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-¡Knödlseder, hazte a un lado! -ordenó Andreas Humplmeier, el águila
real, apoderándose bruscamente del trozo de carne que la mano
dadivosa del guardián había arrojado a través de las rejas.
-Porquería de animal, ojalá se muera -protestaba indignadísimo el
anciano buitre de los Alpes, que en los largos años de encierro se
había vuelto terriblemente corto de vista y no podía soportar que se
aprovecharan de una manera tan irrespetuosa de su inferioridad; voló
hacia una de las barras y desde ahí escupió finalmente con la
esperanza de dar en su adversario.
Pero Humplmeier no se turbó en absoluto; con la cabeza metida en un
rincón devoró impasible la carne recién hurtada limitándose tan solo
a levantar despectivamente las plumas de su cola mientras se mofaba:
-¡No te pongas belicoso, que te doy una cachetada!
¡Y esta ya era la tercera vez que Amadeo Knödlseder se quedaba sin
cenar!
-¡Esto no puede seguir así -rezongaba cerrando los ojos para no
tener que ver la sonrisa desvergonzada que le dirigía el marabú de
la jaula vecina y que quietecito en su rincón aparentaba estar
"dando gracias a Dios", una actividad a la que su condición de
pájaro sagrado parecía obligarlo sin darle casi ningún descanso-,
esto no puede seguir así!
Knödlseder dejó que los acontecimientos de las últimas semanas
volvieran a sucederse en su memoria: tenía que reconocer que al
principio la conducta indudablemente original del águila real le
había causado cierta gracia; especialmente en aquella oportunidad en
que a la jaula vecina habían traído dos pajarracos delgadísimos
-zancudos igual que las cigüeñas- y tremendamente petulantes; cuando
hicieron su entrada, el águila exclamó:
-¡Epa, epa, qué es esto! ¿Qué clase de alimañas son?
-Somos grullas vírgenes -fue la respuesta.
-Para quien se lo quiera creer -había respondido el águila real para
regocijo de todos los presentes; pero lástima que pronto el carácter
zumbón de este muchacho también se volvió contra él, y fue así que
un día se puso secretamente de acuerdo con un cuervo, que hasta
entonces había sido un compañero bastante agradable, y aprovechando
el hecho de que una niñera se había acercado imprudentemente al
enrejado con su cochecito de bebé, le sustrajeron la goma de una de
las ruedas; luego colocaron el caño de goma en el comedero de la
jaula y el águila real había tenido el tupé de señalarlo con el
pulgar diciendo:
-Amadeo, ahí tienes un chorizo.
Y él, que hasta el momento había sido el orgullo del Jardín
Zoológico, él, el venerado buitre de los Alpes... se lo creyó: se
apoderó del caño de goma y lo llevó en rápido vuelo hasta su barra,
donde comenzó a tironear y tironear hasta que el caño se fue
haciendo cada vez más largo y finito, rompiéndose por fin
arrojándolo hacia atrás con violencia, de modo que, por primera vez
en su vida, cayó al suelo provocándose una dolorosa torcedura en el
cogote. Inconscientemente, Knödlseder se estaba tanteando ahora, al
recordarlo, la parte lastimada. Y de nuevo lo acometió un ataque de
furia, pero se dominó rápidamente para no darle al marabú la ocasión
de una nueva burla. Echó una rápida mirada hacia abajo: no, por
suerte el antipático animalejo no había notado nada y seguía
tranquilamente hincado "dando gracias a Dios".
Esta noche se concreta una huida, resolvió el buitre de los Alpes
tras largo cavilar: "prefiero la libertad con su lucha por la vida,
antes que permanecer un solo día más con ese ser indigno". Un breve
ensayo le confirmó que las bisagras de la puerta de la jaula seguían
oxidadas -un secreto que ya conocía desde hacía mucho tiempo y que
guardaba celosamente para sí-, lo que facilitaba considerablemente
sus planes.
Consultó su reloj de bolsillo: ¡Las nueve! ¡Pronto sería de noche!
Esperó una hora más y comenzó a empacar silenciosamente su maleta.
Un camisón, tres pañuelos (se los acercó uno por uno a los ojos:
¿llevaban las iniciales A. K.?, sí, eran los suyos), su libro de
misa con el trébol de cuatro hojas guardado cuidadosamente entre las
gastadas páginas, y por fin -una lágrima nostálgica mojó sus
párpados- el viejo y querido braguero, pintado amorosamente para
simular un cuero de víbora, que su dulce madrecita le había regalado
para Pascuas pocos días antes de que manos humanas lo secuestraran
... y con el que tanto le había gustado jugar.
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Amadeus Knödlseder, el incorregible buitre de los Alpes
[Cuento. Texto completo.]
Por
Gustav Meyrink
Bueno, ya
estaba todo listo. La maleta cerrada y la llave bien guardada en su
buche. Casi me convendría, pensaba Knödlseder, esperar a que el
señor Director me diera un certificado de buena conducta. Nunca se
puede saber...; pero desechó este pensamiento casi de inmediato; no
sin razón, se dijo que a pesar de su proverbial ingenuidad, la
dirección del Jardín Zoológico podría no estar de acuerdo con su
partida.
-No, creo que me conviene más dormir una horita.
Ya estaba a punto de cobijar la cabeza bajo el ala, cuando lo
sobresaltó un ruido sospechoso. Aguzó el oído. No era nada de
importancia: el marabú, que secretamente era un gran adicto a los
juegos de azar, estaba jugando al par o impar bajo palabra de honor
consigo mismo a la tenue luz de la luna. Y lo hacía de la siguiente
manera: tragaba un puñado de piedritas y volvía a escupir algunas:
si el número que resultaba de esta operación era impar, había
"ganado". El buitre de los Alpes lo estuvo observando durante un
buen rato divirtiéndose de lo lindo al ver que el marabú perdía a
cada rato, hasta que un nuevo ruido -proveniente esta vez de la
construcción de cemento que embellecía el interior de la jaula-
distrajo abruptamente su atención. Era un cuchicheo y estaba
dirigido a él:
-Pst, señor Knödlseder.
-¿Qué hay? -contestó el buitre de los Alpes con el mismo tono de voz
y bajó volando suavemente de su barra.
Era un erizo, que si bien era un bávaro de nacimiento igual que el
águila real, se diferenciaba fundamentalmente de este por su
carácter apacible y bonachón, enemigo declarado de las bromas
pesadas.
-Usted está por huir -comenzó diciendo mientras señalaba la maleta.
Por un instante el buitre de los Alpes pensó terminar con esta
intromisión cerrando la boca del erizo para siempre -por pura
cautela, se entiende-, pero la confiada mirada de su interlocutor lo
desarmó por completo-. ¿Conoce usted bien los alrededores de Munich,
señor Knödlseder?
-No -tuvo que reconocer sorprendido el buitre de los Alpes.
-Ya me parecía. Yo le puedo ser de utilidad. Bueno, primero: en
cuanto salga, doble hacia la izquierda y se mantiene sobre su mano
derecha. Después usted mismo se va a dar cuenta. Y después ... -el
erizo hizo una pausa para aspirar con admirable rapidez una pizquita
de rapé-, y después sigue volando derechito para adelante. Y mucha
suerte en el viaje, señor vecino -cerró el erizo su locución y
desapareció.
Todo resultó a las mil maravillas. Antes de que amaneciera, Amadeo
Knödlseder había logrado abrir silenciosamente la puerta de la
jaula, y después de haberse apoderado del sombrerito tirolés y los
tiradores bordados propiedad de Humplmeier, que a la sazón roncaba
como un aserradero, tomó su maletita y ahuecó el ala puntualmente. Y
aunque toda esta actividad logró sacar al marabú de su sueño siempre
tan liviano, nada desagradable sucedió, ya que el muy beato se creyó
nuevamente obligado a colocarse en su rincón para dar gracias a
Dios.
-¡Uf, cuánta chatura! -protestaba el buitre de los Alpes a la vista
de la ciudad sumida en sueños, tal como se le mostraba a la primera
luz rosada del día mientras volaba hacia el Sur- ¡y a esto lo llaman
metrópolis del arte!
Acalorado por el esfuerzo desacostumbrado, pronto se sintió
sediento, y al divisar un pueblito que le pareció simpático se
decidió a bajar y regalarse con una buena medida de cerveza. Comenzó
a pasearse muy orondo por las calles dormidas. A esa hora parecía no
haber ninguna taberna abierta. La única tienda que ofrecía una
excepción a esta inactividad mortal era una cuyo cartel rezaba:
Almacén de Ramos Generales, de Bárbara Muschelknaus.
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El buitre
de los Alpes se detuvo delante del abigarrado escaparate y lo
estudió con atención: de pronto cruzó por su cerebro un pensamiento
luminoso. Abrió la puerta de la tienda y entró muy decidido. Durante
la noche anterior ya lo había estado atormentando el problema de
cómo ganarse la vida una vez que estuviera afuera. ¿Andar volando
por ahí en busca de un botín? ¿Con esta vista que ya no me sirve
para nada? ¿Probar qué tal me va con la fabricación de guano? Humm,
para eso se necesita en primer término, comer, y comer mucho: ex
nihilo nihü fit; pero ahora, súbitamente, se le abría un camino
nuevo.
-¡Cielos, qué animalejo más repulsivo! -chilló la vieja señora
Muschelknaus al contemplar el primer cliente de la jornada; pero se
tranquilizó muy pronto cuando Amadeo Knödlseder, tras palmearle
cariñosamente las mejillas, le dio a entender con palabras
cuidadosamente escogidas que necesitaba completar su equipaje con
una colección de corbatas de muy buen gusto, como las que estaban
expuestas en el escaparate.
Conquistada por el comportamiento tan educado y jovial del buitre de
los Alpes, la vieja comenzó a apilar con diligencia docenas de
corbatas sobre el mostrador. Y al distinguido caballero le gustaban
todas, tanto es así que pidió que se las fuera acomodando en una
caja de cartón, sin discutir el precio. Con respecto a la más cara
de todas, una color rojo fuego, solo comentó que quería llevarla
puesta, y mirando a la dueña con ojos soñadores le rogó que se la
atara alrededor de su flaco cuello; mientras ella así lo hacía, él
canturreaba:
Un beso ardiente de tu boca de rosa me recuerda aquellos rojos
amaneceres, hurrá; hurrá, hurrá, hurrá.
-Vaya,
qué bien le queda -exclamó feliz la vieja-. ¡Pero si parece un
verdadero (picapleitos de parranda, casi se le escapa)... duque!
-Bueno, ahora, y si no le ocasiona demasiadas molestias, le pediría
un vaso de agua fresca -trinó el buitre de los Alpes.
Casi loca de contento, la pobre salió corriendo hacia las
habitaciones traseras de la casa; y apenas hubo desaparecido de la
vista, Amadeo Knödlseder tomó la caja de cartón, salió como
disparado de la tienda y en menos de un minuto ya se hallaba
flotando por los aires rumbo al azul del cielo. Y aunque pronto se
hicieron oír los improperios lanzados a viva voz por la tendera, el
desalmado no sintió el menor remordimiento; con la maleta en la
izquierda y la caja de cartón bien sujeta entre las garras de la
derecha, siguió tranquilamente su camino a través del éter. Recién a
altas horas de la tarde -los rayos del sol poniente se aprestaban ya
a dar el beso de despedida a las sonrosadas cumbres de los Alpes-,
condujo su raudo vuelo hacia abajo. Los aromas balsámicos del
terruño abanicaban mimosos su rostro y su vista se perdía embriagada
en el paisaje.
De las verdes praderas se elevaba melodioso el melancólico cantar de
los pastores, acompañado por el argentino tintinear de las manadas.
Guiado por el instinto certero de un hijo de los aires, Amadeo
Knödlseder descubrió bien pronto, para su enorme regocijo, que un
destino benévolo había conducido su vuelo hasta las cercanías de una
próspera aldea de lirones. Y si bien es cierto que apenas avistado
el peligroso visitante, los lugareños corrieron a buscar la
protección de sus hogares, sus temores se aquietaron casi tan
rápidamente como habían surgido al observar que Knödlseder no solo
no le tocó ni un solo pelo a un lirón muy viejito que no había
podido huir a tiempo y que se dirigía al comercio de granos que
había en la localidad, sino que se inclinaba respetuosamente ante
él, quitándose el sombrero, para preguntarle si no le podría
recomendar una buena posada con precios razonables.
-A juzgar por su acento usted no es de aquí, ¿verdad? -dijo para
entablar una conversación, después de que el lirón, tartamudeando de
miedo, le dio la información requerida.
-No, no -balbuceó el anciano caballero.
-¿Del sur tal vez?
-No. De... de Praga.
-Ah, y por lo tanto judío, ¿no? -siguió inquiriendo el buitre de los
Alpes, mientras le sonreía amigablemente guiñando un ojo.
-¿Yo? ¿Y... yo? ¡Pero, qué ocurrencia señor buitre de los Alpes!
-negó enfáticamente el lirón, temiendo seguramente tenérselas que
ver con un ruso-. ¿Judío yo? Todo lo contrario, por más de diez años
fui shabes-goy con una familia judía pero buena.
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