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sacudiendo a cada momento la ceniza de mi cigarrillo que el viento
consumía sin que nunca lo llevara a la boca. Lo escuchaba sonriendo
y el hombre que no conozco se acaloraba cada vez más y del humor
pasaba al sentimiento, al entusiasmo y al delirio. La fuga de sus
palabras rápidas, fluyentes, firmes, como si hubieran sido fundidas
en ese instante, acuñadas de nuevo en algún sitio hacía poco tiempo,
me llenaba de una ebriedad muy similar a la que provoca el champaña.
Algo picante y saltarín, un deseo de abrazar y de llorar, de danzar,
de reír de improviso...
En cierto momento su voz me dijo:
-Medite, señor, medite en la grandeza del progreso que se desarrolla
bajo nuestros ojos; en el progreso que lleva a los hombres desde el
pasado hasta el futuro, desde lo que ya no es más hasta lo que
todavía no es, de lo que se recuerda a lo que se espera. Los
salvajes no prevén el futuro, no piensan en el porvenir; no prevén
ni proveen. Pero nosotros, hombres civilizados, hombres nuevos,
vivimos para el futuro y a merced del futuro. Nuestra vida entera se
tiende hacia lo que debe venir, está construida en previsión de lo
que ocurrirá. Nuestros hombres consagran el presente al mañana
(siempre, porque todo presente pasa al mañana que pasará),
respetuosa y valerosamente.
“Este enorme progreso del espíritu profético es lo que hace
desvanecer los peligros, lo que pone en nuestras manos las fuerzas,
lo que hace descubrir nuevas posibilidades, lo que nos vuelve dueños
de la tierra, del mar y del cielo y de una cosa que vale más que
todo eso, oh señor: ¡de nosotros mismos!”
Pero en ese momento un tren expreso llegó a la estación. Su
estruendo solemne en el cruce de las vías, su breve silbato,
decidido, irritado, interrumpieron el discurso del Hombre que no
conozco. Cuando el tren se calmó y no se oyeron más que sordos
bufidos de la locomotora y los viajeros escaparon, el Hombre quiso
todavía continuar pero yo me anticipé:
-Señor Hombre -le dije-, este tren que acaba de llegar, ¿no le ha
sugerido nada que se relacione con nuestra circunstancia? ¿No ha
entendido su respuesta? ¿Quiere que se la repita yo, humilde
traductor, ya que puedo traducir el idioma de los trenes y de muchas
otras cosas? Hasta hace pocos minutos este tren corría a una
velocidad media de ochenta kilómetros por hora, pequeño mundo
apiñado e iluminado a través del campo solitario y neblinoso. Y he
aquí que de pronto se detiene y los habitantes de esta pequeña
ciudad en fuga han desaparecido y el maquinista se seca la frente
con aire poco satisfecho. Las ruedas se han detenido perezosamente
sobre los rieles y los vagones vacíos y oscuros añoran las charlas
de los pasajeros y las valijas multicolores. Así termina una fuga
cuando se viaja sobre rieles. Pero dejemos el tren y volvamos a los
hombres. En este momento se me ocurre algo absurdo y se lo digo a
usted, señor Hombre, y lo digo porque no hay aquí multitudes que
puedan escucharme. Si estuvieran aquí todos los que yo deseo, les
diría:
“Imaginen, humanos, una cosa imposible, absurda, loca, increíble y
espantosa. Imaginen que todo el mundo se detuviese de improviso, en
un instante dado, y que todas las cosas permanecieran en el sitio en
que estaban y que todos los hombres se volvieran inmóviles, como
estatuas, en la actitud en que estaban en ese instante, en la acción
que se hallaban ejecutando... Si esto ocurriera y si a pesar de todo
ello continuara todavía funcionando en los hombres el pensamiento, y
pudieran recordar y juzgar lo que hicieron y lo que estaban
haciendo, y pudieran examinar todo lo que realizaron desde su
nacimiento y meditar en lo que deseaban realizar antes de morir,
¡imagínense cuánta desesperación ardería bajo el trágico silencio de
ese mundo detenido de improviso!
“No sé si
tendrán el valor de escuchar lo horrible que sería. Esfuércense por
unos instantes en ver a todos estos hombres inmovilizados mientras
se hallaban dedicados a su tarea, anhelantes detrás de sus sueños,
instigados por sus sucias pasiones, rudamente empujados por sus
deseos. Véanlos esparcidos por el mundo, como suspendidos por una
catástrofe que los trasmutara en fantoches pensantes, en estatuas
desesperadas. Véanlos en las más repugnantes posiciones y en las más
ridículas, en las más cansadoras y en las más estúpidas. He aquí al
hombre sorprendido en medio de un pesado sueño con la boca
semiabierta como un cadáver borracho; al hombre en el acto amoroso,
extendido como una bestia jadeante sobre la mujer de párpados
cerrados; al hombre que robaba en las tinieblas con falsa mirada y
la lámpara que nunca más se apagará; al juez vestido de negro que
dispensa el infierno y la sangre desde su alto sitial; al miserable
que se arrastra por el fango de la ciudad buscando un hueso y una
moneda; a la mujer que sonríe lascivamente con su rostro empolvado,
en postura insinuante; al mercader de manos
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EL ESPEJO QUE HUYE
Por Giovanni Papini
huesudas que gesticula para lograr diez centavos más; al campesino afanado
con la aguijada en la mano tendida hacia los inmóviles bueyes; al
elegante orador detenido en medio de una sonrisa y de un cumplido;
al soldado que se hallaba con la bayoneta calada ante una puerta
cerrada, y al homicida que preparaba sus venenos en una buhardilla,
y al obrero soñoliento curvado sobre las enormes máquinas
grasientas, inmóviles y siniestras, y al científico que no puede
separar el ojo cansado del microscopio donde han interrumpido su
danza los monstruos invisibles... “Imaginen ahora, si sus ánimos
resisten, pensamientos de todos estos hombres condenados en un mismo
instante ante la conciencia de su muerte. ¿Creen ustedes que habrá
un solo hombre -uno solo, ¿entienden?-, uno solo que esté contento y
satisfecho de ese momento en que el destino lo ha vuelto inmóvil?
¿Creen que para uno solo de estos hombres sería ése el momento de
Fausto, el momento hermoso que querríamos detener, fijar y conservar
para la eternidad? ¡Ustedes no creen realmente esto, no pueden
creerlo!
“El señor Hombre -usted, aquí presente, delante de mí- ha dicho una
gran y tremenda verdad. Los hombres piensan en el futuro, viven para
el futuro, consagran perpetuamente sus días actuales a los mañanas
venideros. Todo hombre no vive más que para aquello que prevé,
aguarda y espera. Toda su vida está hecha de manera que cada
instante tiene valor para él solamente en cuanto él sabe que ese
instante prepara un instante sucesivo, cada hora una hora que
vendrá, cada día un día que seguirá. Toda su vida está hecha de
sueños, de ideales, de proyectos, de expectativas; todo su presente
está hecho de pensamientos en torno a su futuro. Todo lo que es, lo
que está presente, nos parece oscuro, mezquino, insuficiente,
inferior, y nosotros nos consolamos solamente pensando que todo este
presente no es sino un prólogo, un largo y aburrido prólogo, a la
hermosa novela del porvenir. Todos los hombres, lo sepan o no, viven
gracias a esta fe. Si de pronto se les dijese que dentro de una hora
todos morirán, todo lo que hacen y lo que hicieron no tendría para
ellos ningún placer ni sabor ni valor algunos. Sin el espejo del
futuro la realidad actual parecería torpe, sucia, insignificante.
Sin el mañana que permite esperar los desquites, las victorias, las
ascensiones, las promociones y los aumentos, las conquistas y los
olvidos, los hombres no consentirían más en seguir viviendo. Sin el
lejano perfume del mañana no querrían comer el negro pan del hoy.
“Piensen, pues, en estos hombres detenidos de pronto, que no pueden
actuar más pero que todavía piensan. Imaginen a estos hombres
prisioneros de un eterno hoy, sin la liberación de la conciencia.
¿Qué pensarán estos hombres?
¡Qué
dolor atroz debe roer sus vísceras y amputar sus nervios! Inmóviles
en sus posiciones vergonzosas y delictivas, tristes e idiotas, sin
posibilidades de esperanza, sin luz de sueños, sin dulzura de
proyectos, con las alas tronchadas, las piernas atadas, las manos
encadenadas, como una enorme multitud de prisioneros al estilo de
Miguel Ángel, reducidos a las ataduras de sus vidas mezquinas,
melancólicas, repugnantes; ataduras de esa vida que soportaban
solamente con la esperanza y la expectativa de vidas más bellas y
más grandes: ellos, esos condenados a la perpetua inacción,
reconocerán con infinita rabia la absurda estupidez de su vida
anterior. Pensarán que todo el presente era sacrificado por ellos en
pos de un futuro, que a su vez se volvería presente y sería
sacrificado a su vez por otro futuro y así hasta el último presente,
hasta la muerte. Todo el valor del hoy estaba en el mañana y el
mañana valía solamente por otro mañana y así llegaba el último hoy,
el hoy definitivo, y así la vida entera había transcurrido para
preparar de día en día, de hora en hora, de momento en momento lo
que no llega nunca. Y ellos descubrirán esta tremenda cosa: que el
futuro no existe como futuro, que el futuro no es más que una
creación y una parte del presente, y que soportar la vida inquieta,
la vida triste, la vida doliente por este |
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futuro
que de día en día huye y se aleja es la más dolorosa necedad de esta
estúpida vida.
“Humanos,
nosotros perdemos la vida por la muerte; consumimos lo real por lo
imaginario, valoramos los días sólo porque nos conducen a días que
no tendrán otro valor que el de traernos otros días idénticos a
ellos... ¡Humanos: toda la vida es un fraude atroz que ustedes
mismos traman para el daño propio, y solamente los demonios pueden
reír fríamente de la carrera de ustedes hacia el espejo que huye!”
Un nuevo expreso, pitando y tronando, entró en la estación, y una
vez más los viajeros huyeron y el maquinista se enjugó la frente con
aire poco satisfecho. El Hombre que no conozco estaba siempre ante
mí -de sobretodo, con dos violetas en el ojal-, aunque lo hubiese
olvidado del todo.
-He aquí -le dije- mis ideas sobre el progreso, sobre el porvenir y
sobre la vida. Ciertamente, usted no está de acuerdo conmigo pero yo
estoy de acuerdo con alguien; por ejemplo, con la niebla que a
menudo intenta cubrir el mundo y esconder el hombre al hombre, la
miseria al desprecio, la fealdad a la melancolía. Y yo amo
muchísimo, señor Hombre, los trenes que se detienen tras las
inútiles fugas y la niebla que vela lo que no se puede destruir.
El hombre que no conozco se había vuelto nervioso y todo su
entusiasmo había desaparecido como un hilo de humo. En vez de
responder, se quitó del ojal una de sus violetas y me la ofreció. Yo
la tomé con una inclinación, la acerqué a la nariz y su leve perfume
me gustó.
El retrato que acompaña este cuento nos habla muy bien del personaje
que le escribiera a principios del siglo XX: es la imagen de un ser
contradictorio, de pensamiento abigarrado, marioneta de las pasiones
más contrarias –el fascismo y la libertad, la imaginación y el
fascismo, Dios y la libertad, Dios y el fascismo, la muerte y la
libertad-; pluma incesante y nerviosismo visceral de aquellos que
siempre parecen a punto de devenir en crisis, nuestro genial anti-héroe
literario fue un ser humano nada convencional, al que demolieron y
atizaron los más contradictorios demonios y fantasmas; un sabio
equívoco y siempre presto al anatema, la diatriba y la pugnacidad.
Jorge Luis Borges, que le amara sin sonrojo, y que le incluye en
casi todas sus compilaciones, escribió de este italiano, genial e
injustamente olvidado: “Si alguien en este siglo es equiparable al
egipcio Proteo, ese alguien es Giovanni Papini, que alguna vez
firmara Gian Falco, historiador de la literatura y poeta,
pragmatista y romántico, ateo y después teólogo". Nacido en
Florencia en 1881 y muerto en 1956, Papini fue periodista,
cuentista, novelista y poeta. Su obra, demasiado extensa para que
los mejores hallazgos no terminen ahogados, fue equívocamente
difundida por la crítica, que elevó a sucesos sus títulos más
convencionales, despreciando tácitamente sus mejores instantes,
sobre todo contenidos en su obra cuentística, de un peculiarísimo
misterio y una belleza inasible. Su proximidad al fascismo minaron
durante décadas su vida y su obra. Al final se acogió a un
catolicismo arrepentido y pasó sus últimos días en un convento.
Entre sus obras podemos destacar: Gog, El diablo, El libro negro, El
trágico cotidiano,
El espejo que huye es una síntesis de eficacia narrativa y reflexión
filosófica, que bien puede contarse entre las piezas más hermosas
del género en el pasado siglo.
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Giovanni Papini (nacido el 9 de enero de 1881 en Florencia,
Italia; falleció el 8 de julio de 1956 en Florencia), periodista,
crítico, poeta y novelista, una de las figuras literarias italianas
más francas y controvertidas de principios y mediados del siglo XX.
. Fue influyente primero como editor y escritor ferozmente
iconoclasta, luego como líder del futurismo italiano y, finalmente,
como portavoz de la creencia religiosa católica romana.
Aunque en gran parte autodidacta, Papini pronto se convirtió en un
líder literario en Florencia. Fue fundador de una influyente revista
literaria florentina, Leonardo (1903). Durante este período,
escribió varias obras violentamente antitradicionalistas, como Il
crepuscolo dei filosofi (1906; "El crepúsculo de los filósofos"), en
el que expresó su desencanto con las filosofías tradicionales. Uno
de sus libros más conocidos y traducidos con mayor frecuencia es la
novela autobiográfica Un uomo finito (1912; A Man — Finished; título
estadounidense, The Failure), un relato sincero de sus primeros años
en Florencia y sus deseos de certeza ideológica y personal. logro.
Papini ya se había convertido en un entusiasta seguidor del
futurismo, y fundó otra publicación florentina, Lacerba (1913), para
promover sus objetivos. En 1921, Papini fue reconvertido al
catolicismo romano en el que había sido criado. Siguieron varias
obras religiosas, especialmente Storia di Cristo (1921; La historia
de Cristo), una recreación viva y realista de la vida de Jesús; Pane
e vino (1926; "Bread and Wine"), un volumen de poesía religiosa; y
Sant’Agostino (1929; San Agustín).
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