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Lamentamos profundamente la muerte del hombre de los trenes
Por: Teresa R. Pardo
Los amantes de los trenes y los nostálgicos de la época de oro
de los ferrocarriles en Colombia están de luto. Este viernes, a
sus 85 años, falleció Eduardo Rodríguez, fundador de Turistrén,
empresa que desde los años 90 rescató antiguas locomotoras para
ponerlas a funcionar como uno de los íconos de Bogotá y Cundinamarca:
el Tren Turístico de
La Sabana.
A propósito de su fallecimiento, EL TIEMPO revive la crónica ‘El
hombre que resucita trenes’, escrita por Federico Arango para la
edición 146 de la Revista Don Juan en abril de 2019.
También, cita el homenaje que le hace uno de los usuarios más
asiduos de los servicios del Tren que Rodríguez rescató.
EL HOMBRE QUE RESUCITA TRENES:
Los gurús de los contenidos virales no lo han descubierto. Basta
una imagen antigua de un tren para que lleguen por toneladas
visitantes que no escatiman likes ni comentarios. Los editores
de medios digitales podrían hacer la prueba de cambiar una
galería de fotos de cachorros felinos por una de locomotoras a
vapor en blanco y negro frente a paisajes de diferentes
municipios.
Entre finales del siglo XIX y 1984, se construyeron 3.300
kilómetros de vía férrea en Colombia. Las principales ciudades
tenían en su estación un hito urbano y arquitectónico. Están la
de la Sabana, en el centro de Bogotá, diseñada por Mariano
Santamaría y cuya decoración estuvo a cargo del escultor suizo
Colombo Ramelli; la de Medellín, obra de Enrique Olarte, con sus
dos torres levantadas a semejanza del Petit Palais de París; la
de Cali, en cuyo interior alberga dos murales del maestro
Hernando Tejada, y la de Manizales, con su cúpula en bronce, que
es todo un referente de la arquitectura republicana.
Y la lista sigue. Se cuentan por decenas los municipios
intermedios que crecieron con la actividad económica generada
por el paso del ferrocarril: es el caso de Chiquinquirá,
Fundación, Ciénaga, Puerto Berrío, Cisneros y Zipaquirá, entre
muchos otros, porque el tren fue actor protagónico de la
historia de Colombia durante buena parte del siglo XX.
Encarnó, como ningún otro proyecto de infraestructura, el anhelo
de que Colombia, en los términos del siglo XIX, ingresara y se
instalara definitivamente en la modernidad con todas sus
promesas, sobre todo la de un mercado interno robusto y la de un
producto nacional –el café– en torno al cual se pudiera tejer
una confianza económica que llevara al desarrollo. Al mismo
tiempo, el tren impulsó la construcción de algunas industrias
–como la acería Paz del Río, en Boyacá– y decenas de muelles,
túneles, puentes y trilladoras.
El tren, en síntesis, mucho antes del fútbol profesional y de la
Vuelta a Colombia, intentó ser una materialización del esquivo
‘nosotros’ de esta sociedad. Y por eso, además, es un dolor
compartido en clave de frustración y de despojo: teníamos trenes
y se acabaron.
A sus 82 años, Eduardo Rodríguez se resiste a aceptar esta idea.
Él es el último soldado de la causa ferroviaria y mientras
recorre los talleres de la Estación de la Sabana parece un niño
pequeño exhibiendo feliz sus juguetes. Tiene cuatro locomotoras
de vapor Baldwin fabricadas en Estados Unidos en 1947 y una, más
pequeña, que data de 1921 y que recuperó hace cinco años con el
apoyo de un británico que, como él, es también un gomoso de
estas máquinas. En la estación hay tornos, prensas y demás
maquinaria de la primera mitad del siglo XX; techos altos de
tejas de zinc, robustos chorros de luz y –lo de rigor en un
espacio así– polvo, grasa, aceite y un hollín que, tal vez por
cuenta del encantamiento que produce la escena, no fastidia.
Mientras caminamos reciben mantenimiento dos autoferros –unos
vagones con motor incorporado de origen sueco que datan de 1958–
y una locomotora diésel española U6, que aunque fue fabricada en
los años sesenta, en este contexto parece una pieza de última
tecnología.
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El recorrido, que hago en compañía de Rodríguez –presidente y
fundador de Turistren– y de su hijo Andrés –que es también su
sucesor en la gerencia de la empresa– termina siendo
terapéutico.
El taller construido en 1913 tiene un potente efecto de
desconexión: el ruido y la mugre podrían perfectamente actuar
como facilitadores de una meditación, en donde los techos altos
y los arrumes de piezas que están ahí, como queriendo hablar
para contar décadas de historia, también aportan lo suyo (hay,
por ejemplo, unos gatos alemanes –mecánicos, no felinos, vale
aclarar– que pronto cumplirán cien años y que llevan grabada la
infame esvástica).
De ese ambiente son responsables los más de veinte trabajadores
que se encargan del mantenimiento del material rodante y de la
restauración de los vagones, autoferros y locomotoras que
Rodríguez ha venido rescatando en las últimas tres décadas para
sumarlos a su flota. Porque, además de ser un ingeniero experto
en ferrocarriles, este hombre ha movido cielo y tierra decenas
de veces para evitar que una locomotora, un vagón o un torno ya
desechados terminen sus días en situación de chatarra. De esta
manera rescata del olvido un modo de transporte que durante casi
un siglo fue para millones de colombianos la nación
materializada.
Durante buena parte del siglo XX, las principales ciudades del
país tuvieron acceso al ferrocarril. A principios del siglo la
intención fue, simplemente, conectar las ciudades importantes
con puertos marítimos y fluviales –los ubicados sobre el río
Magdalena, en particular– para permitir la llegada, sobre todo,
de mercancía que venía del exterior. Eran ferrocarriles locales
interconectados y no una verdadera red nacional; sin embargo,
aunque muchos insisten en que el ferrocarril llegó tarde a la
escena del desarrollo –en algunas regiones el tren empezó a
rodar en la década de 1930, al tiempo que el avión–, nadie puede
negar que una locomotora podía llevar un buen número de vagones
de carga desde Buenaventura a Santa Marta,
La importancia del tren no fue solo económica. Sobre rieles
llegaron a muchos rincones los cables del telégrafo y del
teléfono y también, poco a poco, empezaron a entrar nuevas
maneras de concebir la vida a un país particularmente reticente
a renovar sus tradiciones y costumbres. Alrededor de las
carrileras se construyeron hoteles y casas de campo, lo que
reflejaba toda una nueva concepción del ocio. Fue lo que ocurrió
en Buenaventura con el hotel La Estación; en La Cumbre, a las
afueras de Cali, y en Piendamó, en el Cauca. También en Cachipay,
El Ocaso y La Esperanza, una región de Cundinamarca que se
convirtió en el ‘veraneadero’ de las élites capitalinas durante
la primera mitad del siglo XX y que quedaba sobre el trazado del
Ferrocarril de Girardot.
Al mismo tiempo, los expresos Tayrona y del Sol les permitieron
a ‘rolos’ y ‘paisas’ viajar al mar en tren. El Expreso del Sol
partía de Medellín y tomaba la vía que pasaba, entre otros
municipios, por Caracolí, El Limón, Cisneros y el túnel de la
Quiebra –ícono de la ingeniería colombiana del siglo pasado–
para llegar hasta Puerto Berrío y emprender la búsqueda del
Caribe por el mismo camino que el río grande de la Magdalena. El
Expreso Tayrona, por su parte, salía de Bogotá y bajaba por el
Alto de la Tribuna para salir a Villeta y seguir también el
camino del río. Ese fue el recorrido del quijotesco, delirante y
celebérrimo Expreso del Hielo, un proyecto cultural que a
finales de 1993, con Manu Chao y su grupo, Mano Negra, además de
una selecta nómina de músicos, cirqueros y tatuadores, se
convirtió en el último tren de pasajeros en viajar de la capital
al mar.
Al expreso Tayrona perteneció, justamente, un vagón de literas
que permanece ahora arrumado en los patios de la Estación de la
Sabana. “¿Y ese vagón?”, le pregunto a Rodríguez. Entonces,
después de darme toda la información detallada sobre su origen y
trayectoria, remata: “Los conozco a todos, sé cuál es cada uno”.
Sin proyectar soberbia, él se ufana de conocer la ubicación y el
estado actual de todas las locomotoras y vagones que alguna vez
rodaron en las carrileras de los Ferrocarriles Nacionales, un
conocimiento clave para mantener a flote, vigorosa y viable su
empresa.
Los
equipos con los que hoy cuenta Turistren son todos
sobrevivientes de la flota de los Ferrocarriles Nacionales.
Rodríguez supo ubicarlos en las puertas de los hornos, a donde
llegaron para ser fundidos, y trasladarlos a sus talleres para
darles otra oportunidad sobre esta tierra. Hay algunos casos
particularmente admirables, como el de dos locomotoras diésel
U10B que estaban en manos de un chatarrero en Facatativá y que
fueron resucitadas. Ver las imágenes del antes y el después abre
la puerta a la suspicacia e invita a creer que a la técnica y el
talento de los mecánicos y ornamentadores que estuvieron a cargo
de la tarea, se le tuvo que haber sumado un poco de magia: eran
dos arrumes de latas que su gente logró devolver a su estado
original.
También está el caso de los equipos que logró rescatar cuando en
su momento alguien decidió que todo lo que había en los talleres
de Flandes, Tolima, donde funcionaban los Ferrocarriles
Nacionales, debía convertirse en chatarra: “Me llamaron y me
avisaron, entonces dejé todo lo que estaba haciendo y me fui
volando para Flandes en el carro. El torno, la prensa y todos
los equipos que ve aquí los iban a vender por peso como
chatarra. Yo le rogué a la persona a cargo que me los vendiera y
me dijo que si era para mí, valían el doble, pero yo le dije que
no
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importaba”. Así, a punta de mística, perseverancia, creatividad
y pasión, Rodríguez logró, primero, evitar que murieran las
locomotoras de vapor –hoy tiene cuatro andando, las únicas en
servicio activo en toda Latinoamérica– y luego, cuando se
acabaron los Ferrocarriles Nacionales, montar su propia empresa
para mantener vivo el tren de la Sabana.
Por qué se acabaron los trenes? “Los
dejaron acabar los políticos”. Ese es el reclamo más frecuente
en los comentarios de las fotos nostálgicas cuando aparecen en
las redes. Pero el lugar común resiste matices. Es verdad que en
1930, el gobierno de Enrique Olaya Herrera, que puso fin a la
hegemonía conservadora, comenzó a privilegiar la promoción del
transporte por carretera y muchos historiadores añaden que esta
decisión se hizo con intereses no muy claros rondando. Pero es
verdad también que la acumulación de privilegios fue prioritaria
para algunos trabajadores de los antiguos Ferrocarriles
Nacionales durante el siglo XX, en detrimento de la necesidad de
renovar la empresa para que fuera competitiva frente a los
nuevos modos que comenzaban a consolidarse con capital privado.
Sobre todo, es un hecho que a los ferrocarriles en Colombia se
les puso a competir de frente y sin consideración alguna contra
carreteras y, en ocasiones, contra los ríos, con la desventaja
–en especial para el caso de las vías vehiculares– de que su
operación debía cubrir el costo de la construcción de las vías.
Pero esas consideraciones, en todo caso, no impidieron que
echara raíces el lugar común –más conciso, más maniqueo y más
fácil de digerir y divulgar– de que los dueños de las
tractomulas se aliaron con los políticos para acabar con el
tren.
Como suele ocurrir, la realidad es mucho más compleja y
abundante en grises que los blancos y negros sobre los que se
levantan los relatos de conspiraciones. Por eso, mejor que
repartir culpas o alimentar mitos es remitirse a los datos. Es
verdad que en terreno plano los trenes les ganan a las “mulas”,
pero la ecuación comienza a cambiar conforme se empina la cuesta
y cada punto porcentual de pendiente le resta 4 por ciento a la
capacidad de carga de una locomotora de 1.000 caballos de
fuerza. Nuestras carrileras de montaña, construidas hace más de
sesenta años –algunas hace un siglo– se hicieron con la
tecnología del momento, con muy pocos túneles, curvas muy
cerradas y pendientes que rondan el tres y el cuatro por ciento,
cuando esta cifra no debería ser superior a 2,5 para garantizar
la ventaja competitiva del modo férreo. Además, suelen ser
paralelas a las vías vehículares, lo que juega en contra de su
competitividad, y deben estar en perfecto estado para que se
cumplan los itinerarios.
Un
conocedor de estos asuntos, Gustavo Arias de Greiff, que estuvo
entre los socios fundadores de Turistren, explicaba hace poco en
una entrevista concedida a El Espectador cómo una red férrea
competitiva y eficiente es reflejo de un Estado robusto: la
construcción de nuevos tramos con menor pendiente no es viable
en el marco de los modelos que, como el de las concesiones, se
usan hoy en Colombia para el crecimiento de la infraestructura
de transporte. El tren tiene una ventaja comparativa enorme
frente a un tema cada vez más urgente y sensible, el de la
huella de carbono, pero su rentabilidad es muy
demorada. Explicaba Arias, por ejemplo, que en España amortizan
las inversiones en redes férreas a 100 años y que por eso solo
el Estado está en condiciones de, valga la redundancia, “subirse
a ese tren”. Además, debe hacerlo de una manera estratégica,
destinando el transporte férreo para trayectos largos y solo
para cierto tipo de carga.
Todo esto lo sabe Rodríguez, pero aun así persevera. Nació en el
Socorro, Santander, hace 82 años. Al terminar el bachillerato
decidió estudiar Ingeniería Mecánica en la Universidad
Industrial de Santander, en Bucaramanga, cuando todavía esta
rama era una rareza. Recién terminó sus estudios lo engancharon
los Ferrocarriles Nacionales y muy joven, con apenas 26 años,
fue nombrado jefe de los talleres de Flandes, Tolima. En la
estatal ferroviaria estuvo hasta 1983 y ocupó distintos cargos:
fue director nacional de Talleres, gerente técnico, asesor de la
Gerencia, gerente encargado y, por último, gerente comercial.
Además, como parte de su formación, la empresa lo envió primero
a Mánchester y después a Japón y a Francia.
Para mediados de la década de 1980, las locomotoras a vapor de
los Ferrocarriles Nacionales, ‘las vaporinas’, ya habían sido
desplazadas completamente por las de motor diésel en la
operación cotidiana. Sin embargo, solo el 3 por ciento solo el 3
por ciento de la carga del país era transportada por tren y lo
hacía por unas vías cuyo mantenimiento era deficiente por falta
de recursos. Toda la plata –la que producía la empresa y la que
le transfería el Gobierno– se destinaba a una operación en
permanente déficit, a los gastos administrativos y al servicio
de la deuda, y el mantenimiento y la renovación de equipos eran
casi nulos y varios tramos ya habían sido abandonados, como
Bogotá-Neiva y Medellín-Cali, por ejemplo.
Eduardo Rodríguez sabe que la mística del ferrocarril pasa por
esas fibras, más que por las cifras de las antipáticas
proyecciones de los técnicos y tecnócratas. Para confirmarlo
basta verlo asomándose a la puerta de la estación de Usaquén
cada tarde cuando verifica el paso puntual de sus trenes: cuando
lo hace irradia plenitud, la de quien encontró en su quehacer
una noble causa que gana todos los días, pero no por la vía de
la competencia con factores externos que se escapan de su
control, sino por la de conseguir con esto revitalizar y renovar
el alma y con ello irradiar bienestar a los que están cerca. Esa
sensación es suficiente para que sea absolutamente irrelevante
el hecho de que a largo plazo tal vez la causa pueda estar
perdida.
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