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COLUMNISTA

 Pereira, Colombia -Edición: 12.868 - 448

Fecha: Sábado 08-01-2022

 

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Gracias a la vida

 

Por Jotamario Arbeláez

A Clod Jara

 

He sido, soy y seguiré siendo, cuando mis pasos no dejen huella ni mi cuerpo sombra, un poeta de la vida que me fue concedida por el azar necesario sin ganarla ni merecerla, en virtud del milagroso chispazo del espermatozoide sartorial de papá.

Una vez me sentí de este mundo, y vi que veía, y oí que oía, y olí que olía, y sentí que sentía, y gusté que gustaba,

me arropé con la poesía para cantar la belleza que se presentaba por donde se fijara la vista y demás sentidos, y no solamente en el arte, y para denunciar la roña que nunca falta.

Aún en esos períodos de desesperanza -“el mundo es verde y sin embargo no hay ninguna esperanza, dijo Cachifo”-, cuando por todas partes asomaba el fantasma del exterminio,

y la bomba atómica de reciente demostración, convertida en de hidrógeno, amenazaba con desmantelar nuestros pecuecos refugios de ajedrecistas trabados en combates inacabables.    

   

Foto Hernando Toro

 

Con mis cinco sentidos amigos he caminado mis ochenta años y un año y primero he agotado los caminos que los zapatos,

pues a cada kilómetro me sentaba a leer, o a beber o a galantear a la que pasaba.

Con mi libreta en el bolsillo trasero para ir anotando los prodigios que se me van presentando, una rubia de mirada de seda patinando en el hielo, un mirlo desamorado cantando piano sobre un girasol, un río desabastecido murmurando debajo de un puente colgante, un abuelo embriagado bailando merengue.    

Porque no es necesario que sean maravillas de Disney lo digno de celebrar cuando de por sí el portento es la pluma. 

 

Un sabio chino -¿o fue tal vez Ernesto Cardenal desde su refugio en Solentiname?- me dijo que contara todo lo que me fuera pasando por la cabeza,

que las vidas de todos son más o menos iguales a pesar de las diferencias de clase, pues se reducen a las alegrías y penurias,

pero en ambos casos me convenía irme más bien por la picaresca, dada mi propensión al chisporroteo.

Y lo he hecho con más o menos buena fortuna, desde los libros pero ante todo desde las columnas de prensa que se me abrieron y donde me dejan consignar las sucesivas matanzas de los inocentes,

el glamur de los palacios que he visitado tras las huellas de Sissy y la Pompadour, los colibríes que me saludan al frente de mi ventana, hasta el pedo de un ángel en la catedral de San Vito.

Para ello es la literatura, literalmente. Por lo menos la que intentamos.

 

Comencé hablando de la vida que es un cohete de feria de duración indeterminada pero que termina en una lluvia de estrellas polvorientas poblando el cielo.

Es sólo una parte de la existencia pero con seguridad que es la que más cuenta; la vida humana y la de los demás seres animales y vegetales.

 

 

 

Sin desdeñar los elementos en apariencia inanimados que son los que hacen posible que se subsista, el aire, la tierra, el agua y el fuego;

el calcio, las vitaminas, el acetaminofén, el viagra, los condones, la música, la danza, la pintura, el aleph que es el internet, la propulsión a chorro de los aviones.

 

En un momento de mi vida se me cerró el Paraíso cuando el primer amor de mi vida entregó su manzana a un diablo peor que yo.

Encajé el sufrimiento y envenené mi dulzura expresiva, lo que me hizo galán de la sonrisa sarcástica y desamoralizada, porque no hay nada más aburridor que los poetas enamorados felices y fecundos, en el peor sentido del término.

Seguí las huellas de mi maestro Henry Miller -hijo también de sastre como Bruno Schultz, Gay Talesse y Leonel Giraldo-, que hoy está cumpliendo 130 años.

Él había escrito, además de los Trópicos de Cáncer y Capricornio, la trilogía La crucifixión en rosa, que consistía de Sexus, Plexus y Nexus. Yo hice lo propio con Mi crucifixión deshonrosa, Raptus, Captus y Pactus.    

            Hay penas que vale la pena penarlas. Da más inspiración el sufrimiento que la dolce far niente. Por regla general se aplauden más las tragedias que las comedias. El que se siente morir a la primera embestida no morirá dos veces en esta vida.

Las relaciones que sigan, y en ellas pase lo que pase, serán pan comido con  mantequilla.

Todos los amores se vuelven regalos del cielo cuando los amantes se envuelven. Pero hay qué ver cuando se destapan.

No conservo fotos de los amores efímeros, pues cuando rompíamos rompíamos simultáneamente las fotos. Tal vez aún permanezcan algunos vellos de sus pubis bajo la cama.  

  

 

 

 

Gonzalo Arango escribió que “vivir es superior a cualquier fracaso”, frase que vi entronizada en Barranquilla en una peluquería gay.

Los nadaístas andábamos con el estigma sartreano de que “la poesía es la elección del fracaso”. Mientras más poeta bueno se fuera debería caer más profundo. 

Pero cuando gané mi primer premio de poesía, que me condujo a una dama de los más altos quilates, y a viajar por entre las maravillas del mundo, manifesté que “los nadaístas nos propusimos fracasar, y fracasamos en el intento”, principio que hoy circula por internet.      

No tuve madera de perdedor. Hasta de perdido, quizás. Aposté a ganar. Y sin pretender hacer trampas. No gané siempre al primer embate. Pero como en juego largo hay desquite, insistí y llegué. 

 

Como cuestionadores que éramos pensé que la felicidad era un valor burgués al que había que sacarle el culo, pues los condenados de la tierra apenas teníamos la opción de respirar.

Pero qué mierda y qué condenados. Ni que fuéramos africanos. Se impuso emerger de la pitadora. Y lograrlo con la poesía, ¡qué putería!

Así algún lector despistado se sienta defraudado y piense que me he cobijado con la derecha para vivir y disfrutar de la vida. No he traicionado ninguna causa porque comencé siendo un rebelde sin causa como Marlon Brando. Y nunca fui izquierdista sino extremista.

 

A un escritor confesional no se le puede criticar por escribir en primera persona, como lo hicieron San Agustín y Pedro Abelardo y Walt Whitman, para no hablar de Miller y Ginsberg y Silvia Plath.

 

 

Aunque pueda haberme excedido en ese programa, hasta terminar convirtiéndome en comentarista benigno de mí propia literatura.

 

Nunca pude ser autor omnisciente porque no me gusta meterme en los entresijos de nadie. Narro aquello de lo que me siento testigo, de lo que a mí me pasa y le pasa al mundo que merodeo.

Hay quienes dicen que ese abuso de la primera persona obedece a que tengo un Ego muy grande, del que deberé desprenderme antes de partir, para no ocupar tanto Cielo.

A esos críticos puedo decirles humildemente que mediante ciertos cursos de yoga y prácticas tántricas avanzadas con avezadas maestras he logrado aniquilar ese Ego nefando.

Ahora podría considerarme perfecto. Pero no voy a hacerlo. El Ego absuelto y disuelto no me lo permitiría. Aunque hay otros maestros que explican que cuando el Ego alcanza el esplendor es imposible apagarlo.

 

 

 

En su libro Entrepiernas, X-504 agradece a Dios por depararle tan buenos pensamientos y hacérselos escribir tan bien.

Lejos estoy de hacer lo mismo por cuanto mi literatura no se equipara con la de mi inimitable colega, al cual he tratado de emular con resultados adversos.

Él se supo nutrir en los manantiales y letrinas celestinfernales de Blake. Yo me quedé en los de Swedenborg.

Pero de todas maneras agradezco a mis dos dedos índice, que además de sus otras funciones principales me han señalado cómo escribir.  

 

 

Una vez me sonó en el oído una canción preciosa de Violeta Parra, que entre nosotros guitarreaba Angelita Hickie, la mujer de nuestro Profeta, y me sentí interpretado.

Gracias a la vida, “que me ha dado tanto, me ha dado la risa y también el llanto”.

Cómo no se me iban a anegar los ojos si echando atrás las páginas del volumen de la vida me sorprendo caminando por las siete calles del infierno y de cielo con los amigos del alma que negábamos con toda el alma tener.

Milagrosamente ahora tengo una de repuesto que va a permitirme volar.

No sé si he chillado más que reído, pero debe ser porque termino llorando de la euforia.

Tengo una iluminada familia, una mujer de maravilla, dos hijos estelares y una nieta celeste. “Para quejarme tendría que estar muerto”, dijo Gonzalo Arango antes de esta queja.

Y Jaime Jaramillo Escobar, en su último poema, En español, expresa para gloria de la palabra: “Morir en español es el deseo de los deseos, por la palabra adiós y la palabra gracias”. Gracias a la vida. Gracias a la vid.

 

 

  

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