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COLUMNISTA |
Pereira, Colombia -Edición: 12.861 - 441 Fecha: Jueves 23-12-2021 |
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Soflamas al pez que fuma
Por Jotamario Arbeláez Para Ana María García Sosa
Antes de resignarme por la poesía quise ser modelo, obnubilado por los éxitos alcanzados con la sola exhibición a través de la camisa entreabierta de mi pecho peludo. Medía punto menos de 1 con 80, tenía la dentadura y la cabellera completas, uñas cuadradas, mis clases de boxeo me habían proporcionado unos bíceps discretos y unos cursos de actuación en el TEC las marrullas de Stanislawsky. Todo un hombre en la piel de víbora. Cuando hube de llenar el formulario y contesté NO en la casilla ¿Sabe fumar?, se me derrumbó el mundo, la encargada del casting me miró como a un renacuajo, con una compasión que aún me ofende, y masculló con una mueca de fastidio: ¡El siguiente! Me propuse algún día hacerle tragar al chicote mis ilusiones perdidas, así fuera utilizando la pluma que asumía como tabla de náufrago.
En la casa de mi familia siempre había un cigarrillo prendido, amén de los ceniceros llenos y una que otra colilla en la escupidera. Fumaban mi abuela que no mi madre, mi padre, mi tía Adelfa y su esposo Picuenigua -hoy huéspedes ilustres del panteón de cancerosos-, y el tío Emilio, quien fue la causa de la perdición general, pues trabajaba en la Colombiana de |
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Tabaco, la fabricante del Pielroja, cuya fama volaba de boca en boca. Él llegaba todos los días a la hora del almuerzo, con los cigarrillos sueltos que le cabían atenazados entre las dos manos, gabela que tenían los maquinistas. Abuela camuflaba toda esa puchamenta debajo de la almohada de mi cama, vecina de la suya. Y allí metían la mano todos, para ir fumando. En miras de evitar que lo hicieran en mi presencia, desarrollé la manía de toser durante todo el tiempo que duraba la combustión indeseada, que remataba con simulacros de asfixia limitantes con el desmayo, con el infeliz resultado de un dictamen general de que el niño resultó asmático. Faltó que descubrieran que era ausencia de fósforo.
En plena praxis terrorista verbal, mis compañeros extrañados llegaron a especular si no sería maricón, pues era inexplicable que todo un guapo no fumara, a pesar de que de la manera más zen les explicaba que me daba pereza el estar levantando y bajando la mano para un placer sin orgasmo. Fui en cambio uno de los primeros cultores de la cannabis, casi al punto del misticismo, cosa que de ninguna manera me reconoce la historia.
Me descubrió para la publicidad Hernán Nicholls, a quien cuando le señalaba que no con el dedo al alargarme su rubia cajetilla de Parliament, me reprochaba que me perdiera de semejante placer insuflado. Él, que no tenía por qué perderse de ningún estímulo succionante.
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A mi primera mujer le había lavado el cerebro para que no fumara en aras de no remover mi psicosis, no sólo sobre las sábanas ya suficientemente polutas, sino sobre cualquier lugar del mundo donde me encontrara en millas a la redonda. Una vez se me rebeló y la sorprendí recibiéndole un Pall Mall a un filipichín que se lo pretendía encender empujado. Fue tanta mi ira e intenso dolor que se lo arrebaté de la boca y lo apagué en la frente del seductor, que ella limpió con su saliva. Hoy todavía le lleva chicotes al pájaro entucador enjaulado en la prisión de Alcatraz.
El Tiempo. Febrero
2003
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