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Por Leónidas Andréiev
Traducción de Nicolás Tasín
El día
terrible en que se realizó la mayor injusticia del mundo, en que se
crucificó en el Gólgota, entre dos bandidos, a Cristo, ese mismo
día, el comerciante de Jerusalén Ben-Tovit tenía, desde por la
mañana, un dolor horrible de muelas.
Le había comenzado la víspera, al anochecer. Ben-Tovit experimentó
en el lado derecho de la mandíbula, en la muela contigua a la del
juicio, una sensación singular, como si se le hubiera elevado un
poco sobre las otras; cuando la rozaba con la lengua, sentía un
ligero dolor. Pero después de comer, la molestia pasó, Ben-Tovit la
olvidó y acabó de tranquilizarse con el cambio de su viejo asno por
otro joven y vigoroso, negocio que le puso de buen humor.
Durmió con un sueño profundo; pero, al amanecer, algo vino a turbar
su sueño. Se diría que alguien llamaba a Ben-Tovit para algún grave
asunto. No pudiendo ya resistir aquella inquietud, se despertó y se
dio cuenta al punto de que tenía dolor de muelas. Entonces era un
dolor franco y claro, muy violento, un dolor agudo e insoportable. Y
no se podía ya comprender si lo que le dolía era la muela de la
tarde anterior o las demás contiguas a ella. Toda la boca y toda la
cabeza le dolían, como si estuviese mascando millares de clavos
ardiendo. Se enjuagó la boca con un poco de agua del cántaro;
durante unos momentos el dolor se aplacó, y Ben-Tovit experimentó
una ligera tirantez en las muelas. Dicha sensación, comparada con el
dolor de hacía un instante, era incluso agradable. Ben-Tovit se
acostó otra vez, se acordó de su nuevo asno y pensó que sería del
todo feliz a no ser por el dolor de muelas. Trató de volver a
dormirse, pero cinco minutos después el dolor comenzó de nuevo, más
cruel que antes. Ben-Tovit se sentó en la cama y empezó a balancear
el cuerpo acompasadamente. Su rostro adquirió una expresión de
sufrimiento, y en su gran nariz, que había palidecido, apareció una
gota de sudor frío.
Así, balanceándose y gimiendo lastimeramente, permaneció hasta la
salida del sol; de aquel sol que estaba predestinado a ver el
Gólgota con sus tres cruces y a eclipsarse de horror y de tristeza.
Ben-Tovit era un buen hombre, a quien repugnaba la injusticia; pero
cuando su mujer se levantó, le dijo mil cosas desatentas,
lamentándose de que le hubiera dejado solo y no hubiera hecho ningún
caso de sus terribles sufrimientos.
La mujer no se incomodó por estos reproches injustos; no ignoraba
que era el dolor, y en modo alguno la maldad, lo que hacía hablar
así a su marido. Le auxilió, solícita, con no pocos remedios: una
cataplasma, en la mejilla, de estiércol seco y pulverizado; una
infusión muy fuerte de aguardiente y huesos de escorpión; un pedazo
de la piedra en que estaban escritos los diez mandamientos, y que
Moisés rompió en su cólera.
El estiércol aplacó un poco el dolor de Ben-Tovit, pero por breve
tiempo. Los otros remedios produjeron el mismo efecto y, siempre
tras un corto alivio, el dolor volvía a empezar con redoblada
fuerza. Durante los escasos momentos de tregua, Ben-Tovit procuraba
olvidarlo completamente, poniendo el pensamiento en su nuevo asno;
pero cuando se hacía sentir otra vez, empezaba a gemir, a insultar a
su mujer y a decir que se iba a romper la cabeza contra la pared.
Sin cesar iba y venía por el terrado de su casa, sin acercarse
demasiado a la barandilla, para que los transeúntes no le vieran con
la cabeza envuelta en un pañuelo, como una mujer. Con frecuencia,
sus hijos acudían junto a él y referían, interrumpiéndose, algo
relativo a Jesús Nazareno. Ben-Tovit se detenía entonces un instante
para escucharlos; pero ponía luego cara de pocos amigos, hería
iracundo el suelo con el
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Ben-Tovit
[Cuento.
Texto completo]
pie y
echaba a los niños; aunque era un hombre de buen corazón y aunque
amaba a sus hijos, se enojaba con ellos, lleno de fastidio, al oír
aquellas naderías. Le enfadaba también que la calle y los terrados
de las casas vecinas estuvieran llenos de gente que no hacía nada y
le miraba con curiosidad pasearse con la cabeza envuelta en un
pañuelo, como una mujer. Quería ya bajar, cuando su mujer le dijo:
-Mira, conducen a los bandidos; quizá eso te distraiga.
-¡Déjame en paz! -respondió colérico Ben-Tovit-. ¿No ves lo que
sufro?
Pero había en la proposición de su mujer algo como una promesa vaga
de que el dolor de muelas se le aplacaría si miraba a los bandidos,
y se acercó a la barandilla. La cabeza inclinada a un lado, un ojo
cerrado, la mano en la mejilla, miró hacia abajo.
A lo largo de la estrecha calle empinada marchaba, en completo
desorden, una multitud enorme, levantando gran polvareda. Se oían
gritos, centenares de voces mezcladas. En medio de la multitud,
encorvados bajo el peso de las cruces, avanzaban los condenados. Por
encima de sus cabezas, semejantes a serpientes negras, chasqueaban
los látigos de los soldados romanos. Uno de los condenados -el que
tenía largos cabellos rubios y llevaba las vestiduras rotas y
ensangrentadas- tropezó en una piedra que le habían tirado y cayó.
Redobló sus gritos la multitud, que parecía un mar agitado cubriendo
con sus olas la superficie de un islote.
Ben-Tovit, de repente, sintió tal dolor, que se estremeció, como si
alguien le hubiera horadado la muela con una aguja. Lanzó un gemido
lastimero y se apartó de la barandilla, encolerizadísimo,
importándole un bledo cuanto sucedía en la calle.
-¡Dios mío, cómo gritan! -gruñó, imaginándose las bocas muy
abiertas, con las muelas no atormentadas por el dolor.
A no ser por el que le hacía ver las estrellas, hubiera podido
gritar como los demás, quizá más fuerte aún. Al pensar en esto, se
hizo más cruel su sufrimiento, y Ben-Tovit empezó a balancear
furiosamente la cabeza y a lanzar gritos.
-Cuentan que curaba a los ciegos -dijo su mujer, que no se apartaba
de la barandilla ni dejaba de mirar abajo.
Y tiró una piedrecita al sitio por donde pasaba
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Jesús,
que avanzaba lentamente, medio muerto ya a latigazos.
-¡Tonterías! -respondió Ben-Tovit con acento burlón-. ¡Si posee, en
efecto, el don de curar, que me cure a mí el dolor de muelas!
Y tras un corto silencio añadió:
-¡Dios mío, qué polvareda han levantado! ¡Ni que fueran un rebaño!
Debían de echarlos a palos. ¡Llévame abajo, Sara!
Su mujer tenía razón. El espectáculo le había distraído un poco, o
quizá el estiércol pulverizado le había aliviado. El caso es que no
tardó en dormirse. Cuando se despertó, el dolor había desaparecido
casi por completo; sólo el lado derecho de la mandíbula parecía
ligeramente hinchado; tan ligeramente, que apenas se notaba. Al
menos, así lo aseguraba su mujer. Ben-Tovit, escuchándola, sonreía
maliciosamente; bien sabía que a su mujer, por su bondad de corazón,
le gustaba decir cosas agradables.
Un rato después llegó su vecino, el peletero Samuel. Ben-Tovit le
enseñó su nuevo asno, y, lleno de orgullo, escuchó los plácemes de
Samuel a propósito del cuadrúpedo.
Después, a ruegos de Sara, que era muy curiosa, se dirigieron los
tres al Gólgota, a ver a los crucificados. Por el camino, Ben-Tovit
refirió a Samuel, sin omitir detalles, cómo había tenido dolor de
muelas, cómo sintió al principio la molestia en el lado derecho de
la mandíbula, cómo se había despertado al amanecer, atacado,
súbitamente, de un dolor insoportable. Para dar una idea más exacta
de sus sufrimientos, hacía muecas, cerraba los ojos, balanceaba la
cabeza y gemía. Su vecino asentía compasivamente, acariciando su
larga barba blanca, y decía:
-¡Dios mío! ¡Es terrible!
A Ben-Tovit le complacía observar que Samuel apreciaba toda la
intensidad de sus sufrimientos recientes. Refirió por segunda vez
cuanto le había sucedido. Después recordó que hacía ya mucho tiempo
había tenido un dolor de muelas, pero en el lado izquierdo de la
mandíbula inferior.
Así, en conversación animada, subieron al Gólgota. El sol, condenado
a alumbrar el mundo durante aquel día terrible, se había ya ocultado
tras las colinas lejanas. En el firmamento, hacia el Oeste,
llameaba, semejante a un rastro de sangre, una ancha banda roja.
Sobre el fondo del cielo se destacaban vagamente las cruces. Al pie
de la de en medio podían distinguirse siluetas humanas prosternadas.
La multitud se había ido hacía tiempo. Comenzaba a sentirse frío.
Después de dirigir una mirada distraída a los crucificados, Ben-Tovit
cogió a Samuel del brazo, y los tres se encaminaron a la casa. Ben-Tovit
experimentaba un deseo violento de seguir hablando, y comenzó de
nuevo a hablar del dolor que había tenido. Así, charlando, caminaban
Gólgota abajo. Ben-Tovit, animado por las exclamaciones de compasión
que profería de vez en cuando su vecino, daba a su rostro una
expresión de sufrimiento, cerraba los ojos, balanceaba la cabeza,
gemía, mientras de las profundas simas de la montaña y de las
llanuras lejanas ascendía la obscura noche, que parecía deseosa de
ocultar al cielo el gran crimen que se acababa de cometer sobre la
tierra.
FIN
"Ben-Tovit",
por el autor ruso Leónidas Andréiev (1871-1919). 26 Nov 2011
Los
espectros, Madrid, 1919 |
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