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COLUMNISTA

 Pereira, Colombia -Edición: 12.881  - 461

Fecha: Martes 08 - 02 -2022

 

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El sutra en mi cama

Jotamario Arbeláez

 

 

Ni héroe ni mártir, santón nunca, aunque sabio en sandalias recorriera la tierra. Si bañando un yac en el Ganges lograba despojarme del bautismo nadaísta abatiría mi rakchasa, mi hostilidad contra la Creación se disiparía.

            Cambié la espada que nunca tuve sino en su vaina de palabras por el bordón del errabundo. Transportaba mis ojos por las vegas de esos años sesenta que tantos caminantes pusieron en el recto sendero. Ángeles desalados circulaban la esfera. Por Colombia y el mundo corría mucha sangre bajo los puentes y: ¡no más guerras!, declaraban sus humildes pies empozados en el barro purísimo del ascenso. Hordas de jóvenes brahmines haciendo su Ramayana te atrapaban la sombra y te llevaban consigo a descubrir en el sol las crepitaciones de Agni.

 

 

            A la orilla de un río donde pastaban los hongos, sopa de veneración y silocibina, escuchando las leyes de Manú de boca de un niño del monte que caminaba al son del viento que le tocaba la flauta, conocí la cabellera más hermosa que sobre cabeza de mujer pudiera crecer, rubia como exiliada de Pilsen y con una trenza finísima que la coronaba de gracia.

            No era más bella porque una mayor cantidad de belleza no podía caber en esos veinte años y en el labio inferior ostentaba la huella de un pícaro mordisco en línea de joyas. Vestía un traje de hilo impoluto hasta los blancos tobillos donde daban la vuelta sendas serpientes de chaquiras. Era una niña flor de Nebraska, practicante del yoga e instructora del Kundalini, que había rendido sus primicias en un monasterio del amor oriental de donde había salido con un libro que le confería el carácter de prostituta sagrada.

       

 

     Había pasado el canal de Panamá caminando sobre las aguas. Tenía una dentadura blanquísima de pronunciar sus Mantrams a toda hora, considerando Mantrams también las palabras te amo, quiero hacer al amor contigo y Dios te bendiga. Kamadeva. Unos senos como para decir Jesús. Kamadeva. Los movimientos perfectos de un cuerpo físico educado para el deseo de un derviche. Las manos eran albas y las caderas crepúsculos. Los ojos fijos como un par de deseos. Los dedos de sus pies despuntaban de sus sandalias, rosa y nácar. Los movimientos de sus manos no desplazaban el aire sino la luz.

 

 

            Rompí el veto de silencio autoimpuesto después de tantos años de vociferar agresiones contra el orden establecido por el gobierno y la naturaleza y le pregunté su nombre, temiendo que me respondiera con uno de los diez mil nombres de Dios y respondió: Kama. Mi alma, la infeliz de mi alma, se inclinó hasta tocar las boñigas del prado con su frente perlada y el cetro de mi cuerpo dio tres tirones entusiastas como un palito radiestésico. Venía henchida de agua de amor.

            ¡Kama! Me hizo acordar del Kama-Sutra, ese librito libidito por el cual casi se perdieron mis manos adolescentes. Escrito por Vatsyayana en la plenitud de sus años y absorto en el éxtasis religioso, era el libro más sacro y santo pues cantaba el amor desnudo en todas sus formas. Sólo era comparable al complementario, escrito por el príncipe sabio y archipoeta Kaliana Malla, el Ananga Ranga, para la íntima complacencia de su soberano.

            Kama, mi pensamiento repetía su nombre y significado: la conciencia del placer dimanado del contacto con los sentidos impresionados por lo bello y el objeto que lo produce. Tuve la sospecha de que Dios podía existir y hasta le concedí la oportunidad de habitar entre los mortales, si así podíamos llamarnos ahora.

            Retomé ese aliento de vida que iba tirando. Ya había pasado por los sacrificios del Dharma, inútiles por lo demás, pues mis padecimientos no pasaban de ser ilusorios como mi misma carne que me abstenía de comer. Algún día buscaría el Artha, cuando lo necesitara, la adquisición sin medida de posesiones materiales como la tierra y el oro, becerros y yates, terracotas y medallas sobre la guerrera mellada. Pero primero me estaba macerando en la desposesión, en la aniquilación de ese yo tan cargado de hueso duro. Y ahora me encontraba ante la reencarnación de Sita, la esposa de Rama, o ante Parvati, ¿o sería el espejismo de la mujer objeto de mis sueños humedecidos, aparecida cerca de La Dorada para alejarme del Nirvana?

            La tomé de la mano, a la que ordené que existiera para que no fuera una ilusión la recién llegada. Y nos alejamos hacia el centro de nosotros mismos por entre los hongos enanos. Había encontrado mi Nayika, la mujer con quien podía hacer el amor sin pecar, aún extraviado en los excesos.

            Y en verdad portaba el Kama-Sutra entre su mochila.

 

            Y el Kama-Sutra era la Biblia del amor y fue Kama sacerdotisa.

            Yo había leído el Kama-Sutra como libro pecaminoso. Había realizado en mi mente con mis amores ideales todas las posiciones o asanas por las que el cuerpo se desdobla en una delicuescencia mirífica, haciéndoles elevar los muslos bien rectos hacia la posición levante; o elevándoles las piernas hasta colocarlas sobre mis hombros en la posición boquiabierta, y había llevado mi delirio hasta encarar el amor colectivo con las dos manos, pues según la enseñanza: “Cuando un hombre goza al mismo tiempo de muchas mujeres, eso se llama el congreso de la tropa de vacas”. Pero Kama me enseñó con su ombligo que era un libro conjuro para arrancar al hombre de la violencia y de la muerte. En él estaban los setenta y cuatro secretos para encender en el cuerpo las luces del Paraíso.

        

 

 

    En el penthouse que me cedió un amigo a quien le enseñé el camino de la renunciación me instalé con Kama; practiqué contemplarla con cada dedo, la bañaba en esencias que me bañaban por dentro, compartimos bebidas excitantes y perfumadas, limones en almíbar, atendimos a nuestros invitados siempre poetas nadaístas con charlas brahmánicas, cocadas en polvorosa y miel de maracachafa porque no estaban habituados a masticar hojas de betel. Y los despedimos cuando la aguja del reloj del amor daba la señal.

           

      Encaminábamos las miradas desde la terraza hasta la constelación del Boyero, hasta Ganímedes o hasta la estrella más lejana si hacía buen cielo, y practicábamos las sutilezas puntuales del abrazo de frotamiento, del beso palpitante, del pellizco con la garra del tigre, del mordisco en línea de joyas, las posiciones en forma de loto, los golpes con los dedos un poco contraídos en el espacio entre los senos, la auparishtaka o unión bucal, ya que no era un brahmán letrado ni un sacerdote de Shiva a quienes ello está prohibido. Y nos entretuvimos practicando también las divinas querellas.

            Devine así en un hombre con los pies en la cama, que sabe lo que quiere y cómo hacerse querer haciendo el amor; que refinándose en el culto al placer se acerca a la paz, esa paz que todos buscamos y que sólo se hará posible cuando la violencia ceda porque estemos todos cediendo al amor.

            Kama, que como tipo era Padmini o mujer Lotus, y según la profundidad de su sexo mujer gacela, un día se despidió de su amante caballo luego de una intensa jornada de cangrejo, columpio y embestidas de jabalí. Se fue con su yoni a otra parte y mi linga quedó vacante. No hubo ningún traumatismo en la despedida porque cuando el amor se hace de una manera perfecta como enseña este libro, los amantes pueden perfectamente separarse y no queda huella. A lo sumo una pequeña cicatriz en el labio inferior como la que ostento, producto de un pícaro mordisco en línea de joyas...

            He encontrado en el Kama-Sutra el poema que salva a través del placer.

            Quien no haya leído el Kama-Sutra o no lo lee, o por lo menos no lo contempla en sus insinuantes ilustraciones en vida, pierde la posibilidad de multiplicar su carne de placer por setenta y cuatro.

            En medio de esta euforia de encontrar la salida, que es hacia adentro, bien adentro, dos antiguos combatientes de batallas que no son las de Góngora que pedía para ellas, las del amor, campo de plumas, Edgar Salas y Oscar González Arana, convertidos en editores eróticos y vitales por mediación de Vatyayana, me invitan a que escriba unas palabras liminares a esta edición del Kama-Sutra, que publican tal vez buscando conjurar también sus demonios en la dejación de armas.

            Y mi amigo impresor y cómplice en las disciplinas de Kama, Juan Domingo Guzmán, eterno practicante de todos esos placer que van a dar a la mar, que es el amor, me pide que consigne aquí, como un homenaje, el nombre de su recién encontrada Nayika. Pero yo le respondo que mejor se abstenga de publicarlo, porque en todo juego galante la mejor carta que nos asiste es la carta guardada, la discreción.

 

Santafé de Bogotá, Abril de 1992

 

 

 

  

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