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El criado fue a llevar la respuesta, y volvió diciendo tímidamente:
-Iván Stepánovich me manda decir que se lo ruega muy
encarecidamente.
-Pues, no. No quiero.
Se oyeron voces de: «Que pague una multa».
-¡No! ¡Que le echen! Ni multa, ni nada...
Pero, volvió el criado más encogido todavía:
-Dice que está dispuesto a pagar cualquier multa, pero que, a sus
años, le duele mucho verse apartado de los suyos.
Mi tío se levantó con los ojos relampagueantes, pero en ese momento,
con toda su corpulencia, se colocó Riabika entre él y el criado:
apartó al criado, como si fuera un polluelo, con un ligero
movimiento de la mano izquierda, mientras con la derecha volvía a
sentar a mi tío en su sitio.
Algunos comensales salieron en defensa de Iván Stepánovich: que
entrara, que pagara cien rublos de multa para los músicos y entrara
luego.
-El viejo es uno de los nuestros, un hombre piadoso. ¿Adónde va a ir
ahora? Suelto por ahí, es capaz de armar un escándalo delante de
gentuza de poca monta. Hay que comprenderlo.
Después de oírles dijo mi tío:
-Si no ha de ser como yo quiero, que tampoco sea como ustedes
quieren, sino como Dios quiera: consiento que entre Iván Stepánovich,
pero con la condición de que toque el bombo.
El criado fue con el recado y volvió:
-Dice que le pongan mejor una multa.
-¡Al diablo! Si no quiere tocar el bombo, allá él: que se largue
adonde le dé la gana.
Al poco rato, Iván Stepánovich no resistió más y mandó a decir que
aceptaba tocar el bombo.
-Que venga.
Entró un caballero de estatura aventajada y de aspecto respetable:
tenía un aire grave, los ojos sin brillo, el espinazo doblado y la
barba entrecana enmarañada. Intentó bromear y saludar a los
presentes, pero en seguida lo atajaron.
-¡Luego luego! Eso, después -le gritó mi tío-. Ahora, ¡dale al
bombo!
-¡Dale al bombo! -corearon otros.
-¡Música! ¡Algo que le vaya al bombo!
La orquesta atacó una pieza estrepitosa, y aquel respetable anciano
agarró los palillos y se puso a pegar con ellos, unas veces al
compás y otras no.
Los gritos y el alboroto eran infernales. Todos estaban encantados y
gritaban:
-¡Más fuerte!
Iván Stepánovich arreciaba.
-¡Más fuerte, más fuerte! ¡Más!
El anciano pegaba con todas sus fuerzas como el rey Negro de
Freiligrath, hasta que llegó la culminación: se produjo un horrible
crujido en el bombo, reventó la badana, todos estallaron en
carcajadas, el estruendo se hizo inverosímil y a Iván Stepánovich le
aligeraron de quinientos rublos de multa en favor de los músicos por
haber roto el bombo.
Iván Stepánovich pagó, se enjugó el sudor, tomó asiento a la mesa y,
cuando todos alzaban las copas a su salud, descubrió con horror a su
yerno entre los comensales.
Más risas, más alboroto, y así hasta que yo perdí toda noción. En
los raros destellos de lucidez, recuerdo que vi bailar a las gitanas
y a mi tío agitando las piernas sin moverse de su asiento, luego le
vi levantarse engallándose con alguien, pero inmediatamente se
interpuso Riabika, y ese alguien salió despedido hacia un lado
mientras mi tío volvía a ocupar su sitio a la mesa, en cuyo tablero
había dos tenedores clavados delante de él. Entonces comprendí el
papel de Riabika.
Pero en esto, penetró por la ventana el frescor del amanecer
moscovita y yo volví a cobrar un poco conciencia de las cosas,
aunque me parece que sólo lo necesario para dudar de mi sano juicio.
Estaba en medio de una batalla campal y una tala de árboles: se oían
crujidos y trastazos, oscilaban los árboles, unos árboles frondosos
y exóticos, y tras ellos se apiñaban rostros morenos en un rincón
mientras que del lado nuestro, junto a las raíces, relampagueaban
unas hachas terribles, manejadas por mi tío, por el anciano Iván
Stepánovich... Un cuadro verdaderamente medieval.
Era que estaban «apresando» a las gitanas refugiadas en la gruta,
detrás de los árboles. Los gitanos no las defendían, sino que las
dejaban valerse por sus propias fuerzas. Resultaba difícil
establecer una diferencia entre lo que era broma y lo que iba en
serio: por los aires volaban platos, sillas y piedras arrojadas
desde la gruta, y los hombres seguían a hachazo limpio con el
bosque, siendo los más esforzados Iván Stepánovich y mi tío.
La fortaleza cayó al fin: las gitanas fueron apresadas, besuqueadas,
manoseadas, cada uno le deslizó a cada una un billete de cien rublos
por el escote, y se acabó el asunto...
Sí. De pronto se hizo el silencio... Todo había terminado. Nadie dio
la señal de parar, pero ya era bastante. Se notaba que, si bien la
vida era un fastidio antes de aquello, ahora bastaba ya.
A todos les parecía suficiente y todos estaban satisfechos. Quizá
influyera el hecho de haber anunciado el maestro que era su «hora de
ir a clase», aunque, lo mismo daba, la verdad: la noche de Walpurgis
había pasado y la vida volvía a su cauce.
La gente no se separaba, no se despedía, sino que desaparecía
sencillamente. No quedaban ya ni los músicos ni los gitanos. El
restaurante ofrecía un aspecto de total arrasamiento, sin una
cortina ni un espejo sanos; incluso la araña del techo yacía en el
suelo hecha añicos, y sus colgantes de cristal se partían bajo los
pies de los criados, extenuados, que apenas si podían tenerse. Mi
tío bebía kvas, sentado él solo en medio de un diván. Alguna cosa
recordaba de vez en cuando, y entonces agitaba las piernas. De pie a
su lado, esperaba Riabika, impaciente por acudir a sus clases.
Trajeron la cuenta, breve, «sin detalles».
Riabika la leyó con atención y exigió una rebaja de mil quinientos
rublos. Sin meterse en
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discusiones con él, quedó ajustado el total, que ascendía a
diecisiete mil rublos y que Riabika declaró razonable después de
repasarlo. Mi tío pronunció lacónicamente «paga», luego se puso el
sombrero y me hizo ademán de que lo siguiera.
Advertí con horror que no se le había olvidado nada y que yo no
tenía la menor probabilidad de escabullirme de él. Me inspiraba
auténtico pavor, y no llegaba a imaginarme, debido al estado de
exaltación en que se encontraba, lo que sería de mí cuando nos
quedásemos cara a cara los dos solos. Me había hecho que lo
acompañara, sin una palabra de explicación, y ahora me llevaba de un
lado para otro sin dejarme resquicio por donde escapar. ¿Qué podría
ocurrirme? De mi borrachera, no quedaba ni rastro. Lo único que me
pasaba era que le tenía sencillamente pánico a aquella terrible
fiera salvaje, con su inverosímil fantasía y su espantoso
desenfreno. Entre tanto, íbamos a marcharnos ya. En la antesala nos
envolvió una nube de criados. Mi tío dictaminó: «cinco por barba», y
Riabika repartió el dinero. La propina fue inferior para los
guardas, barrenderos, guardias urbanos y gendarmes, cada uno de los
cuales, según resultó, nos había prestado algún servicio. Todos
fueron recompensados. Aquello representaba ya una buena cantidad;
pero aún quedaban los cocheros de punto, que ocupaban con sus
carruajes todo el espacio descubierto del parque, y todos nos
esperaban también: esperaban al bátiushka Ilyá Fedoséich «por si su
señoría se dignaba mandarles algo».
Se calculó cuántos eran, se les repartieron tres rublos a cada uno y
mi tío y yo subimos al coche. Riabika le entregó entonces la
billetera a mi tío.
Ilyá Fedoséich sacó un billete de cien rublos y se lo presentó a
Riabika.
El hombre le dio unas vueltas entre los dedos y dijo:
-Es poco.
Mi tío añadió dos billetes de veinticinco.
-Tampoco es bastante: no ha habido ni una sola bronca.
Mi tío alargó un tercer billete de veinticinco, y entonces el
maestro le entregó su bastón y se despidió.
V
Nos quedamos los dos frente a frente en el coche, que partió a toda
velocidad hacia Moscú, seguido al galope, entre alaridos y
traqueteos, por toda la patulea de cocheros. Yo no acertaba a
comprender lo que pretendían, pero mi tío sí lo entendió. Era
indignante: querían arrancarle otra propina de despedida y, con el
pretexto de darle una prueba de deferencia a Ilyá Fedoséich,
exponían su dignísima persona a la mofa general.
Estábamos ya muy cerca de Moscú, que aparecía ante nuestros ojos,
todo envuelto en la maravillosa luminosidad matutina, nimbado por la
tenues nubecillas de humo de los hogares, despertándose al plácido
tañido de las campanas que llamaban a misa.
La calzada estaba flanqueada a ambos lados por almacenes que
llegaban hasta la puerta de la ciudad. Mi tío mandó detener el coche
delante del primero, se llegó hasta un barrilillo de madera de tilo
que había a la entrada y preguntó:
-¿Es miel?
-Sí.
-¿Cuánto vale el barril?
-Vendemos al por menor, por libras.
-Pues me lo vendes al por mayor. Calcula lo que vale.
No recuerdo muy bien si fueron setenta u ochenta rublos lo que se
calculó.
Mi tío arrojó el dinero.
Los coches que nos seguían se habían detenido también.
-¿Qué, muchachos? Los cocheros de nuestra ciudad me quieren bien,
¿no es cierto?
-¡Claro que sí! Nosotros, a vuestra excelencia, siempre...
-Me tienen cariño, ¿eh?
-Muchísimo.
-¡Fuera las ruedas de los coches!
Los cocheros se quedaron perplejos.
-¡Vamos, vamos! ¡Pronto! -ordenó mi tío.
Los más ágiles, unos veinte, rebuscaron debajo de los asientos,
agarraron las llaves y se pusieron a aflojar las tuercas.
-Bien -dijo mi tío-. Ahora, ¡a engrasar los ejes con miel!
-¡Bátiushka!...
-Ya lo han oído.
-¡Una cosa tan rica!... Mejor sería comérsela.
-¡A engrasar los ejes con ella!
Sin más, mi tío volvió a subir al coche y partimos a toda velocidad
dejando a los cocheros, con los vehículos sin ruedas, en torno al
barrilillo de miel que, a buen seguro, no emplearon para untar los
ejes con ella, sino que se la repartirían o se la revenderían al
dueño del almacén. El caso es que nos dejaron en paz y fuimos a
parar a una casa de baños. Allí pensé que había llegado para mí el
fin del mundo y permanecí medio muerto dentro de una bañera de
mármol mientras mi tío se tendía en el suelo; pero no simplemente
tendido, ni en una postura normal, sino más bien apocalíptica. Toda
la mole de su obeso corpachón sólo tocaba el suelo con las yemas de
los dedos de sus pies y sus manos. Sostenido por tan endebles puntos
de apoyo, su cuerpo rojo se estremecía bajo los chorros de una
lluvia fría dirigida contra él, y él rugía con el rugido sofocado de
un oso que estuviera arrancándose una espina. Aquello duró una media
hora, y durante todo ese tiempo estuvo él estremecido como un flan
sobre una mesa movediza hasta que, finalmente, se levantó de un
salto, pidió una jarra de kvas, y entonces nos vestimos y fuimos al
bulevar Kuznetski, «donde el francés».
Allí nos recortaron y nos rizaron ligeramente el cabello, nos
peinaron, y luego nos encaminamos a pie hacia el centro, a la tienda
de mi tío. Por lo que a mí se refiere, ni conversaba conmigo ni me
dejaba marchar. Sólo una vez dijo:
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-Espera,
que no todo se hace de golpe. Y lo que no comprendes, con los años
lo comprenderás.
En
la tienda hizo sus oraciones, lo inspeccionó todo con el ojo del amo
y se instaló detrás de su pupitre. El exterior del recipiente ya
estaba limpio, pero dentro conservaba un gruesa capa de inmundicia
que buscaba ser depurada.
Yo
me percataba de ello, y no sentía ya temor, pero sí curiosidad.
Deseaba ver qué castigo se imponía: ¿abstinencia o alguna buena
obra?
A
eso de las diez comenzó a manifestar fastidio, espiando la llegada
de un tendero vecino suyo para ir a tomar el té, pues juntándose
tres personas salía cinco kopecs más barato. El vecino no apareció:
se había muerto de repente.
Mi tío se santiguó y dijo:
-Todos hemos de morir.
El
hecho no lo afectó mayormente a pesar de que, durante cuarenta años,
habían ido juntos a tomar el té a Novotróitski.
Llamamos al vecino del otro lado, y con él fuimos varias veces a
reponer fuerzas con un tentempié, pero todo con sobriedad. Me pasé
el día entero al lado de mi tío y acompañándolo hasta que, a la
caída de la tarde, mandó en busca de su faetón para ir al convento
de la Vsepetaia.
También era conocido allí y se le recibió tan reverenciosamente como
en el Yar.
-Quiero prosternarme a los pies de la Virgen y llorar mis pecados. Y
aquí les presento a mi sobrino, hijo de mi hermana.
-Pase, pase, por favor -instaban las monjas-. ¿Con quién podría
mostrarse la Virgen más misericordiosa que con su merced? Siempre ha
favorecido usted su santa casa. Llega muy a tiempo: se está
celebrando el servicio de vísperas.
-Esperaré a que termine. A mí me gusta que no haya gente y que me
acondicionen cierta penumbra, para recogerme.
Se hizo lo que pedía, apagando todas las luces, menos una o dos
lamparillas y la que ardía justo delante de la Virgen, en un vaso de
cristal verde, grande y profundo.
Mi tío no se hincó, sino que se desplomó de rodillas, luego cayó de
bruces golpeando el suelo con la frente, ahogó un sollozo y se quedó
inmóvil.
Las dos monjas y yo nos sentamos en un rincón oscuro, cerca de la
puerta. Hubo una larga pausa. Mi tío seguía tendido en el suelo,
mudo y quieto. Me pareció que se había quedado dormido, y así se lo
dije a las monjas. Una de las hermanas, la de más experiencia, se
quedó pensando un instante, luego sacudió la cabeza, encendió una
vela muy fina y, con ella en la mano, se encaminó sigilosamente
hacia el penitente. Dio una vuelta a su alrededor, despacito, de
puntillas, y susurró muy agitada:
-Ya surte efecto.
-¿Cómo lo sabe?
La monja se inclinó, indicándome que yo hiciera lo mismo, y dijo:
-Mire, justo a través de la llama, donde tiene los pies.
-Ya veo.
-¡Qué lucha! ¿Verdad?
Me fijé y advertí, efectivamente, cierto rebullir: mi tío continuaba
devotamente prosternado, sumido en sus oraciones, pero daba la
impresión de que a sus pies había dos gatos peleándose, arremetiendo
alternativamente el uno contra el otro y pegando saltos.
-¿De dónde han salido esos gatos? -pregunté a la hermana.
-Eso es lo que le parece a usted -contestó-; pero no son gatos, sino
tentaciones del maligno. ¿No ve que su espíritu se eleva ya hacia el
cielo, pero permanece todavía con los pies en el infierno?
Entonces vi que, en efecto, mi tío agitaba los pies como si
terminara de marcarse el baile de la víspera. Lo que faltaba por
precisar era si su espíritu se había elevado ya hacia el cielo.
Como en respuesta, mi tío exhaló de pronto un tremendo suspiro y
gritó a voz en cuello:
-¡No me levantaré mientras no me perdones! ¡Porque sólo tú eres
santo y todos nosotros somos malditos pecadores! -y prorrumpió en
sollozos.
Sollozaba con tanto sentimiento que las monjas y yo rompimos también
a llorar, pidiéndole a Dios que atendiera su plegaria.
Y antes de que pudiéramos recobrarnos estaba ya a nuestro lado,
diciéndome en voz baja, con unción:
-Vamos. Tenemos que hacer.
Las monjas preguntaron:
-¿Ha tenido la ventura de ver el divino resplandor, bátiushka?
-No. El resplandor no lo he visto -contestó-. Pero esto... sí lo he
notado...
Apretó el puño y lo levantó, como se levanta a los chiquillos por el
pelo.
-¿Lo ha levantado?
-Sí.
Las monjas empezaron a santiguarse, y yo las imité, mientras mi tío
explicaba:
-¡Ahora tengo su perdón! Desde lo más alto, desde la misma cúpula,
ha descendido su diestra abierta, me ha agarrado de todos los pelos
juntos y me ha puesto de pie...
Y no se sentía ya repudiado. Era feliz. Dejó una espléndida limosna
para el convento donde sus plegarias habían producido aquel milagro,
notó que la vida había dejado de ser un fastidio, envió a mi madre
toda la dote que le correspondía y a mí me inició en la buena
creencia popular.
Desde entonces conocí el gusto de lo popular en la caída y en la
exaltación... Esto es lo que se llama chertogón, lo que hace salir a
los demonios del cuerpo. Pero, repito, Moscú es el único sitio donde
puede presenciarse, y eso si le acompaña a uno la suerte o goza del
favor de algún venerable anciano.
FIN
"Chertogón",
por el escritor ruso Nikolái Semënovic Leskov (1831-1895) |
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