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El tren
había recorrido sólo pocos kilómetros (y el camino era largo, nos
detendríamos recién en la lejanísima estación de llegada, después de
correr durante casi diez horas) cuando vi por la ventanilla, en un
paso a nivel, a una muchacha. Fue una casualidad, podía haber mirado
tantas otras cosas y en cambio mi mirada cayó sobre ella, que no era
hermosa ni tenía nada de extraordinario. ¡Quién sabe por qué había
reparado en ella! Era evidente que estaba apoyada en la barrera para
disfrutar de la vista de nuestro tren, superdirecto, expreso al
norte, símbolo -para aquella gente inculta- de vida fácil,
aventureros, espléndidas valijas de cuero, celebridades, estrellas
cinematográficas... Una vez al día este maravilloso espectáculo y
absolutamente gratuito, por añadidura.
Pero cuando el tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en
nuestra dirección se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba
corriendo y le gritaba algo que nosotros, naturalmente, no pudimos
oír, como si acudiera a prevenirla de un peligro. Solamente fue un
instante: la escena voló, quedó atrás y yo me quedé preguntándome
qué preocupación le había traído aquel hombre a la muchacha que
había venido a contemplarnos. Y ya estaba por adormecerme, al
rítmico bamboleo del tren, cuando quiso la casualidad -se trataba
seguramente de una pura y simple casualidad- que reparara en un
campesino parado sobre un murito, que llamaba y llamaba hacia el
campo, haciéndose bocina con las manos. También esta vez fue un
momento porque el expreso siguió su camino, aunque me dio tiempo de
ver a seis o siete personas que corrían a través de las praderas,
los cultivos, la hierba medicinal, pisoteándola sin miramientos.
Debía ser algo importante. Venían de diferentes lugares -de una
casa, de una fila de viñas, de una abertura en la maleza- pero todos
corrían directamente al murito, acudiendo alarmados, al llamado del
muchacho. Corrían, sí, ¡por Dios cómo corrían!, espantados por
alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente, quebrando
la paz de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito apenas un
relámpago; no tuvimos tiempo de observar nada más.
"¡Qué extraño!", pensé, "en pocos kilómetros ya dos casos de gente
que recibe, de golpe, una noticia" (eso, al menos, era lo que yo
presumía). Ahora, vagamente sugestionado, escrutaba el campo, las
carreteras, los paisajes, con presentimiento e inquietud.
Seguramente estaba influido por el especial estado de ánimo, pero lo
cierto es que cuanto más observaba a la gente, más me parecía
encontrar en todos lados una inusitada animación. ¿Por qué aquel ir
y venir en los patios, aquellas afanadas mujeres, aquellos
carros...? En todos los lados era lo mismo. Aunque a esa velocidad
era imposible distinguir bien, hubiera jurado que toda esa agitación
respondía a una misma causa. ¿Se celebraría alguna procesión en la
zona? ¿O los hombres se dispondrían a ir al mercado? El tren
continuaba adelante y todo seguía igual, a juzgar por la confusión.
Era evidente que todo se relacionaba: la muchacha del paso a nivel,
el joven sobre el muro, el ir y venir de los campesinos: algo había
sucedido y nosotros, en el tren, no sabíamos nada.
Miré a mis compañeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros
en el corredor. No se habían dado cuenta de nada. Parecían
tranquilos y una señora de unos sesenta años, frente a mí, estaba a
punto de dormirse. ¿O acaso sospechaban? Sí, sí, también ellos
estaban inquietos y no se atrevían a hablar. Más de una vez los
sorprendí echando rápidas miradas hacia fuera. Especialmente la
señora somnolienta, sobre todo ella, miraba de reojo, entreabriendo
apenas los párpados y después me examinaba cuidadosamente para ver
si la había descubierto. Pero, ¿de qué teníamos miedo?
Nápoles.
Aquí, habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso, no,
hoy no. Desfilaron cerca las viejas casas y en los patios oscuros se
veían ventanas iluminadas. En aquellos cuartos -fue un instante-
hombres y mujeres aparecían inclinados, haciendo paquetes y cerrando
valijas. ¿O me engañaba y todo era producto de mi fantasía?
Se preparaban para marcharse. "¿Adónde?", me preguntaba.
Evidentemente no era una noticia feliz, pues había como una especie
de alarma generalizada tanto en la campaña como en la ciudad. Una
amenaza, un peligro, el anuncio de inaugural.
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ALGO HABÍA SUCEDIDO
Por Dino
Buzzati*
Un joven
a mi lado, simulando que se desperezaba, se había puesto de pie. En
realidad quería ver mejor y se inclinaba sobre mí para estar más
cerca del vidrio. Afuera, el campo, el sol, los caminos blancos;
sobre los caminos, carros, camiones, grupos de gente a pie, largas
caravanas, semejantes a las que marchan en dirección a la iglesia el
día del santo patrón de la ciudad. Ya eran cientos, cada vez más
gentío a medida que el tren se acercaba al norte. Y todos llevaban
la misma dirección, descendían hacia el mediodía, huían del peligro
mientras nosotros íbamos directamente a su encuentro; a velocidad
enloquecida nos precipitábamos, corríamos hacia la guerra, la
revolución, la peste, el fuego... ¿Qué más podía pasarnos? No lo
sabríamos hasta dentro de cinco horas, en el momento de llegar, y
seguramente sería demasiado tarde.
Nadie decía nada. Ninguno quería ser el primero en ceder. Cada uno
quizás dudara de sí mismo, como yo, y en la incertidumbre se
preguntara si toda aquella alarma sería real o simplemente una idea
loca, una alucinación, una de esas ocurrencias absurdas que suelen
asaltarnos en el tren, cuando ya se está un poco cansado. La señora
de enfrente lanzó un suspiro, aparentando que recién se despertaba,
e igual que aquel que saliendo efectivamente del sueño levanta la
mirada mecánicamente, así ella levantó las pupilas, fijándolas, casi
por azar, en la manija de la señal de alarma. Y también todos
nosotros miramos el aparato, con idéntico pensamiento. Nadie se
atrevió a hablar o tuvo la audacia de romper el silencio o
simplemente osó preguntar a los otros si habían advertido, afuera,
algo alarmante.
Ahora las
carreteras hormigueaban de vehículos y gente, todos en dirección al
sur. Nos cruzábamos con trenes repletos de gente. Los que nos veían
pasar, volando con tanta prisa hacia el norte, nos miraban
desconcertados. Un multitud había invadido las estaciones. Algunos
nos hacían señales, otros nos gritaban frases de las cuales se
percibían solamente las voces, como ecos de la montaña.
La señora de enfrente empezó a mirarme. Con las manos enjoyadas
estrujaba nerviosamente un pañuelo, mientras suplicaba con la
mirada. Parecía decir: si alguien hablaba... si alguno de ustedes
rompiera al fin este silencio y pronunciara la pregunta que todos
estamos esperando como una gracia y ninguno se atreve a formular...
Otra ciudad. Como al entrar en la estación el tren disminuyó su
velocidad, dos o tres se levantaron con la esperanza de que se
detuviera. No lo hizo y siguió adelante como una estruendosa
turbonada a lo largo de los andenes donde, en medio de un caótico
montón de valijas, un gentío se enardecía, esperando, seguramente,
un convoy que partiera. Un muchacho intentó seguirnos con un paquete
de diarios y agitaba uno que tenía un gran titular negro en la
primera página. Entonces, con un gesto repentino, la señora que
estaba frente a mí se asomó, logrando detener por un momento el
periódico, pero el viento se lo arrancó impetuosamente.
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Entre los dedos le quedó un
pedacito. Advertí que sus manos temblaban al desplegarlo. Era un
papelito casi triangular. Del enorme título, sólo quedaban tres
letras: ION, se leía. Nada más. Sobre el reverso aparecían
indiferentes noticias periodísticas.
Sin decir palabra, la señora levantó un poco el fragmento, a fin de
que pudiéramos verlo. Todos lo habíamos visto, aunque ella
aparentaba ignorarlo. A medida que crecía el miedo, nos volvíamos
más cautelosos. Corríamos como locos hacia una cosa que terminaba en
ION y debía de tratarse de algo espeluznante; poblaciones enteras se
daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso había roto la vida del
país, hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando
casas, trabajos, negocios, todo, pero nuestro tren no, el maldito
aparato, del cual ya nos sentíamos parte como un pasamano más, como
un asiento, marchaba con la regularidad de un reloj, a la manera de
un soldado honesto que se separa del grueso del ejército derrotado
para llegar a su trinchera, donde ya la ha cercado el enemigo. Y por
decencia, por un respeto humano miserable, ninguno de nosotros tenía
el coraje de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se parecen a la vida!
Faltaban dos horas. Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabríamos
la suerte que nos esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una
hora. Ya descendía la oscuridad. Vimos a lo lejos las luces de
nuestra anhelada ciudad y su inmóvil resplandor reverberante, un
halo amarillo en el cielo, nos volvió a dar un poco de coraje.
La locomotora emitió un silbido, las ruedas resonaron sobre el
laberinto de los cambios. La estación, la superficie -ahora oscura-
del techo de vidrio, las lámparas, los carteles, todo estaba como de
costumbre. Pero, ¡horror! Aún el tren se movía, cuando vi que la
estación estaba desierta, los andenes vacíos y desnudos. Por más que
busqué no pude encontrar una figura humana. El tren se detuvo, al
fin. Corrimos por el andén hacia la salida, a la caza de alguno de
nuestros semejantes. Me pareció entrever al fondo, en el ángulo
derecho, casi en la penumbra, a un ferroviario con su gorro que
desaparecía por una puerta, aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No
encontraríamos un alma en la ciudad? De pronto, la voz de una mujer,
altísima y violenta como un disparo, nos hizo estremecer. "¡Socorro!
¡Socorro!", gritaba y el grito repercutió bajo el techo de vidrio
con la vacía sonoridad de los lugares abandonados para siempre.
FIN
*"Algo había sucedido", por el autor italiano Dino Buzzati
(1906-1972).
http://en.wikipedia.org/wiki/Dino_Buzzati
Dino Buzzati
País de origen: Italia
Nacimiento: Belluno, 16 de octubre de 1906
Murió en: Milán, 28 de enero de 1972
Escritor y periodista italiano, Dino Buzzati nació en Belluno el 16
de octubre de 1906. Trabajó durante casi toda su carrera para el
diario Corriere della sera.
Conocido por sus cuentos, en los que suele mezclar elementos
fantásticos o de ciencia ficción, sus novelas beben de influencias
kafkianas, con enrevesadas situaciones y grandes dosis de
desesperación.
Dentro de la obra de Buzzati habría que destacar El desierto de los
tártaros (1940), que gozó de gran éxito a nivel internacional y fue
llevada al cine en 1976 por Valerio Zurlini.
Dino Buzzati murió en Milán el 28 de enero de 1972.
Premio Strega 1958
Todos los libros y obras de Dino Buzzati
Las noches difíciles 2009
El colombre 2008
Poema en viñetas 2006
Los siete mensajeros y otros relatos 2005
Un amor 2004
El gran retrato 1960 (2006)
Sesenta relatos 1958 (2006)
La famosa invasión de Sicilia por los osos 1945 (2006)
El Desierto de los tártaros 1940 (2005)
El secreto del bosque viejo 1935 (2006)
Barnabo de las montañas 1933 (2007)
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