto pudiese los asuntos. Según mis
cálculos quedaría libre a los cinco o seis días.
Ya no seguí, pues, la calle de las Infantas como acostumbraba
después de almorzar, ni aun para ir a la de Valverde, donde vivían
unos amigos. Por la noche, después de comer, como no había peligro
de ver a Teresa, la cruzaba velozmente y sin echar una mirada a la
casa.
Pasaron cuatro días; ya no me acordaba de aquella niña, o si me
acordaba era de un modo vago, como la memoria de los días risueños
de la juventud. Tenía casi ultimados mis negocios y andaba
preocupado con la elección del día para marcharme. Será cosa, a más
tardar, del viernes o el sábado, me dije después de comer,
encendiendo un cigarro y echándome a la calle. El ministro se había
negado a rebajar la cuota del Ayuntamiento, lo cual me tenía muy
disgustado. Pensando en lo que había de decir a mis colegas cuando
me viese entre ellos, y en el modo mejor de explicarles la causa del
fracaso, crucé la plaza del Rey y entré en la calle de las Infantas.
La noche era espléndida y bastante templada; llevaba abierto el
gabán y caminaba lentamente gozando con voluptuosidad de la
temperatura, del cigarro y de la seguridad de ver pronto a mi
familia. Al pasar por delante de la casa de la niña me detuve y la
contemplé un instante casi con indiferencia. Y seguí adelante
murmurando: "¡Qué chiquilla tan mona! ¡Lástima será que se la lleve
un tunante!" Después me puse a reflexionar en lo fácil que me
hubiera sido jugar una mala pasada al alcalde y alzarme con el
cargo; pero no; hubiera sido una felonía. Por más que fuese un poco
díscolo y soberbio, al fin era amigo: tiempo me quedaba para ser
alcalde. Pero cuando más embebido andaba en mis pensamientos y
planes políticos, y cuando ya estaba próximo a doblar la esquina de
la calle, he aquí que siento un brazo que se apoya en el mío y una
voz que me dice:
-¿Va V. muy lejos?
-¡Teresa!
Los dos quedamos mudos por algunos instantes; yo contemplándola
estupefacto; ella con la cabeza baja y sin abandonar mi brazo.
-¿Pero dónde va V. a estas horas?
-Me voy con V. -contestó alzando la cabeza y sonriendo como si
dijese la cosa más natural del mundo.
-¿A dónde?
-¡Qué sé yo! Donde V. quiera.
A un mismo tiempo sentí escalofríos de placer y de miedo.
-¿Ha huido V. de su casa?
-¡Qué había de huir!... solamente se la he jugado a Manuel, del modo
más gracioso!... Verá V. cómo se ríe... Me empeñé hoy en ir a la
tertulia de unas primas, que viven en la calle de Fuencarral, y papá
mandó a Manuel que me acompañase. Llegamos hasta el portal y allí le
dije: márchate, que ya no haces falta; y me hice como que subía la
escalera, pero en seguida di la vuelta sin llamar y me vine detrás
de él hasta casa... ¡Cuando le vi entrar me dio una risa, que por
poco me oye!
La chiquilla se reía aún, con tanta gana y tan francamente, que me
obligó a hacer lo mismo.
-¿Y V. por qué ha hecho eso? -le pregunté con la falta de
delicadeza, mejor dicho, con la brutalidad de que solemos estar tan
bien provistos los caballeros.
-Por nada -repuso desprendiéndose de mi brazo repentinamente y
echando a correr.
La seguí y la alcancé pronto.
-¡Qué polvorilla es V.! -le dije echándolo a broma-. ¡Vaya un modo
de despedirse!... Perdón si la he ofendido...
La niña, sin decir nada, volvió a tomar mi brazo. Caminamos un buen
pedazo en silencio. Yo iba pensando ansiosamente en lo que iba a
decir o en lo que iba a hacer, sobre todo en lo que iba a hacer. Al
fin, Teresa lo rompió, preguntándome resueltamente:
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