El Imparcial-Pagina 10

 

                                                                                                                                  Pereira, Colombia -  Edición: 12.505-85 - Fecha: 05-19-2019

Magazín Literario                                                               Pg. 1-13

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-¡Knödlseder, hazte a un lado! -ordenó Andreas Humplmeier, el águila real, apoderándose bruscamente del trozo de carne que la mano dadivosa del guardián había arrojado a través de las rejas.


-Porquería de animal, ojalá se muera -protestaba indignadísimo el anciano buitre de los Alpes, que en los largos años de encierro se había vuelto terriblemente corto de vista y no podía soportar que se aprovecharan de una manera tan irrespetuosa de su inferioridad; voló hacia una de las barras y desde ahí escupió finalmente con la esperanza de dar en su adversario.

Pero Humplmeier no se turbó en absoluto; con la cabeza metida en un rincón devoró impasible la carne recién hurtada limitándose tan solo a levantar despectivamente las plumas de su cola mientras se mofaba:


-¡No te pongas belicoso, que te doy una cachetada!


¡Y esta ya era la tercera vez que Amadeo Knödlseder se quedaba sin cenar!

-¡Esto no puede seguir así -rezongaba cerrando los ojos para no tener que ver la sonrisa desvergonzada que le dirigía el marabú de la jaula vecina y que quietecito en su rincón aparentaba estar "dando gracias a Dios", una actividad a la que su condición de pájaro sagrado parecía obligarlo sin darle casi ningún descanso-, esto no puede seguir así!

Knödlseder dejó que los acontecimientos de las últimas semanas volvieran a sucederse en su memoria: tenía que reconocer que al principio la conducta indudablemente original del águila real le había causado cierta gracia; especialmente en aquella oportunidad en que a la jaula vecina habían traído dos pajarracos delgadísimos -zancudos igual que las cigüeñas- y tremendamente petulantes; cuando hicieron su entrada, el águila exclamó:


-¡Epa, epa, qué es esto! ¿Qué clase de alimañas son?

-Somos grullas vírgenes -fue la respuesta.


-Para quien se lo quiera creer -había respondido el águila real para regocijo de todos los presentes; pero lástima que pronto el carácter zumbón de este muchacho también se volvió contra él, y fue así que un día se puso secretamente de acuerdo con un cuervo, que hasta entonces había sido un compañero bastante agradable, y aprovechando el hecho de que una niñera se había acercado imprudentemente al enrejado con su cochecito de bebé, le sustrajeron la goma de una de las ruedas; luego colocaron el caño de goma en el comedero de la jaula y el águila real había tenido el tupé de señalarlo con el pulgar diciendo:


-Amadeo, ahí tienes un chorizo.


Y él, que hasta el momento había sido el orgullo del Jardín Zoológico, él, el venerado buitre de los Alpes... se lo creyó: se apoderó del caño de goma y lo llevó en rápido vuelo hasta su barra, donde comenzó a tironear y tironear hasta que el caño se fue haciendo cada vez más largo y finito, rompiéndose por fin arrojándolo hacia atrás con violencia, de modo que, por primera vez en su vida, cayó al suelo provocándose una dolorosa torcedura en el cogote. Inconscientemente, Knödlseder se estaba tanteando ahora, al recordarlo, la parte lastimada. Y de nuevo lo acometió un ataque de furia, pero se dominó rápidamente para no darle al marabú la ocasión de una nueva burla. Echó una rápida mirada hacia abajo: no, por suerte el antipático animalejo no había notado nada y seguía tranquilamente hincado "dando gracias a Dios".

Esta noche se concreta una huida, resolvió el buitre de los Alpes tras largo cavilar: "prefiero la libertad con su lucha por la vida, antes que permanecer un solo día más con ese ser indigno". Un breve ensayo le confirmó que las bisagras de la puerta de la jaula seguían oxidadas -un secreto que ya conocía desde hacía mucho tiempo y que guardaba celosamente para sí-, lo que facilitaba considerablemente sus planes.

Consultó su reloj de bolsillo: ¡Las nueve! ¡Pronto sería de noche! Esperó una hora más y comenzó a empacar silenciosamente su maleta. Un camisón, tres pañuelos (se los acercó uno por uno a los ojos: ¿llevaban las iniciales A. K.?, sí, eran los suyos), su libro de misa con el trébol de cuatro hojas guardado cuidadosamente entre las gastadas páginas, y por fin -una lágrima nostálgica mojó sus párpados- el viejo y querido braguero, pintado amorosamente para simular un cuero de víbora, que su dulce madrecita le había regalado para Pascuas pocos días antes de que manos humanas lo secuestraran ... y con el que tanto le había gustado jugar.
 

   

Amadeus Knödlseder, el incorregible buitre de los Alpes
[Cuento. Texto completo.]

 


Por Gustav Meyrink

 

Bueno, ya estaba todo listo. La maleta cerrada y la llave bien guardada en su buche. Casi me convendría, pensaba Knödlseder, esperar a que el señor Director me diera un certificado de buena conducta. Nunca se puede saber...; pero desechó este pensamiento casi de inmediato; no sin razón, se dijo que a pesar de su proverbial ingenuidad, la dirección del Jardín Zoológico podría no estar de acuerdo con su partida.


-No, creo que me conviene más dormir una horita.


Ya estaba a punto de cobijar la cabeza bajo el ala, cuando lo sobresaltó un ruido sospechoso. Aguzó el oído. No era nada de importancia: el marabú, que secretamente era un gran adicto a los juegos de azar, estaba jugando al par o impar bajo palabra de honor consigo mismo a la tenue luz de la luna. Y lo hacía de la siguiente manera: tragaba un puñado de piedritas y volvía a escupir algunas: si el número que resultaba de esta operación era impar, había "ganado". El buitre de los Alpes lo estuvo observando durante un buen rato divirtiéndose de lo lindo al ver que el marabú perdía a cada rato, hasta que un nuevo ruido -proveniente esta vez de la construcción de cemento que embellecía el interior de la jaula- distrajo abruptamente su atención. Era un cuchicheo y estaba dirigido a él:


-Pst, señor Knödlseder.

-¿Qué hay? -contestó el buitre de los Alpes con el mismo tono de voz y bajó volando suavemente de su barra.

Era un erizo, que si bien era un bávaro de nacimiento igual que el águila real, se diferenciaba fundamentalmente de este por su carácter apacible y bonachón, enemigo declarado de las bromas pesadas.

-Usted está por huir -comenzó diciendo mientras señalaba la maleta. Por un instante el buitre de los Alpes pensó terminar con esta intromisión cerrando la boca del erizo para siempre -por pura cautela, se entiende-, pero la confiada mirada de su interlocutor lo desarmó por completo-. ¿Conoce usted bien los alrededores de Munich, señor Knödlseder?


-No -tuvo que reconocer sorprendido el buitre de los Alpes.


-Ya me parecía. Yo le puedo ser de utilidad. Bueno, primero: en cuanto salga, doble hacia la izquierda y se mantiene sobre su mano derecha. Después usted mismo se va a dar cuenta. Y después ... -el erizo hizo una pausa para aspirar con admirable rapidez una pizquita de rapé-, y después sigue volando derechito para adelante. Y mucha suerte en el viaje, señor vecino -cerró el erizo su locución y desapareció.


Todo resultó a las mil maravillas. Antes de que amaneciera, Amadeo Knödlseder había logrado abrir silenciosamente la puerta de la jaula, y después de haberse apoderado del sombrerito tirolés y los tiradores bordados propiedad de Humplmeier, que a la sazón roncaba como un aserradero, tomó su maletita y ahuecó el ala puntualmente. Y aunque toda esta actividad logró sacar al marabú de su sueño siempre tan liviano, nada desagradable sucedió, ya que el muy beato se creyó nuevamente obligado a colocarse en su rincón para dar gracias a Dios.

-¡Uf, cuánta chatura! -protestaba el buitre de los Alpes a la vista de la ciudad sumida en sueños, tal como se le mostraba a la primera luz rosada del día mientras volaba hacia el Sur- ¡y a esto lo llaman metrópolis del arte!

Acalorado por el esfuerzo desacostumbrado, pronto se sintió sediento, y al divisar un pueblito que le pareció simpático se decidió a bajar y regalarse con una buena medida de cerveza. Comenzó a pasearse muy orondo por las calles dormidas. A esa hora parecía no haber ninguna taberna abierta. La única tienda que ofrecía una excepción a esta inactividad mortal era una cuyo cartel rezaba: Almacén de Ramos Generales, de Bárbara Muschelknaus.
 

 

 

El buitre de los Alpes se detuvo delante del abigarrado escaparate y lo estudió con atención: de pronto cruzó por su cerebro un pensamiento luminoso. Abrió la puerta de la tienda y entró muy decidido. Durante la noche anterior ya lo había estado atormentando el problema de cómo ganarse la vida una vez que estuviera afuera. ¿Andar volando por ahí en busca de un botín? ¿Con esta vista que ya no me sirve para nada? ¿Probar qué tal me va con la fabricación de guano? Humm, para eso se necesita en primer término, comer, y comer mucho: ex nihilo nihü fit; pero ahora, súbitamente, se le abría un camino nuevo.

-¡Cielos, qué animalejo más repulsivo! -chilló la vieja señora Muschelknaus al contemplar el primer cliente de la jornada; pero se tranquilizó muy pronto cuando Amadeo Knödlseder, tras palmearle cariñosamente las mejillas, le dio a entender con palabras cuidadosamente escogidas que necesitaba completar su equipaje con una colección de corbatas de muy buen gusto, como las que estaban expuestas en el escaparate.


Conquistada por el comportamiento tan educado y jovial del buitre de los Alpes, la vieja comenzó a apilar con diligencia docenas de corbatas sobre el mostrador. Y al distinguido caballero le gustaban todas, tanto es así que pidió que se las fuera acomodando en una caja de cartón, sin discutir el precio. Con respecto a la más cara de todas, una color rojo fuego, solo comentó que quería llevarla puesta, y mirando a la dueña con ojos soñadores le rogó que se la atara alrededor de su flaco cuello; mientras ella así lo hacía, él canturreaba:


Un beso ardiente de tu boca de rosa me recuerda aquellos rojos amaneceres, hurrá; hurrá, hurrá, hurrá.
 

-Vaya, qué bien le queda -exclamó feliz la vieja-. ¡Pero si parece un verdadero (picapleitos de parranda, casi se le escapa)... duque!


-Bueno, ahora, y si no le ocasiona demasiadas molestias, le pediría un vaso de agua fresca -trinó el buitre de los Alpes.


Casi loca de contento, la pobre salió corriendo hacia las habitaciones traseras de la casa; y apenas hubo desaparecido de la vista, Amadeo Knödlseder tomó la caja de cartón, salió como disparado de la tienda y en menos de un minuto ya se hallaba flotando por los aires rumbo al azul del cielo. Y aunque pronto se hicieron oír los improperios lanzados a viva voz por la tendera, el desalmado no sintió el menor remordimiento; con la maleta en la izquierda y la caja de cartón bien sujeta entre las garras de la derecha, siguió tranquilamente su camino a través del éter. Recién a altas horas de la tarde -los rayos del sol poniente se aprestaban ya a dar el beso de despedida a las sonrosadas cumbres de los Alpes-, condujo su raudo vuelo hacia abajo. Los aromas balsámicos del terruño abanicaban mimosos su rostro y su vista se perdía embriagada en el paisaje.


De las verdes praderas se elevaba melodioso el melancólico cantar de los pastores, acompañado por el argentino tintinear de las manadas. Guiado por el instinto certero de un hijo de los aires, Amadeo Knödlseder descubrió bien pronto, para su enorme regocijo, que un destino benévolo había conducido su vuelo hasta las cercanías de una próspera aldea de lirones. Y si bien es cierto que apenas avistado el peligroso visitante, los lugareños corrieron a buscar la protección de sus hogares, sus temores se aquietaron casi tan rápidamente como habían surgido al observar que Knödlseder no solo no le tocó ni un solo pelo a un lirón muy viejito que no había podido huir a tiempo y que se dirigía al comercio de granos que había en la localidad, sino que se inclinaba respetuosamente ante él, quitándose el sombrero, para preguntarle si no le podría recomendar una buena posada con precios razonables.


-A juzgar por su acento usted no es de aquí, ¿verdad? -dijo para entablar una conversación, después de que el lirón, tartamudeando de miedo, le dio la información requerida.


-No, no -balbuceó el anciano caballero.


-¿Del sur tal vez?


-No. De... de Praga.


-Ah, y por lo tanto judío, ¿no? -siguió inquiriendo el buitre de los Alpes, mientras le sonreía amigablemente guiñando un ojo.


-¿Yo? ¿Y... yo? ¡Pero, qué ocurrencia señor buitre de los Alpes! -negó enfáticamente el lirón, temiendo seguramente tenérselas que ver con un ruso-. ¿Judío yo? Todo lo contrario, por más de diez años fui shabes-goy con una familia judía pero buena.
 

 

 

 

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