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Una vez
que el buitre de los Alpes se hubo enterado de toda suerte de
detalles acerca de la vida y las costumbres del lugar, y después de
haber manifestado su profunda satisfacción por el hecho de que no
existiera allí ninguna clase de lugares nocturnos, ni buenos ni
malos, dejó al pobre lirón en libertad y se dispuso a buscar un
lugar donde afincarse. La suerte le seguía sonriendo, y antes de que
cayera la noche ya había conseguido alquilar en las cercanías del
mercado una tienda elegantísima con su correspondiente vivienda, que
daba a los fondos de la casa, cada habitación con entrada
independiente.
Los días y las semanas fueron transcurriendo en la mayor de las
calmas; los vecinos ya habían olvidado por completo sus temores del
comienzo y las calles del pueblo se hallaban animadas como siempre
por el murmullo alegre de sus habitantes. Prolijamente escrito con
letra cursiva, podía leerse en el cartel de madera que colgaba sobre
la entrada de la tienda recién inaugurada: CORBATAS EN TODOS LOS
COLORES. Vende AMADEO Knödlseder (se conceden rebajas), y todos se
agolpaban para admirar las llamativas mercancías expuestas en el
escaparate.
austriaco Gustav Meyrink (1868-1932).
Antes,
cuando pasaban las bandadas de patos silvestres haciendo alarde de
las brillantes corbatas con que los había obsequiado la naturaleza,
en la aldea reinaba siempre cierto malestar motivado por la mal
disimulada envidia. ¡Pero cómo habían cambiado las cosas ahora! Todo
vecino que se preciaba de ser alguien poseía una corbata de
primerísima calidad y mucho, mucho más brillante todavía. Las había
rojas, azules, amarillas, y hasta hubo quien hallara una a cuadros
entre tanta maravilla; sin hablar del señor alcalde, que se había
conseguido una tan larga, que al andar se le enredaba constantemente
entre las patas delanteras.
La firma Amadeo Knödlseder se hallaba en boca de todo el pueblo para
señalar, antes que nada, las virtudes personales de que hacía gala
su propietario, de todas las virtudes ciudadanas. Ahorrativo,
trabajador, diligente y medido en sus costumbres (solo bebía
limonada). Durante el día atendía a su clientela, en la tienda
propiamente dicha, y de tanto en tanto invitaba a algún comprador
especialmente seleccionado a que pasara a las dependencias del
fondo, donde solía permanecer luego largo rato, haciendo seguramente
anotaciones en el libro mayor. Tal la creencia general, ya que en
esas ocasiones se lo oía eructar ruidosamente, y todo el mundo sabe
que, tratándose de un comerciante próspero, eso es signo de una gran
actividad mental.
El hecho de que el visitante no abandonara nunca el comercio por la
parte de adelante, no llamaba mayormente la atención. ¡Habiendo
tantas salidas por la parte de atrás! Después del cierre, Amadeo
Knödlseder solía sentarse en un escarpado para tocar melodías
románticas en su dulzaina, hasta que la adorada de su corazón -una
gamuza solterona, con lentes y manta escocesa- se acercaba con sus
breves pasitos por las rocas de enfrente. Entonces la saludaba con
un mudo y rendido gesto y ella contestaba con un recatado movimiento
de su cabecita. Ya
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se estaba
corriendo la voz de que ahí tenía que haber algo, y los enterados
aprobaban con regocijo la tierna relación, ya que resultaba
realmente edificante poder presenciar con los propios ojos un cambio
tan favorable en la vida de un individuo con las taras hereditarias
que necesariamente debía tener todo buitre de los Alpes.
Lo único que impedía que la felicidad del pueblito fuese completa,
era la circunstancia -tan desdichada como sorprendente- de que el
número de la población disminuía de un modo inexplicable, casi se
podría afirmar que de semana en semana. Ya no quedaba una sola
familia de lirones que no hubiera registrado a uno de sus miembros
en la sección de personas desaparecidas. Se barajaban un sin fin de
posibilidades, y se seguía aguardando, pero ninguno de los
familiares echados de menos regresaba al hogar.
Y cierto día se notó la falta de... ¡nada menos que la señorita
gamuza! Hallaron su frasquito de sales al borde de unos riscos;
parecía casi evidente que había caído al fondo del abismo a
consecuencia de alguno de sus acostumbrados vahídos. La congoja de
Amadeo Knödlseder era total. Una y otra vez descendía con las alas
desplegadas hasta el lugar en que presumiblemente yacía su bienamada
para -así afirmaba él con desconsuelo-, hallar por lo menos sus
restos y poder darles cristiana sepultura. Y, entre vuelo y vuelo,
se le podía ver sentado entre las piedras -en la boca un
mondadientes- con la vista perdida en el vacío.
Llegó al extremo de descuidar por completo su comercio de corbatas.
Y entonces, cierta noche, se produjo una relación terrible. El
propietario del inmueble -un viejo gruñón y chismoso- hizo su
aparición en el destacamento de policía exigiendo que se forzara la
entrada a la tienda y se secuestraran todas las existencias, ya que
no estaba dispuesto a seguir esperando un solo día más el pago del
alquiler adeudado.
-¡Hum! ¡Qué extraño! ¿El señor Knödlseder adeuda el alquiler? -el
oficial de guardia no podía creerlo-, ¿y para qué demonios tirar
abajo la puerta? ¡A esta hora debe estar en casa durmiendo, con
despertarlo basta!
-¿Ese y en casa? -el viejo lirón estalló en una sonora carcajada-
¿Nada menos que ese? ¡Pero si nunca regresa antes de las cinco de la
madrugada y siempre borracho como una cuba!
-¿Borracho? -el oficial de guardia comenzó a impartir órdenes.
Ya comenzaban a asomar las primeras luces del alba, y los esbirros
seguían chorreando sudor tratando de forzar el pesado candado que
mantenía cerrada la parte del fondo de la tienda. Una multitud
excitadísima se paseaba de aquí para allá en la plaza del mercado.
-¡Quiebra fraudulenta! No, falsificación de letras de cambio -y así
iban cambiando sucesivamente las diversas versiones.
-¡Jí, jí, quiebra fraudulenta! ¡Háganme el favor! ¡Jí!
El que así se expresaba era nada menos que el anciano comerciante de
granos, que desde |
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aquel
encuentro tan enojoso con Knödlseder no se había dejado ver nunca
más en la vía pública.
El
desconcierto general iba creciendo y creciendo. Hasta las elegantes
damitas que regresaban a casa -de vaya a saber uno qué diversiones-
envueltas en sus finas pieles, hacían parar sus coches para
preguntar qué sucedía. Y de pronto un ruido formidable: la puerta
había cedido por fin a la presión de los más forzudos. ¡Y qué
horrible espectáculo se ofrecía ahora a la vista de los azorados
concurrentes! De la habitación abierta salía un olor nauseabundo y
adonde quiera que uno dirigiera la mirada: trozos de piel masticados
y vueltos a escupir, huesos roídos apilados en montones que llegaban
hasta casi el cielorraso, huesos sobre la mesa, huesos en los
estantes, hasta en los cajones de la cómoda y en la caja fuerte:
huesos y más huesos. La multitud quedó como paralizada; ahora ya no
cabía duda acerca del paradero de los vecinos desaparecidos.
Knödlseder se los había comido, no sin antes despojarlos de la
mercadería previamente adquirida... ¡un segundo "Joyero Cardillac"
de la novela de la señorita de Scuderi!
-¿Y qué me cuentan ahora de la quiebra fraudulenta? -comenzó de
nuevo el viejo marmota acaparador de granos. Ahora todos lo
admiraban por haber sido tan inteligente como para prohibirle a su
familia todo trato con ese asesino sinvergüenza.
-¿Cómo es posible, estimado vecino, que usted fuese el único que
mantuviera en pie su desconfianza? ¡Había tantas razones para
suponer que podía haber cambiado...!
-¿Un buitre de los Alpes cambiar? -preguntó el anciano, siempre con
el mismo tono de burla-. ¡El que fue buitre alguna vez, seguirá
siendo buitre durante el resto de su vida, y más si se trata de un
buitre de los Alp...! -no pudo seguir hablando: voces humanas se
acercaban. ¡Turistas!
En
un abrir y cerrar de ojos, todos los lirones desaparecieron.
Incluido el marmota sabio.
-¡Qué belleza! ¡Una verdadera maravilla! ¡Qué soberbio amanecer! ¡Ohhhh!
-exclamaba una de las voces. Pertenecía a una rubicunda damisela, de
nariz respingada, que acto seguido se hizo ver en la meseta
horadando el aire con su ondulante busto, los ojos muy abiertos y
redondos como dos huevos fritos (solo que no tan amarillos, sino más
bien azules) y enterando a quien quisiera enterarse de su romántica
apreciación de la naturaleza-. ¡Ohhhh! Y ahora, en medio de este
paisaje, con el que madre natura ha sido tan, pero tan pródiga, ya
no le permitiría repetir, señor Klempe, lo que me dijera abajo en el
valle acerca de los italianos. Ya verá usted. Cuando la guerra haya
terminado, los italianos van a ser los primeros en venir a tendernos
la mano y reconocer:
-¡Querida Alemania, perdónanos, pero esta vez prometemos cambiar!
FIN
"Amadeus Knödlseder, der unverbesserliche lämmergeier", 1916
"Amadeus Knödlseder, el incorregible buitre de los Alpes", por el
autor
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