El Imparcial-Pagina 11

 

Pereira, Colombia -  Edición: 12.505-85 - Fecha: 05-19-2019                                                                                                                                 

GENERAL                                                                         Pg. 1-13

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Una vez que el buitre de los Alpes se hubo enterado de toda suerte de detalles acerca de la vida y las costumbres del lugar, y después de haber manifestado su profunda satisfacción por el hecho de que no existiera allí ninguna clase de lugares nocturnos, ni buenos ni malos, dejó al pobre lirón en libertad y se dispuso a buscar un lugar donde afincarse. La suerte le seguía sonriendo, y antes de que cayera la noche ya había conseguido alquilar en las cercanías del mercado una tienda elegantísima con su correspondiente vivienda, que daba a los fondos de la casa, cada habitación con entrada independiente.


Los días y las semanas fueron transcurriendo en la mayor de las calmas; los vecinos ya habían olvidado por completo sus temores del comienzo y las calles del pueblo se hallaban animadas como siempre por el murmullo alegre de sus habitantes. Prolijamente escrito con letra cursiva, podía leerse en el cartel de madera que colgaba sobre la entrada de la tienda recién inaugurada: CORBATAS EN TODOS LOS COLORES. Vende AMADEO Knödlseder (se conceden rebajas), y todos se agolpaban para admirar las llamativas mercancías expuestas en el escaparate.

austriaco Gustav Meyrink (1868-1932).

 

Antes, cuando pasaban las bandadas de patos silvestres haciendo alarde de las brillantes corbatas con que los había obsequiado la naturaleza, en la aldea reinaba siempre cierto malestar motivado por la mal disimulada envidia. ¡Pero cómo habían cambiado las cosas ahora! Todo vecino que se preciaba de ser alguien poseía una corbata de primerísima calidad y mucho, mucho más brillante todavía. Las había rojas, azules, amarillas, y hasta hubo quien hallara una a cuadros entre tanta maravilla; sin hablar del señor alcalde, que se había conseguido una tan larga, que al andar se le enredaba constantemente entre las patas delanteras.

La firma Amadeo Knödlseder se hallaba en boca de todo el pueblo para señalar, antes que nada, las virtudes personales de que hacía gala su propietario, de todas las virtudes ciudadanas. Ahorrativo, trabajador, diligente y medido en sus costumbres (solo bebía limonada). Durante el día atendía a su clientela, en la tienda propiamente dicha, y de tanto en tanto invitaba a algún comprador especialmente seleccionado a que pasara a las dependencias del fondo, donde solía permanecer luego largo rato, haciendo seguramente anotaciones en el libro mayor. Tal la creencia general, ya que en esas ocasiones se lo oía eructar ruidosamente, y todo el mundo sabe que, tratándose de un comerciante próspero, eso es signo de una gran actividad mental.

El hecho de que el visitante no abandonara nunca el comercio por la parte de adelante, no llamaba mayormente la atención. ¡Habiendo tantas salidas por la parte de atrás! Después del cierre, Amadeo Knödlseder solía sentarse en un escarpado para tocar melodías románticas en su dulzaina, hasta que la adorada de su corazón -una gamuza solterona, con lentes y manta escocesa- se acercaba con sus breves pasitos por las rocas de enfrente. Entonces la saludaba con un mudo y rendido gesto y ella contestaba con un recatado movimiento de su cabecita. Ya
 

 

 

 

se estaba corriendo la voz de que ahí tenía que haber algo, y los enterados aprobaban con regocijo la tierna relación, ya que resultaba realmente edificante poder presenciar con los propios ojos un cambio tan favorable en la vida de un individuo con las taras hereditarias que necesariamente debía tener todo buitre de los Alpes.

Lo único que impedía que la felicidad del pueblito fuese completa, era la circunstancia -tan desdichada como sorprendente- de que el número de la población disminuía de un modo inexplicable, casi se podría afirmar que de semana en semana. Ya no quedaba una sola familia de lirones que no hubiera registrado a uno de sus miembros en la sección de personas desaparecidas. Se barajaban un sin fin de posibilidades, y se seguía aguardando, pero ninguno de los familiares echados de menos regresaba al hogar.


Y cierto día se notó la falta de... ¡nada menos que la señorita gamuza! Hallaron su frasquito de sales al borde de unos riscos; parecía casi evidente que había caído al fondo del abismo a consecuencia de alguno de sus acostumbrados vahídos. La congoja de Amadeo Knödlseder era total. Una y otra vez descendía con las alas desplegadas hasta el lugar en que presumiblemente yacía su bienamada para -así afirmaba él con desconsuelo-, hallar por lo menos sus restos y poder darles cristiana sepultura. Y, entre vuelo y vuelo, se le podía ver sentado entre las piedras -en la boca un mondadientes- con la vista perdida en el vacío.


Llegó al extremo de descuidar por completo su comercio de corbatas. Y entonces, cierta noche, se produjo una relación terrible. El propietario del inmueble -un viejo gruñón y chismoso- hizo su aparición en el destacamento de policía exigiendo que se forzara la entrada a la tienda y se secuestraran todas las existencias, ya que no estaba dispuesto a seguir esperando un solo día más el pago del alquiler adeudado.


-¡Hum! ¡Qué extraño! ¿El señor Knödlseder adeuda el alquiler? -el oficial de guardia no podía creerlo-, ¿y para qué demonios tirar abajo la puerta? ¡A esta hora debe estar en casa durmiendo, con despertarlo basta!


-¿Ese y en casa? -el viejo lirón estalló en una sonora carcajada- ¿Nada menos que ese? ¡Pero si nunca regresa antes de las cinco de la madrugada y siempre borracho como una cuba!


-¿Borracho? -el oficial de guardia comenzó a impartir órdenes.


Ya comenzaban a asomar las primeras luces del alba, y los esbirros seguían chorreando sudor tratando de forzar el pesado candado que mantenía cerrada la parte del fondo de la tienda. Una multitud excitadísima se paseaba de aquí para allá en la plaza del mercado.


-¡Quiebra fraudulenta! No, falsificación de letras de cambio -y así iban cambiando sucesivamente las diversas versiones.


-¡Jí, jí, quiebra fraudulenta! ¡Háganme el favor! ¡Jí!


El que así se expresaba era nada menos que el anciano comerciante de granos, que desde

 

 

aquel encuentro tan enojoso con Knödlseder no se había dejado ver nunca más en la vía pública.
 

El desconcierto general iba creciendo y creciendo. Hasta las elegantes damitas que regresaban a casa -de vaya a saber uno qué diversiones- envueltas en sus finas pieles, hacían parar sus coches para preguntar qué sucedía. Y de pronto un ruido formidable: la puerta había cedido por fin a la presión de los  más forzudos. ¡Y qué horrible espectáculo se ofrecía ahora a la vista de los azorados concurrentes! De la habitación abierta salía un olor nauseabundo y adonde quiera que uno dirigiera la mirada: trozos de piel masticados y vueltos a escupir, huesos roídos apilados en montones que llegaban hasta casi el cielorraso, huesos sobre la mesa, huesos en los estantes, hasta en los cajones de la cómoda y en la caja fuerte: huesos y más huesos. La multitud quedó como paralizada; ahora ya no cabía duda acerca del paradero de los vecinos desaparecidos. Knödlseder se los había comido, no sin antes despojarlos de la mercadería previamente adquirida... ¡un segundo "Joyero Cardillac" de la novela de la señorita de Scuderi!


-¿Y qué me cuentan ahora de la quiebra fraudulenta? -comenzó de nuevo el viejo marmota acaparador de granos. Ahora todos lo admiraban por haber sido tan inteligente como para prohibirle a su familia todo trato con ese asesino sinvergüenza.


-¿Cómo es posible, estimado vecino, que usted fuese el único que mantuviera en pie su desconfianza? ¡Había tantas razones para suponer que podía haber cambiado...!


-¿Un buitre de los Alpes cambiar? -preguntó el anciano, siempre con el mismo tono de burla-. ¡El que fue buitre alguna vez, seguirá siendo buitre durante el resto de su vida, y más si se trata de un buitre de los Alp...! -no pudo seguir hablando: voces humanas se acercaban. ¡Turistas!


En un abrir y cerrar de ojos, todos los lirones desaparecieron. Incluido el marmota sabio.


-¡Qué belleza! ¡Una verdadera maravilla! ¡Qué soberbio amanecer! ¡Ohhhh! -exclamaba una de las voces. Pertenecía a una rubicunda damisela, de nariz respingada, que acto seguido se hizo ver en la meseta horadando el aire con su ondulante busto, los ojos muy abiertos y redondos como dos huevos fritos (solo que no tan amarillos, sino más bien azules) y enterando a quien quisiera enterarse de su romántica apreciación de la naturaleza-. ¡Ohhhh! Y ahora, en medio de este paisaje, con el que madre natura ha sido tan, pero tan pródiga, ya no le permitiría repetir, señor Klempe, lo que me dijera abajo en el valle acerca de los italianos. Ya verá usted. Cuando la guerra haya terminado, los italianos van a ser los primeros en venir a tendernos la mano y reconocer:


-¡Querida Alemania, perdónanos, pero esta vez prometemos cambiar!


FIN


"Amadeus Knödlseder, der unverbesserliche lämmergeier", 1916
"Amadeus Knödlseder, el incorregible buitre de los Alpes", por el autor

 
 

 

 

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