El Imparcial-Pagina 9

 

Pereira, Colombia -  Edición: 12.522-102 - Fecha: 07-17-2019                                                                                                                                 

MAGAZÍN LITERARIO                                                              Pg. 1-13

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I


Se trata de algo que sólo puede presenciarse en Moscú, y eso, teniendo mucha suerte y buenas aldabas.


Yo presencié una vez esta especie de rito, desde el comienzo hasta el final, gracias a una feliz coincidencia, y quiero describirlo para los verdaderos entendidos y amantes de todo lo serio y grandioso que tiene sabor popular.


Aunque por una rama pertenezco a la nobleza, por la otra estoy cerca del «pueblo»: mi madre desciende de una familia de comerciantes. Al casarse abandonaba una casa muy rica, pero no hacía una boda de conveniencias, sino que se marchaba por amor a mi padre. Mi difunto padre era famoso por sus galanteos y siempre lograba lo que se proponía. Lo mismo le sucedió con mi madre. Sólo que, debido a esta habilidad, mis abuelos no dotaron a mi madre y sólo le dieron, como es natural, sus vestidos, la ropa de cama y las arras, que recibió a la vez que su perdón y su bendición eterna. Mis padres vivían en Oriol, con estrechez, pero también con dignidad, sin pedirles nada a los acaudalados familiares de mi madre ni mantener tampoco trato con ellos. Sin embargo, cuando llegó para mí el momento de marcharme a estudiar a la Universidad, me dijo mi madre:


-Haz el favor de visitar a tu tío Ilyá Fedoséievich y saludarlo de mi parte. No es una humillación, pues se debe respetar a los parientes de más edad. Ilyá es hermano mío, y un hombre muy piadoso, además, que goza de gran consideración en Moscú. Él presenta el pan y la sal siempre que se recibe a algún personaje... siempre está delante de todos con la bandeja o con una imagen... Frecuenta la casa del gobernador general y del metropolita... Puede aconsejarte bien.


Y aunque por entonces yo no creía en Dios después de estudiar el catecismo de Filaret, como le profesaba gran cariño a mi madre me dije un día: «Llevo ya cerca de un año en Moscú, y todavía no he cumplido el encargo de mi madre. Ahora mismo voy a casa del tío Ilyá Fedoséievich. Le haré una visita, le transmitiré los saludos de mi madre y veré si me da efectivamente buenos consejos.»


Desde niño me habían inculcado el hábito de mostrarme deferente con las personas mayores, cuanto más si eran conocidas del metropolita y de los gobernadores.


Conque, me puse en pie, me cepillé la ropa y fui a ver al tío Ilyá Fedoséievich.


II


Serían las seis de la tarde aproximadamente. Hacía un tiempo tibio, suave, algo nublado... Muy buen tiempo, en fin. La casa de mi tío -una de las principales de Moscú- era conocida de todo el mundo. Sólo que yo nunca había estado en ella ni tampoco había visto a mi tío, ni siquiera de lejos.


Sin embargo, me puse en camino tan campante, pensando: «Si me recibe, bien; si no me recibe, allá él.»


Cuando llegué esperaban delante de la entrada principal unos magníficos caballos moros, con las crines sueltas y el pelo lustroso como el raso, enganchados a una calesa.


Subí al balcón y dije que era fulano de tal, sobrino del señor, estudiante, y quería que me anunciaran a Ilyá Fedoséievich. Los criados contestaron:


-El señor baja ahora mismo. Va a dar un paseo en coche.


Y apareció un personaje de aspecto muy corriente, muy ruso, aunque bastante majestuoso. A pesar de que tenía en los ojos cierto parecido con mi madre, la expresión era distinta: la mirada de lo que se dice un hombre de peso.


Me presenté. Mi tío me escuchó en silencio, me tendió la mano lentamente y dijo:


-Sube. Daremos un paseo.


Yo quería negarme, pero me quedé algo cohibido y subí al coche.


-¡Al parque! -ordenó mi tío.


Los caballos arrancaron, partieron como flechas haciendo rebotar ligeramente el coche y, ya fuera de la ciudad, aceleraron aún más su carrera.


Así íbamos, sin decir ni una palabra, pero advertí que mi tío se había encajado el sombrero de copa hasta las mismas cejas y tenía en el rostro una mueca de aburrimiento.


Mi tío miraba a un lado, miraba a otro, y una vez me lanzó a mí una ojeada y profirió, sin venir a cuento:


-¡Fastidio de vida!


No sabiendo qué contestar, callé por toda respuesta.

 

 

 

Chertogón
[Cuento. Texto completo]

 


Por Nikolái Semënovic Leskov


El coche seguía rodando, yo me preguntaba adónde me llevaría y empezaba a parecerme que me había embarcado en algún lío.


De pronto, como si hubiera encontrado solución a lo que iba cavilando, mi tío se puso a dar órdenes al cochero:


-A la derecha, a la izquierda. ¡Para en el Yar!


Vi que desde el restaurante acudían hacia el coche muchos criados, todos haciendo grandes reverencias a mi tío; pero él, sin moverse ni apearse, mandó llamar al dueño. Fueron corriendo en su busca. Se personó el francés, también con mucha deferencia; pero mi tío, como si tal cosa, siguió pegándose en los dientes con el puño de hueso del bastón, y luego dijo:


-¿Cuántos extraños hay?


-Unas treinta personas en las salas y tres gabinetes ocupados.


-¡Todos fuera!


-Muy bien.


-Ahora son las siete -continuó mi tío, después de consultar su reloj-. Vendré a las ocho. ¿Estará listo?


-Para las ocho, será difícil... muchos han hecho ya el pedido... Pero, si tiene a bien venir a las nueve, no habrá en todo el restaurante ni un solo extraño.


-Bueno.


-¿Qué se prepara?


-Etíopes, naturalmente.


-¿Algo más?


-Música.


-¿Una orquesta?


-Mejor, dos.


-¿Mandamos recado a Riabika?


-Naturalmente.


-¿Señoritas francesas?


-No hacen falta.


-¡De la bodega...?


-Completa.


-¿Y de la cocina?


-¡La carta!


Trajeron el menú del día.


Mi tío le echó una ojeada y me parece que sin fijarse siquiera o quizá sin querer fijarse, pegó en la cartulina con el bastón y dijo:


-De todo esto, para cien personas.


Con estas palabras, dobló el menú y se lo guardó en el bolsillo.


El francés estaba encantado e inquieto al mismo tiempo.


-No podría servir de todo para cien personas -objetó-. Figuran aquí platos muy caros y en todo el restaurante sólo hay ingredientes para cinco o seis.


-¿Y cómo voy yo a establecer categorías entre mis invitados?


-Que haya de todo lo que se le ocurra pedir a cada uno. ¿Entiendes?

 
 


-Entiendo.


-Mira que, de lo contrario, de nada te servirá siquiera Riabika. ¡Tira!


Dejamos el restaurante con sus criados a la puerta y nos marchamos.

 

En este punto llegué al total convencimiento de que aquel barco no era para mí y quise despedirme, pero mi tío ni siquiera me oyó. Parecía absorto. Conforme rodábamos por las calles iba parando a distintos caballeros.


-¡A las nueve, en el Yar! -decía lacónicamente.


Y los interpelados, todos hombres de edad y de aspecto respetable, se quitaban el sombrero y contestaban con idéntico laconismo:


-Encantado, Fedoséich. No recuerdo a cuántos habíamos parado de esta manera, aunque pienso que serían unos veinte, cuando, al filo de las nueve, nos dirigimos de nuevo al Yar. Un tropel de criados acudió a nuestro encuentro. Ayudaron a mi tío a apearse y, en el balcón, el propio francés le sacudió el polvo del pantalón con una servilleta.


-¿No hay nadie? -preguntó mi tío.


-Un general se ha retrasado un poco y ruega encarecidamente que le dejen terminar en su gabinete...


-¡Fuera ahora mismo!


-Terminará en seguida.


-No quiero. Bastante tiempo le he dado. Ahora, que termine de cenar sobre el césped.


Ignoro cómo habría terminado aquello; pero el general salió en ese momento en compañía de dos señoras, subió a su coche y se marchó cuando empezaban a llegar uno tras otro los caballeros invitados por mi tío a cenar en el parque.


III


El restaurante, puesto con elegancia, estaba recogido y libre de visitantes. Sólo en una sala estaba sentado un gigante que se adelantó hacia mi tío en silencio y, sin decirle tampoco una palabra, tomó el bastón de sus manos y fue a dejarlo en alguna parte.


Inmediatamente después de entregarle el bastón al gigante sin la menor protesta, mi tío puso también en sus manos la billetera y el portamonedas.


Aquel corpulento hombretón, de pelo entrecano, era el mismo Riabika a quien, sin que yo comprendiera con qué finalidad, debía mandar recado el dueño del restaurante. Se le designaba como «maestro para niños», pero también allí se encontraba, evidentemente, para el desempeño de algún menester particular. Resultaba allí tan imprescindible como los gitanos, la orquesta y todo el servicio que, instantáneamente, se presentó al completo. Sólo que yo no comprendía cuál podría ser el papel del maestro: todavía era pronto, debido a mi inexperiencia.


El restaurante, brillantemente iluminado, entraba en funcionamiento: sonaba la música, los gitanos iban sentándose después de tomar algún fiambre mientras mi tío inspeccionaba el local, el jardín, la gruta y las galerías. Miraba en todas partes, cerciorándose de que no había «ningún indeseable», acompañado paso a paso por el maestro. Pero cuando volvieron al salón principal, donde se habían congregado todos los comensales, pudo advertirse una gran diferencia entre ellos: el maestro estaba fresco, tal y como había salido, y mi tío totalmente ebrio.


¿Cómo había podido ocurrir en tan poco tiempo? Lo ignoro, pero el caso es que estaba de excelente humor. Ocupó la presidencia de la mesa, y allá empezó la francachela.


Las puertas fueron cerradas, de modo que nada de fuera pudiese llegar hasta nosotros, ni nada nuestro salir al exterior. Nos aislaba un abismo, un abismo de todo: de bebidas, de manjares... Pero, sobre todo, un abismo de desenfreno -no quiero decir indecente, pero sí salvaje, frenético- tal que no podría describirlo. Ni tampoco hay que pedírmelo porque, al verme encerrado allí y aislado del mundo, me quedé sobrecogido y me apresuré a emborracharme. De manera que no voy a pintar cómo transcurrió aquella noche porque mi pluma no es capaz de describir todo eso. Sólo recuerdo dos episodios épicos y el final; pero precisamente ellos encerraban lo más terrible.


IV


Un criado anunció la presencia de cierto Iván Stepánovich, que resultó ser un fabricante y comerciante moscovita de mucho fuste.


Se produjo una pausa.


-He dicho que no entre nadie -contestó mi tío.


-Insiste mucho.


-¿Y dónde estaba antes? Que se marche por donde ha venido.
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