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Nota breve:
El 4 de enero del año 1960, siendo las 13.55, viajaban hacia Paris
en un automóvil de la marca Facel-Vega que se estrella contra un
árbol. En el iban el editor Michel Gallimard, al volante, quien
quedó malherido y fallece cinco días después. Su esposa, Janine, y
su hija, Anne, viajaban en el asiento taraceo y logran sobrevivir al
accidente. El escritor Albert Camus, que estaba sentado en el
asiento del copiloto, muere instantáneamente a sus 46 años.
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El maestro vio a los dos hombres que venían hacia él. El uno iba a
caballo, el otro a pie. Todavía no habían emprendido el ascenso de
la abrupta ladera que conducía a la escuela, construida en el flanco
de una colina. Avanzaban trabajosamente, progresando con lentitud en
la nieve, entre las piedras, sobre la inmensa llanura del páramo
desierto. De vez en cuando el caballo se encabritaba a ojos vistas.
Aún no se le oía pero se veía el chorro de vapor que le brotaba
entonces de los ollares. Al menos uno de los hombres conocía la
comarca. Seguían la pista que sin embargo había desaparecido desde
hacía varios días bajo una capa blanca y sucia. El maestro calculó
que no llegarían a la colina antes de media hora. Hacía frío; volvió
a entrar en la escuela para buscar un guardapolvos.
Cruzó el aula vacía y helada. En la pizarra los cuatro ríos de
Francia, dibujados con cuatro barras de tiza de colores diferentes,
bajaban hacia sus estuarios desde hacía tres días. La nieve había
empezado a caer brutalmente a mediados de octubre, después de ocho
meses de sequía, sin que hubiera habido una transición lluviosa, y
la veintena de escolares que vivían en los pueblos diseminados por
el páramo ya no venían. Había que esperar al buen tiempo. Daru sólo
calentaba la habitación única que constituía su alojamiento, junto
al aula de clase, abierta también hacia el páramo, al este. También,
como en las aulas, una ventana daba además al mediodía. Por aquella
parte, la escuela se hallaba a unos kilómetros del lugar donde la
meseta comenzaba a inclinarse hacia el sur. En tiempo claro se
podían distinguir las masas violetas de los contrafuertes montañosos
donde se abrían las puertas del desierto.
Después de entrar algo en calor, Daru volvió a la ventana desde
donde había descubierto por primera vez a los dos hombres. Ya no se
les podía ver. Por lo tanto habían empezado a subir la loma. El
cielo estaba menos oscuro: la nieve había dejado de caer por la
noche. Había amanecido con una luz sucia que apenas se había ido
haciendo más intensa a medida que se levantaba el techo de nubes. A
las dos de la tarde se hubiera dicho que la mañana apenas comenzaba.
Pero más valía eso que los tres días en que la nieve había estado
cayendo en medio de unas tinieblas incesantes, con pequeños saltos
de viento que sacudían la puerta de doble batiente del aula. Daru
había aguardado entonces pacientemente durante largas horas en su
habitación, de la que no había salido salvo para ir al cobertizo a
ocuparse de las gallinas y coger carbón. Afortunadamente, la
camioneta de Tadjid, el pueblo más cercano, al norte, había traído
las provisiones dos días antes de la borrasca. Volvería dentro de
cuarenta y ocho horas.
Tenía, por otro lado, con qué resistir un asedio, con aquellos sacos
de trigo que la administración le había dejado como reserva para
distribuir a los escolares cuyas familias habían sido víctimas de la
sequía y que abarrotaban su pequeña habitación. En realidad, la
desgracia los alcanzaba a todos porque todos eran pobres. Daru había
distribuido a los más pequeños una ración cada día. Bien sabía que
durante aquellos días les habría faltado. Quizá viniera aquella
tarde alguno de los padres o algún hermano mayor y podría
aprovisionarle de grano. Había que cubrir el paréntesis hasta la
próxima cosecha, sencillamente. Ahora llegaban barcos con cereal de
Francia, lo más duro ya había pasado. Pero sería difícil olvidar
aquella miseria, aquel ejército de fantasmas harapientos errantes
bajo el sol, los páramos calcinados un mes tras otro, la tierra
resquebrajándose poco a poco, literalmente torrefactada, cada piedra
deshaciéndose en polvo bajo los pies. Entonces las ovejas habían
muerto a millares, y también algunos hombres, aquí y allá, sin que
pudiera saberse a ciencia cierta.
Ante aquella miseria, él, que vivía casi como un monje en aquella
escuela perdida, contento por otro lado con lo poco que tenía y con
aquella vida ruda, se había sentido como un señor, entre sus paredes
enfoscadas, con su estrecho diván, sus estanterías de madera sin
barnizar, su pozo y su abastecimiento semanal de agua y alimentos. Y
de repente, toda aquella nieve, sin advertencia previa, sin el
relajamiento de la lluvia. Así era la tierra, cruel con la vida,
incluso sin hombres, los cuales, además, no solucionaban nada. Pero
Daru había nacido allí. En cualquier otra parte se sentía exiliado.
Salió al exterior y avanzó hacia la explanada, delante de la
escuela. Los dos hombres se hallaban ya a media ladera. Distinguió
al hombre de a caballo, Balducci, el viejo gendarme al que conocía
desde hacía mucho tiempo. Balducci traía a un árabe a pie detrás de
él, con las manos atadas al cabo de una cuerda y la frente baja. El
gendarme hizo un gesto de saludo al que Daru no respondió, absorto
mientras contemplaba al árabe vestido con una chilaba que en otro
tiempo había sido azul, con los pies calzados con sandalias pero
cubiertos con gruesos calcetines de lana cruda, con la cabeza
cubierta con un fez estrecho y corto. Se fueron acercando. Balducci
llevaba su cabalgadura al paso para no forzar al árabe y el grupo
avanzaba lentamente.
Al alcance de la voz Balducci gritó: «¡Una hora para hacer los tres
kilómetros desde El Ameur hasta aquí!» Daru no respondió. Corto y
cuadrado en su espeso guardapolvos, les fue viendo subir. El árabe
no había levantado la cabeza ni una sola vez. «Bienvenidos —dijo
Daru cuando hubieron llegado a la explanada—. Entrad a calentaros.»
Balducci se apeó trabajosamente del caballo sin soltar la cuerda.
Sonrió al maestro de escuela con sus bigotes enhiestos. Sus pequeños
ojos oscuros, muy hundidos bajo la frente curtida, y su boca rodeada
de arrugas le daban un aspecto atento y aplicado. Daru tomó al
caballo por la brida, lo condujo al cobertizo y regresó a la escuela
donde los dos hombres le estaban esperando. Les hizo pasar a la
habitación. «Voy a calentar el aula —dijo—. Estaremos más a gusto.»
Cuando volvió a la habitación, Balducci se había tumbado en el
diván. Había desanudado la cuerda que le mantenía atado al árabe y
éste se había acuclillado cerca de la estufa. Con las manos todavía
amarradas y el fez en el cogote, miraba a través de la ventana. Al
principio Daru sólo vio sus enormes labios, lisos, abultados, casi
negroides; la nariz sin embargo era recta, los ojos oscuros, llenos
de fiebre. El fez dejaba al descubierto una frente obstinada y, bajo
la piel requemada aunque algo descolorida por el frío, toda su cara
tenía un aire a la vez inquieto y rebelde que sorprendió a Daru
cuando el árabe, volviendo el rostro hacia él, le clavó los ojos.
«Pasad al lado, dijo el maestro, voy a preparar té a la menta.»
«Gracias —dijo Balducci—. ¡Vaya faena! ¡A ver si me jubilo de una
vez!» Y dirigiéndose al árabe prisionero: «Tú, ven.» El árabe se
levantó y, lentamente, manteniendo las muñecas por delante, pasó a
la escuela.
Daru trajo una silla con el té. Pero Balducci ya se había instalado
en el primer pupitre y el árabe se había acuclillado contra el
estrado del maestro, frente a la estufa, que se encontraba entre la
mesa y la ventana. Cuando ofreció el vaso al prisionero Daru dudó
ante sus manos atadas. «A lo mejor se le podría desatar.» «Claro que
sí —dijo Balducci—. Era sólo para el viaje.» Hizo ademán de
levantarse. Pero Daru, dejando el vaso en el suelo, se había
arrodillado junto al árabe. Éste, sin decir nada, le dejó hacer
mirándole con sus ojos enfebrecidos. Cuando tuvo las manos libres se
frotó una contra otra las muñecas hinchadas, tomó el vaso de té y
bebió el líquido ardiente a pequeños sorbos rápidos.
—Bien —dijo Daru—. ¿Dónde vais así?
Balducci sacó sus bigotes del té:
—Aquí, hijo mío.
—Vaya alumnos. ¿Vais a dormir aquí?
—No. Yo me vuelvo a El Ameur. Y tú vas a entregar aquí al compañero
a Tinguit. Le esperan en la comuna mixta.
Balducci miró a Daru con una leve sonrisa amistosa.
—Qué me estás contando —dijo el maestro—. ¿Me estás tomando el pelo?
—No, hijo mío, no. Son órdenes.
—¿Ordenes? Yo no puedo… —Daru titubeó; no quería molestar al viejo
corso—. Pero bueno, ése no es mi oficio…
—¡Eh! ¡Qué me quieres decir con eso! En la guerra se hacen todos los
oficios.
—Entonces esperaré la declaración de guerra.
Balducci aprobó con la cabeza.
—Bueno. Pues aquí están las órdenes y te conciernen a ti también.
Parece que va a haber jaleo. Se habla de que se prepara una
revuelta. En cierto modo estamos movilizados.
Daru seguía con su aire obstinado.
—Escúchame, hijo —dijo Balducci—. Yo te aprecio, y me tienes que
comprender. En todo El Ameur somos una docena para patrullar por un
territorio de la extensión de un pequeño departamento y yo tengo que
regresar. Me han dicho que te entregue a este pájaro y que regrese
sin tardanza. En su pueblo empiezan a moverse, querían liberarle.
Tienes que llevarle a Tinguit mañana. No me digas que a un hombre
fuerte como tú le dan miedo esos veinte kilómetros. Después, se
acabó. Te vuelves con tus alumnos a la buena vida.
Se oía al caballo agitarse y patear con el casco detrás de la pared.
Daru miraba por la ventana. Era evidente que el tiempo empezaba a
aclarar, la luz se iba extendiendo sobre el páramo nevado. Cuando
toda la nieve se hubiera fundido el sol reinaría de nuevo y
abrasaría una vez más los campos de piedra. Y otra vez, durante días
enteros, el cielo volcaría su luz seca sobre la llanura solitaria
donde no había nada que recordara la presencia del hombre.
—En fin —dijo volviéndose hacia Balducci—. ¿Qué es lo que ha hecho?
—Y antes de que el gendarme abriera la boca preguntó—: ¿Habla
francés?
—Ni una palabra. Se le buscaba desde hacía un mes, pero lo estaban
ocultando. Mató a su primo.
—¿Está contra nosotros?
—No lo creo. Pero eso nunca se puede saber.
—¿Por qué le ha matado?
—Creo que por asuntos de familia. Al parecer el uno le debía grano
al otro. No está claro. En fin, resumiendo, mató a su primo de un
tajo de hoz. Ya sabes, como a un cordero, ras…
Balducci hizo el gesto de pasar una cuchilla por
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El huésped
Por
Albert Camus
la
garganta y atrajo la atención del árabe que le miró con una especie
de inquietud. De repente a Daru le invadió una súbita cólera
contra aquel hombre, contra todos los hombres y su sucia maldad, sus
odios incansables, sus sangrientas locuras.
Pero la tetera empezaba a silbar sobre la estufa. Volvió a servir té
a Balducci, dudó un instante y sirvió de nuevo al árabe que bebió
con avidez por segunda vez. Al levantar los brazos se entreabría su
chilaba y el maestro pudo ver su pecho flaco y musculoso.
—Gracias, hijo —dijo Balducci—. Y ahora me largo.
Se
levantó y se dirigió hacia el árabe sacando un cordel de su
bolsillo.
—¿Qué haces? —preguntó secamente Daru.
Balducci, sorprendido, le mostró la cuerda.
—No es necesario.
El viejo gendarme titubeó.
—Como quieras. Me imagino que estás armado.
—Tengo mi escopeta de caza.
—¿Dónde?
—En el baúl.
—Deberías
tenerla cerca de la cama.
—¿Por qué? No tengo nada que temer.
—Estás loco, hijo. Si se rebelan, nadie estará a salvo, estamos
todos en el mismo saco.
—Me defenderé. Tengo tiempo de verlos llegar.
Balducci se echó a reír y luego de repente los bigotes volvieron a
cubrir sus dientes todavía blancos.
—¿Que tienes tiempo? Bueno. Lo que yo digo. Siempre has estado algo
majara. Y por eso te aprecio, porque mi hijo era también así.
Al mismo tiempo, sacó el revólver y lo dejó sobre el escritorio.
—Guárdalo. De aquí a El Ameur no tengo necesidad de dos armas.
El revólver brillaba sobre la pintura negra de la mesa. Cuando el
gendarme se volvió hacia él, el maestro sintió su olor a cuero y a
caballo.
—Escucha, Balducci —dijo Daru de repente—. Todo esto me asquea, y lo
que más me asquea de todo es el tipo éste. Pero no iré a entregarle.
Si es necesario combatiré. Pero esto no.
El viejo gendarme se mantenía frente a él y le miraba con severidad.
—Estás haciendo tonterías —dijo lentamente—. A mí tampoco me gusta
esto. A pesar de los años nunca se acostumbra uno a pasarle una
cuerda a un hombre, incluso da vergüenza, sí. Pero no se les puede
dejar hacer lo que quieran.
—No iré a
entregarle —repitió Daru.
—Es una orden, hijo. Te lo repito.
—Eso es. Repíteles lo que te he dicho: no le entregaré.
Balducci hizo un visible esfuerzo de reflexión. Miró al árabe y a
Daru. Al fin se decidió:
—No. No les diré nada. Si no quieres cooperar, haz lo que quieras,
no te denunciaré. Tengo órdenes de entregar al prisionero y eso es
lo que hago. Y ahora me vas a firmar un papel.
—Es inútil. No voy a negar que me lo has entregado.
—No te portes mal conmigo. Ya sé que dirás la verdad. Eres de aquí,
eres un hombre. Pero tienes que firmar, son las normas.
Daru abrió su cajón, sacó un pequeño frasco de tinta violeta, el
palillero de madera roja con el plumín estilo sargento que utilizaba
para trazar los modelos de caligrafía y firmó. El gendarme dobló
cuidadosamente el papel y lo guardó en su portafolios. Después se
dirigió hacia la puerta.
—Te acompaño —dijo Daru.
—No —dijo Balducci—. No es necesaria tanta cortesía. Me has
insultado.
Miró al árabe, inmóvil en el mismo lugar, suspiró con aire pesaroso
y se volvió hacia la puerta: «Adiós, hijo», dijo. La puerta batió
tras él. Balducci surgió del otro lado de la ventana y desapareció.
Sus pasos se ahogaron en la nieve. El caballo se agitó detrás de la
pared y las gallinas se alborotaron. Un instante después, Balducci
volvió a pasar delante de la ventana llevando al caballo por la
brida. Fue avanzando hacia el terraplén sin volverse, desapareció
primero y el caballo le siguió. Una piedra gruesa rodó blandamente.
Daru se volvió hacia el prisionero, que no se había movido, pero que
no apartaba la mirada de él. «Espera», dijo el maestro en árabe, y
se dirigió hacia la habitación. En el momento de cruzar el umbral
tuvo un reflejo, fue hacia el escritorio, cogió el revólver y se lo
metió en el bolsillo. Después, sin volverse, entró en su habitación.
Permaneció tendido largo rato en el diván, viendo cómo el cielo se
iba cerrando poco a poco, escuchando el silencio. Lo que más penoso
le había parecido a su llegada, después de la guerra, había sido
aquel silencio. Había solicitado un puesto en aquella pequeña ciudad
al pie de los contrafuertes que separan el desierto de los altos
páramos. Allí, unas murallas rocosas, verdes y negras hacia el
norte, rosadas o malvas al sur, marcaban la frontera del eterno
verano. Le habían destinado en un puesto más al norte, en los mismos
páramos. Al principio, la soledad y el silencio en aquellas tierras
ingratas que únicamente habitaban las piedras le habían sido duros.
A veces, algunos surcos hacían pensar en cultivos, pero habían sido
cavados para extraer cierta piedra adecuada para la construcción.
Allí solamente se labraba la tierra para cosechar guijarros. Otras
veces se arrancaban algunos puñados de tierra, acumulada en las
hondonadas, para nutrir los escuálidos huertos de las aldeas. Así
era, las tres cuartas partes de la comarca estaban cubiertas de
guijarros. Allí las ciudades nacían, brillaban y desaparecían; los
hombres pasaban, se amaban o se lanzaban dentelladas a la garganta,
y después morían. En aquel desierto nadie era nada, ni él ni su
huésped. Y sin embargo, Daru sabía que ni el uno ni el otro hubieran
podido vivir de verdad fuera de aquel desierto.
Cuando se levantó no llegaba ningún ruido procedente del aula. Se
alegró del franco júbilo que le invadió al pensar que el árabe
pudiera haber huido, y que se iba a encontrar solo, sin tener que
decidir nada. Pero el prisionero estaba allí. Únicamente se había
acostado todo a lo largo entre la estufa y el escritorio. Miraba el
techo con los ojos abiertos. En aquella postura se veían sobre todo
sus labios abultados que le daban un aspecto burlón. «Ven», dijo
Daru. El árabe se levantó y le siguió. El maestro le señaló una
silla cerca de la mesa, bajo la ventana de la habitación. El árabe
se acomodó sin dejar de mirar a Daru.
—¿Tienes hambre?
—Sí —dijo el prisionero.
Daru instaló dos cubiertos. Tomó harina y aceite, amasó una torta en
una fuente y encendió el hornillo de butano. Mientras la torta se
cocía salió para volver con queso, huevos, dátiles y leche
condensada que había cogido del cobertizo. Cuando la torta terminó
de cocerse la puso a enfriar en el pretil de la ventana, calentó la
leche condensada disuelta en agua y para terminar batió una tortilla
con los huevos. En uno de sus movimientos se topó con el revólver
que tenía hundido en el bolsillo derecho. Dejó el tazón, pasó al
aula y puso el revólver en el cajón del escritorio. Cuando regresó a
la habitación la noche estaba cayendo. Encendió la luz y sirvió al
árabe. «Come», dijo. El otro tomó un pedazo de torta, se lo llevó
rápidamente a la boca y se detuvo.
—¿Y tú? —dijo.
—Después de ti. Yo también comeré.
Los abultados labios se abrieron un poco. El árabe titubeó y luego
mordió resueltamente la torta.
Cuando terminaron de comer, el árabe miró al maestro.
—¿Eres tú el juez?
—No, yo te guardo hasta mañana.
—¿Por qué comes conmigo?
—Tengo hambre.
El otro se calló. Daru se levantó y salió. Regresó del cobertizo con
un catre de campaña, le extendió entre la mesa y la estufa,
perpendicular a su propio lecho. De una maleta grande que servía, de
pie en un rincón, de estantería para los archivos, sacó dos mantas y
las dispuso sobre el catre. Después se detuvo, se sintió inactivo,
se sentó en su cama. Ya no había más que hacer ni que preparar.
Había que mirar a aquel hombre. Por lo tanto le miró, intentando
imaginarse aquel rostro arrebatado por el furor. No lo conseguía.
Únicamente veía su mirada, a la vez sombría y brillante, y su boca
de animal.
—¿Por qué le mataste? —preguntó con una voz cuya hostilidad le
sorprendió.
El árabe apartó la mirada.
—Se escapó. Eché a correr detrás de él.
Alzó los ojos hacia Daru. Estaban llenos de una especie de
interrogación infeliz.
—¿Qué me van a hacer ahora?
—¿Tienes miedo?
El otro se irguió apartando los ojos.
—¿Lo lamentas?
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El árabe,
con la boca abierta, no le miró. Aparentemente no comprendía nada.
La irritación se iba apoderando de Daru. Al mismo tiempo se sentía
torpe y crispado dentro de su corpachón, atrapado entre las dos
camas.
—Túmbate ahí —dijo con impaciencia—. Es tu cama.
El árabe no se movió. Se dirigió a Daru:
—¡Oye!
El maestro le miró.
—¿Vuelve mañana el gendarme?
—No lo
sé.
—¿Vienes con nosotros?
—No lo sé. ¿Por qué?
El prisionero se levantó y se tumbó sobre las mismas mantas, con los
pies hacia la ventana. La luz de la bombilla eléctrica le caía justo
en los ojos y los cerró al momento.
—¿Por qué? —repitió Daru, de pie delante del catre.
El árabe abrió los ojos bajo la luz cegadora y le miró esforzándose
por no pestañear.
—Ven con nosotros —dijo.
Más tarde, en medio de la noche, Daru seguía sin poder dormir. Se
había metido en la cama después de desnudarse completamente:
normalmente se acostaba desnudo. Pero cuando se encontró sin ropa en
medio de la habitación dudó unos instantes. Se sintió vulnerable y
le vino la tentación de volver a vestirse. Después se encogió de
hombros; se había visto en otras y si era necesario haría pedazos al
adversario. Le podía observar desde su cama, tendido de espaldas,
aún inmóvil y con los ojos cerrados bajo la luz violenta. Cuando
Daru apagó la luz, las tinieblas parecieron congelarse de golpe.
Poco a poco la noche resucitó en la ventana, donde el cielo sin
estrellas se agitaba blandamente. El maestro distinguió pronto el
cuerpo tendido delante de él. El árabe seguía sin moverse pero sus
ojos parecían abiertos. Un viento tenue rondaba alrededor de la
escuela. Quizá despejaría las nubes y volvería el sol.
El viento
aumentó durante la noche. Las gallinas se removieron un poco, luego
callaron. El árabe se volvió de lado presentando la espalda a Daru,
y éste creyó oírle gemir. Después estuvo al acecho de su
respiración, más fuerte y regular. Escuchó aquel aliento cercano y
soñaba sin poder dormirse. En la habitación, donde hacía un año que
dormía solo, aquella presencia le molestaba. Pero le molestaba
también porque le imponía una especie de fraternidad que en las
circunstancias presentes rechazaba, y que conocía bien: los hombres
que comparten la misma habitación, soldados o prisioneros, quedan
unidos por un extraño lazo, como si se despojaran de sus armaduras
al mismo tiempo que de sus vestidos, y como si cada noche se
juntaran, por encima de sus diferencias, en la antigua comunidad del
sueño y la fatiga. Pero Daru despejó esos pensamientos, no le
gustaban esas tonterías, tenía que dormir.
Sin embargo, algo más tarde, cuando el árabe se agitó
imperceptiblemente, el maestro seguía sin poder dormir. Al segundo
movimiento del prisionero se puso tenso, en alerta. El árabe se
incorporó lentamente sobre un brazo, con un movimiento casi de
sonámbulo. Sentado sobre la cama, esperó, inmóvil, sin volver la
cabeza hacia Daru, como si estuviera escuchando con la mayor
atención. Daru no se movió: se le acababa de ocurrir que el revólver
se había quedado en el cajón del escritorio. Más valía actuar
enseguida. Sin embargo, continuó observando al prisionero, que, con
el mismo movimiento sin roces, había plantado los pies en el suelo
y, después de esperar un rato, comenzaba a levantarse lentamente.
Daru iba a llamarle cuando el árabe empezó a andar, esta vez con un
paso natural, pero extraordinariamente silencioso. Se dirigía hacia
la puerta del fondo, que daba al cobertizo. Hizo girar el picaporte
con precaución y salió tirando de la puerta tras de él, sin llegar a
cerrarla. Daru no se movió. Únicamente pensó: «Se escapa. Un
problema menos.» Sin embargo, aguzó el oído. Las gallinas no se
movían: por lo tanto el otro estaba en el campo. Entonces le llegó
un débil ruido de agua y no entendió de qué se trataba hasta que el
árabe apareció otra vez en el marco de la puerta, la volvió a cerrar
con cuidado y se acostó de nuevo sin un ruido. Daru entonces le
volvió la espalda y se durmió. Más tarde aún le pareció oír desde el
fondo del sueño unos pasos furtivos alrededor de la escuela. «Estoy
soñando, estoy soñando», repitió. Y dormía.
Cuando se despertó el cielo se había despejado; por entre las juntas
de la ventana entraba un aire frío y puro. El árabe dormía,
acurrucado ahora bajo las mantas, totalmente entregado al sueño.
Pero cuando Daru le sacudió tuvo un sobresalto terrible, mirando a
Daru sin reconocerle, con ojos dementes, y una expresión tan
aterrorizada que el maestro retrocedió un paso. «No tengas miedo.
Soy yo. Hay que comer.» El árabe sacudió la cabeza y dijo sí. La
calma volvió a su rostro pero su expresión seguía ausente y
distraída.
El
café estuvo listo. Lo bebieron sentados ambos en el catre de
campaña, mordisqueando un pedazo de torta. Después Daru acompañó al
árabe al cobertizo y le mostró el grifo donde él se aseaba. Regresó
a la habitación, recogió las mantas y el catre, hizo su propia cama
y puso orden en el cuarto. Entonces salió a la explanada pasando por
la escuela. El sol se alzaba ya en el cielo azul; una luz tierna y
viva inundaba el páramo desierto. La nieve se fundía en algunos
lugares de la ladera. De nuevo iban a aparecer las piedras. En
cuclillas, al borde del terraplén, el maestro contempló la extensión
desierta. Pensó en Balducci. Le había ofendido, le había despedido
de manera desagradable, como si no quisiera que le metieran en el
mismo saco que él. Volvió a oír la despedida del gendarme y, sin
saber por qué, se sintió extrañamente vacío y vulnerable. En aquel
momento, del otro lado de la escuela, el prisionero tosió. Daru le
escuchó, casi a pesar suyo, después, furioso, tiró una piedra que
silbó en el aire antes de hundirse en la nieve. El crimen estúpido
de aquel hombre le sublevaba, pero entregarle era contrario al
honor: sólo pensarlo le volvía loco de humillación. Y maldecía a la
vez a los suyos, que le enviaban a aquel árabe, y también le
maldecía a él, que se había atrevido a matar sin haber sabido huir.
Daru se levantó, dio vueltas en círculo en el terraplén, después
esperó, inmóvil, y finalmente volvió a entrar en la escuela.
Inclinado sobre el suelo de cemento del cobertizo el árabe se lavaba
los dientes con dos dedos. Daru le miró y después dijo: «Ven».
Regresó a la habitación precediendo al prisionero. Se puso un
chaquetón de caza por encima de su guardapolvos y se calzó unos
zapatos de monte. Esperó fuera, de pie, a que el árabe se pusiera su
fez y sus sandalias. Pasaron a la escuela y el maestro señaló la
salida a su compañero: «Ve andando», dijo. El otro no se movió. «Te
sigo», dijo Daru. El árabe salió. Daru volvió a la habitación para
hacer un paquete con galletas, dátiles y azúcar. Antes de salir
titubeó unos segundos en el aula, delante de su escritorio, después
cruzó el umbral de la escuela y cerró la puerta. «Es por allí»,
dijo. Tomó la dirección del este, seguido del prisionero. Pero a
poca distancia de la escuela le pareció oír un leve ruido detrás de
él. Volvió sobre sus pasos para inspeccionar los alrededores de la
casa: no había nadie. El árabe le veía actuar sin comprender
aparentemente nada. «Vamos», dijo Daru.
Anduvieron durante una hora y descansaron cerca de una especie de
pitón calizo. La nieve iba fundiéndose cada vez más deprisa, el sol
se bebía los charcos al instante, limpiaba a toda velocidad el
páramo que, poco a poco, se secaba y vibraba como el mismo aire.
Cuando prosiguieron su ruta, el suelo resonaba bajo sus pasos. De
vez en cuando un ave rasgaba el espacio delante de ellos con un
grito alegre. Daru bebía la luz fresca con profundas inhalaciones.
Una suerte de exaltación nacía en él delante de aquel gran espacio
familiar, ahora casi enteramente amarillo, bajo la cúpula de cielo
azul. Anduvieron todavía una hora más, bajando hacia el sur.
Llegaron a una especie de prominencia chata, hecha de rocas
friables. A partir de allí, en dirección este, el páramo se
inclinaba hacia una llanura baja donde se podían distinguir algunos
árboles esqueléticos y, en dirección sur, hacia un caos rocoso que
daba un aspecto atormentado al paisaje.
Daru inspeccionó las dos direcciones. Sólo el cielo cerraba el
horizonte donde no asomaba ni un ser viviente. Se volvió hacia el
árabe, que le miraba sin comprender. Daru le ofreció un paquete:
«Toma —dijo—. Son dátiles, pan y azúcar. Podrás aguantar un par de
días. Toma mil francos también.» El árabe cogió el paquete y el
dinero pero conservando sus manos llenas a la altura del pecho, como
si no supiera qué hacer con lo que le daban. «Ahora mira —dijo el
maestro mostrándole la dirección del este—, ésa es la ruta de
Tinguit. Hay dos horas de camino. En Tinguit está la administración
y la policía. Te esperan.» El árabe miró hacia el este, manteniendo
contra su cuerpo el paquete y el dinero. Daru le tomó por el brazo y
le obligó a girar bruscamente un cuarto hacia el sur. Al pie de la
ladera en la que se encontraban se adivinaba un camino apenas
dibujado. «Ésa es la pista que cruza los páramos. A un día de marcha
de aquí encontrarás pastizales y los primeros nómadas. Te acogerán y
te darán cobijo, según su ley.» El árabe se había vuelto hacia Daru
y una especie de pánico asomó a su rostro: «Escúchame», dijo. Daru
sacudió la cabeza: «No, cállate. Ahora te dejo». Le volvió la
espalda y se alejó dos largos pasos en dirección a la escuela, luego
miró con aire indeciso al árabe inmóvil y se marchó. Durante algunos
minutos sólo escuchó sus propios pasos sonoros sobre la tierra fría
y no volvió la cabeza. Sin embargo, al cabo de un momento se dio la
vuelta. El árabe seguía allí, en lo alto de la colina, ahora con los
brazos a lo largo del cuerpo, mirando al maestro. Daru sintió que se
le hacía un nudo en la garganta. Lanzó un juramento de impaciencia,
hizo un gran ademán con las manos y se alejó. Ya estaba lejos cuando
de nuevo se detuvo a mirar. En la colina no había nadie.
Daru titubeó. Ahora el sol estaba ya bastante alto en el cielo y
comenzaba a morderle la frente. Volvió sobre sus pasos, al principio
algo incierto, después con mayor decisión. Cuando llegó a la pequeña
colina chorreaba de sudor. La subió a toda prisa y se detuvo sin
aliento en la cumbre. Al sur, los campos de roca se dibujaban con
nitidez contra el cielo azul, pero en la llanura, al este, empezaba
a levantarse un vaho de calor. Y en aquella bruma ligera, con el
corazón acongojado, Daru descubrió al árabe andando lentamente
camino de la prisión.
Algo más tarde, de pie frente a la ventana del aula, el maestro
contemplaba sin verla la luz tierna que saltaba desde las alturas
del cielo sobre toda la superficie de la llanura. Detrás de él, en
la pizarra, entre los meandros de los ríos franceses, trazada con
tiza por una mano poco hábil, se veía la inscripción que acababa de
leer: «Has entregado a nuestro hermano. Lo pagarás». Daru
contemplaba el cielo, la llanura y, más allá, las tierras invisibles
que se extendían hasta el mar. En aquella vasta región que tanto
había amado se encontraba solo.
FIN
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