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I
Se trata de algo que sólo puede presenciarse en Moscú, y eso,
teniendo mucha suerte y buenas aldabas.
Yo presencié una vez esta especie de rito, desde el comienzo hasta
el final, gracias a una feliz coincidencia, y quiero describirlo
para los verdaderos entendidos y amantes de todo lo serio y
grandioso que tiene sabor popular.
Aunque por una rama pertenezco a la nobleza, por la otra estoy cerca
del «pueblo»: mi madre desciende de una familia de comerciantes. Al
casarse abandonaba una casa muy rica, pero no hacía una boda de
conveniencias, sino que se marchaba por amor a mi padre. Mi difunto
padre era famoso por sus galanteos y siempre lograba lo que se
proponía. Lo mismo le sucedió con mi madre. Sólo que, debido a esta
habilidad, mis abuelos no dotaron a mi madre y sólo le dieron, como
es natural, sus vestidos, la ropa de cama y las arras, que recibió a
la vez que su perdón y su bendición eterna. Mis padres vivían en
Oriol, con estrechez, pero también con dignidad, sin pedirles nada a
los acaudalados familiares de mi madre ni mantener tampoco trato con
ellos. Sin embargo, cuando llegó para mí el momento de marcharme a
estudiar a la Universidad, me dijo mi madre:
-Haz el favor de visitar a tu tío Ilyá Fedoséievich y saludarlo de
mi parte. No es una humillación, pues se debe respetar a los
parientes de más edad. Ilyá es hermano mío, y un hombre muy piadoso,
además, que goza de gran consideración en Moscú. Él presenta el pan
y la sal siempre que se recibe a algún personaje... siempre está
delante de todos con la bandeja o con una imagen... Frecuenta la
casa del gobernador general y del metropolita... Puede aconsejarte
bien.
Y aunque por entonces yo no creía en Dios después de estudiar el
catecismo de Filaret, como le profesaba gran cariño a mi madre me
dije un día: «Llevo ya cerca de un año en Moscú, y todavía no he
cumplido el encargo de mi madre. Ahora mismo voy a casa del tío Ilyá
Fedoséievich. Le haré una visita, le transmitiré los saludos de mi
madre y veré si me da efectivamente buenos consejos.»
Desde niño me habían inculcado el hábito de mostrarme deferente con
las personas mayores, cuanto más si eran conocidas del metropolita y
de los gobernadores.
Conque, me puse en pie, me cepillé la ropa y fui a ver al tío Ilyá
Fedoséievich.
II
Serían las seis de la tarde aproximadamente. Hacía un tiempo tibio,
suave, algo nublado... Muy buen tiempo, en fin. La casa de mi tío
-una de las principales de Moscú- era conocida de todo el mundo.
Sólo que yo nunca había estado en ella ni tampoco había visto a mi
tío, ni siquiera de lejos.
Sin embargo, me puse en camino tan campante, pensando: «Si me
recibe, bien; si no me recibe, allá él.»
Cuando llegué esperaban delante de la entrada principal unos
magníficos caballos moros, con las crines sueltas y el pelo lustroso
como el raso, enganchados a una calesa.
Subí al balcón y dije que era fulano de tal, sobrino del señor,
estudiante, y quería que me anunciaran a Ilyá Fedoséievich. Los
criados contestaron:
-El señor baja ahora mismo. Va a dar un paseo en coche.
Y apareció un personaje de aspecto muy corriente, muy ruso, aunque
bastante majestuoso. A pesar de que tenía en los ojos cierto
parecido con mi madre, la expresión era distinta: la mirada de lo
que se dice un hombre de peso.
Me presenté. Mi tío me escuchó en silencio, me tendió la mano
lentamente y dijo:
-Sube. Daremos un paseo.
Yo quería negarme, pero me quedé algo cohibido y subí al coche.
-¡Al parque! -ordenó mi tío.
Los caballos arrancaron, partieron como flechas haciendo rebotar
ligeramente el coche y, ya fuera de la ciudad, aceleraron aún más su
carrera.
Así íbamos, sin decir ni una palabra, pero advertí que mi tío se
había encajado el sombrero de copa hasta las mismas cejas y tenía en
el rostro una mueca de aburrimiento.
Mi tío miraba a un lado, miraba a otro, y una vez me lanzó a mí una
ojeada y profirió, sin venir a cuento:
-¡Fastidio de vida!
No sabiendo qué contestar, callé por toda respuesta.
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Chertogón
[Cuento.
Texto completo]
Por Nikolái Semënovic Leskov
El coche seguía rodando, yo me preguntaba adónde me llevaría y
empezaba a parecerme que me había embarcado en algún lío.
De pronto, como si hubiera encontrado solución a lo que iba
cavilando, mi tío se puso a dar órdenes al cochero:
-A la derecha, a la izquierda. ¡Para en el Yar!
Vi que desde el restaurante acudían hacia el coche muchos criados,
todos haciendo grandes reverencias a mi tío; pero él, sin moverse ni
apearse, mandó llamar al dueño. Fueron corriendo en su busca. Se
personó el francés, también con mucha deferencia; pero mi tío, como
si tal cosa, siguió pegándose en los dientes con el puño de hueso
del bastón, y luego dijo:
-¿Cuántos extraños hay?
-Unas treinta personas en las salas y tres gabinetes ocupados.
-¡Todos fuera!
-Muy bien.
-Ahora son las siete -continuó mi tío, después de consultar su
reloj-. Vendré a las ocho. ¿Estará listo?
-Para las ocho, será difícil... muchos han hecho ya el pedido...
Pero, si tiene a bien venir a las nueve, no habrá en todo el
restaurante ni un solo extraño.
-Bueno.
-¿Qué se prepara?
-Etíopes, naturalmente.
-¿Algo más?
-Música.
-¿Una orquesta?
-Mejor, dos.
-¿Mandamos recado a Riabika?
-Naturalmente.
-¿Señoritas francesas?
-No hacen falta.
-¡De la bodega...?
-Completa.
-¿Y de la cocina?
-¡La carta!
Trajeron el menú del día.
Mi tío le echó una ojeada y me parece que sin fijarse siquiera o
quizá sin querer fijarse, pegó en la cartulina con el bastón y dijo:
-De todo esto, para cien personas.
Con estas palabras, dobló el menú y se lo guardó en el bolsillo.
El francés estaba encantado e inquieto al mismo tiempo.
-No podría servir de todo para cien personas -objetó-. Figuran aquí
platos muy caros y en todo el restaurante sólo hay ingredientes para
cinco o seis.
-¿Y cómo voy yo a establecer categorías entre mis invitados?
-Que haya de todo lo que se le ocurra pedir a cada uno. ¿Entiendes?
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-Entiendo.
-Mira que, de lo contrario, de nada te servirá siquiera Riabika.
¡Tira!
Dejamos el restaurante con sus criados a la puerta y nos marchamos.
En este
punto llegué al total convencimiento de que aquel barco no era para
mí y quise despedirme, pero mi tío ni siquiera me oyó. Parecía
absorto. Conforme rodábamos por las calles iba parando a distintos
caballeros.
-¡A las nueve, en el Yar! -decía lacónicamente.
Y los interpelados, todos hombres de edad y de aspecto respetable,
se quitaban el sombrero y contestaban con idéntico laconismo:
-Encantado, Fedoséich. No recuerdo a cuántos habíamos parado de esta
manera, aunque pienso que serían unos veinte, cuando, al filo de las
nueve, nos dirigimos de nuevo al Yar. Un tropel de criados acudió a
nuestro encuentro. Ayudaron a mi tío a apearse y, en el balcón, el
propio francés le sacudió el polvo del pantalón con una servilleta.
-¿No hay nadie? -preguntó mi tío.
-Un general se ha retrasado un poco y ruega encarecidamente que le
dejen terminar en su gabinete...
-¡Fuera ahora mismo!
-Terminará en seguida.
-No quiero. Bastante tiempo le he dado. Ahora, que termine de cenar
sobre el césped.
Ignoro cómo habría terminado aquello; pero el general salió en ese
momento en compañía de dos señoras, subió a su coche y se marchó
cuando empezaban a llegar uno tras otro los caballeros invitados por
mi tío a cenar en el parque.
III
El restaurante, puesto con elegancia, estaba recogido y libre de
visitantes. Sólo en una sala estaba sentado un gigante que se
adelantó hacia mi tío en silencio y, sin decirle tampoco una
palabra, tomó el bastón de sus manos y fue a dejarlo en alguna
parte.
Inmediatamente después de entregarle el bastón al gigante sin la
menor protesta, mi tío puso también en sus manos la billetera y el
portamonedas.
Aquel corpulento hombretón, de pelo entrecano, era el mismo Riabika
a quien, sin que yo comprendiera con qué finalidad, debía mandar
recado el dueño del restaurante. Se le designaba como «maestro para
niños», pero también allí se encontraba, evidentemente, para el
desempeño de algún menester particular. Resultaba allí tan
imprescindible como los gitanos, la orquesta y todo el servicio que,
instantáneamente, se presentó al completo. Sólo que yo no comprendía
cuál podría ser el papel del maestro: todavía era pronto, debido a
mi inexperiencia.
El restaurante, brillantemente iluminado, entraba en funcionamiento:
sonaba la música, los gitanos iban sentándose después de tomar algún
fiambre mientras mi tío inspeccionaba el local, el jardín, la gruta
y las galerías. Miraba en todas partes, cerciorándose de que no
había «ningún indeseable», acompañado paso a paso por el maestro.
Pero cuando volvieron al salón principal, donde se habían congregado
todos los comensales, pudo advertirse una gran diferencia entre
ellos: el maestro estaba fresco, tal y como había salido, y mi tío
totalmente ebrio.
¿Cómo había podido ocurrir en tan poco tiempo? Lo ignoro, pero el
caso es que estaba de excelente humor. Ocupó la presidencia de la
mesa, y allá empezó la francachela.
Las puertas fueron cerradas, de modo que nada de fuera pudiese
llegar hasta nosotros, ni nada nuestro salir al exterior. Nos
aislaba un abismo, un abismo de todo: de bebidas, de manjares...
Pero, sobre todo, un abismo de desenfreno -no quiero decir
indecente, pero sí salvaje, frenético- tal que no podría
describirlo. Ni tampoco hay que pedírmelo porque, al verme encerrado
allí y aislado del mundo, me quedé sobrecogido y me apresuré a
emborracharme. De manera que no voy a pintar cómo transcurrió
aquella noche porque mi pluma no es capaz de describir todo eso.
Sólo recuerdo dos episodios épicos y el final; pero precisamente
ellos encerraban lo más terrible.
IV
Un criado anunció la presencia de cierto Iván Stepánovich, que
resultó ser un fabricante y comerciante moscovita de mucho fuste.
Se produjo una pausa.
-He dicho que no entre nadie -contestó mi tío.
-Insiste mucho.
-¿Y dónde estaba antes? Que se marche por donde ha venido.
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