Pereira, Colombia -Edición: 12.881 - 461

Fecha: Martes 08 - 02 -2022

 

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Lamentamos profundamente la muerte del hombre de los trenes

 

Por: Teresa R. Pardo


Los amantes de los trenes y los nostálgicos de la época de oro de los ferrocarriles en Colombia están de luto. Este viernes, a sus 85 años, falleció Eduardo Rodríguez, fundador de Turistrén, empresa que desde los años 90 rescató antiguas locomotoras para ponerlas a funcionar como uno de los íconos de Bogotá y Cundinamarca: el Tren Turístico de

La Sabana.



A propósito de su fallecimiento, EL TIEMPO revive la crónica ‘El hombre que resucita trenes’, escrita por Federico Arango para la edición 146 de la Revista Don Juan en abril de 2019.

También, cita el homenaje que le hace uno de los usuarios más asiduos de los servicios del Tren que Rodríguez rescató.

EL HOMBRE QUE RESUCITA TRENES:

Los gurús de los contenidos virales no lo han descubierto. Basta una imagen antigua de un tren para que lleguen por toneladas visitantes que no escatiman likes ni comentarios. Los editores de medios digitales podrían hacer la prueba de cambiar una galería de fotos de cachorros felinos por una de locomotoras a vapor en blanco y negro frente a paisajes de diferentes municipios.



Entre finales del siglo XIX y 1984, se construyeron 3.300 kilómetros de vía férrea en Colombia. Las principales ciudades tenían en su estación un hito urbano y arquitectónico. Están la de la Sabana, en el centro de Bogotá, diseñada por Mariano Santamaría y cuya decoración estuvo a cargo del escultor suizo Colombo Ramelli; la de Medellín, obra de Enrique Olarte, con sus dos torres levantadas a semejanza del Petit Palais de París; la de Cali, en cuyo interior alberga dos murales del maestro Hernando Tejada, y la de Manizales, con su cúpula en bronce, que es todo un referente de la arquitectura republicana.

Y la lista sigue. Se cuentan por decenas los municipios intermedios que crecieron con la actividad económica generada por el paso del ferrocarril: es el caso de Chiquinquirá, Fundación, Ciénaga, Puerto Berrío, Cisneros y Zipaquirá, entre muchos otros, porque el tren fue actor protagónico de la historia de Colombia durante buena parte del siglo XX.

Encarnó, como ningún otro proyecto de infraestructura, el anhelo de que Colombia, en los términos del siglo XIX, ingresara y se instalara definitivamente en la modernidad con todas sus promesas, sobre todo la de un mercado interno robusto y la de un producto nacional –el café– en torno al cual se pudiera tejer una confianza económica que llevara al desarrollo. Al mismo tiempo, el tren impulsó la construcción de algunas industrias –como la acería Paz del Río, en Boyacá– y decenas de muelles, túneles, puentes y trilladoras.

El tren, en síntesis, mucho antes del fútbol profesional y de la Vuelta a Colombia, intentó ser una materialización del esquivo ‘nosotros’ de esta sociedad. Y por eso, además, es un dolor compartido en clave de frustración y de despojo: teníamos trenes y se acabaron.



A sus 82 años, Eduardo Rodríguez se resiste a aceptar esta idea. Él es el último soldado de la causa ferroviaria y mientras recorre los talleres de la Estación de la Sabana parece un niño pequeño exhibiendo feliz sus juguetes. Tiene cuatro locomotoras de vapor Baldwin fabricadas en Estados Unidos en 1947 y una, más pequeña, que data de 1921 y que recuperó hace cinco años con el apoyo de un británico que, como él, es también un gomoso de estas máquinas. En la estación hay tornos, prensas y demás maquinaria de la primera mitad del siglo XX; techos altos de tejas de zinc, robustos chorros de luz y –lo de rigor en un espacio así– polvo, grasa, aceite y un hollín que, tal vez por cuenta del encantamiento que produce la escena, no fastidia.

Mientras caminamos reciben mantenimiento dos autoferros –unos vagones con motor incorporado de origen sueco que datan de 1958– y una locomotora diésel española U6, que aunque fue fabricada en los años sesenta, en este contexto parece una pieza de última tecnología.
 

 

 
El recorrido, que hago en compañía de Rodríguez –presidente y fundador de Turistren– y de su hijo Andrés –que es también su sucesor en la gerencia de la empresa– termina siendo terapéutico.

El taller construido en 1913 tiene un potente efecto de desconexión: el ruido y la mugre podrían perfectamente actuar como facilitadores de una meditación, en donde los techos altos y los arrumes de piezas que están ahí, como queriendo hablar para contar décadas de historia, también aportan lo suyo (hay, por ejemplo, unos gatos alemanes –mecánicos, no felinos, vale aclarar– que pronto cumplirán cien años y que llevan grabada la infame esvástica).

 De ese ambiente son responsables los más de veinte trabajadores que se encargan del mantenimiento del material rodante y de la restauración de los vagones, autoferros y locomotoras que Rodríguez ha venido rescatando en las últimas tres décadas para sumarlos a su flota. Porque, además de ser un ingeniero experto en ferrocarriles, este hombre ha movido cielo y tierra decenas de veces para evitar que una locomotora, un vagón o un torno ya desechados terminen sus días en situación de chatarra. De esta manera rescata del olvido un modo de transporte que durante casi un siglo fue para millones de colombianos la nación materializada.
 


Durante buena parte del siglo XX, las principales ciudades del país tuvieron acceso al ferrocarril. A principios del siglo la intención fue, simplemente, conectar las ciudades importantes con puertos marítimos y fluviales –los ubicados sobre el río Magdalena, en particular– para permitir la llegada, sobre todo, de mercancía que venía del exterior. Eran ferrocarriles locales interconectados y no una verdadera red nacional; sin embargo, aunque muchos insisten en que el ferrocarril llegó tarde a la escena del desarrollo –en algunas regiones el tren empezó a rodar en la década de 1930, al tiempo que el avión–, nadie puede negar que una locomotora podía llevar un buen número de vagones de carga desde Buenaventura a Santa Marta,

La importancia del tren no fue solo económica. Sobre rieles llegaron a muchos rincones los cables del telégrafo y del teléfono y también, poco a poco, empezaron a entrar nuevas maneras de concebir la vida a un país particularmente reticente a renovar sus tradiciones y costumbres. Alrededor de las carrileras se construyeron hoteles y casas de campo, lo que reflejaba toda una nueva concepción del ocio. Fue lo que ocurrió en Buenaventura con el hotel La Estación; en La Cumbre, a las afueras de Cali, y en Piendamó, en el Cauca. También en Cachipay, El Ocaso y La Esperanza, una región de Cundinamarca que se convirtió en el ‘veraneadero’ de las élites capitalinas durante la primera mitad del siglo XX y que quedaba sobre el trazado del Ferrocarril de Girardot.
 
Al mismo tiempo, los expresos Tayrona y del Sol les permitieron a ‘rolos’ y ‘paisas’ viajar al mar en tren. El Expreso del Sol partía de Medellín y tomaba la vía que pasaba, entre otros municipios, por Caracolí, El Limón, Cisneros y el túnel de la Quiebra –ícono de la ingeniería colombiana del siglo pasado– para llegar hasta Puerto Berrío y emprender la búsqueda del Caribe por el mismo camino que el río grande de la Magdalena. El Expreso Tayrona, por su parte, salía de Bogotá y bajaba por el Alto de la Tribuna para salir a Villeta y seguir también el camino del río. Ese fue el recorrido del quijotesco, delirante y celebérrimo Expreso del Hielo, un proyecto cultural que a finales de 1993, con Manu Chao y su grupo, Mano Negra, además de una selecta nómina de músicos, cirqueros y tatuadores, se convirtió en el último tren de pasajeros en viajar de la capital al mar.

Al expreso Tayrona perteneció, justamente, un vagón de literas que permanece ahora arrumado en los patios de la Estación de la Sabana. “¿Y ese vagón?”, le pregunto a Rodríguez. Entonces, después de darme toda la información detallada sobre su origen y trayectoria, remata: “Los conozco a todos, sé cuál es cada uno”. Sin proyectar soberbia, él se ufana de conocer la ubicación y el estado actual de todas las locomotoras y vagones que alguna vez rodaron en las carrileras de los Ferrocarriles Nacionales, un conocimiento clave para mantener a flote, vigorosa y viable su empresa.

 

Los equipos con los que hoy cuenta Turistren son todos sobrevivientes de la flota de los Ferrocarriles Nacionales. Rodríguez supo ubicarlos en las puertas de los hornos, a donde llegaron para ser fundidos, y trasladarlos a sus talleres para darles otra oportunidad sobre esta tierra. Hay algunos casos particularmente admirables, como el de dos locomotoras diésel U10B que estaban en manos de un chatarrero en Facatativá y que fueron resucitadas. Ver las imágenes del antes y el después abre la puerta a la suspicacia e invita a creer que a la técnica y el talento de los mecánicos y ornamentadores que estuvieron a cargo de la tarea, se le tuvo que haber sumado un poco de magia: eran dos arrumes de latas que su gente logró devolver a su estado original.

 

También está el caso de los equipos que logró rescatar cuando en su momento alguien decidió que todo lo que había en los talleres de Flandes, Tolima, donde funcionaban los Ferrocarriles Nacionales, debía convertirse en chatarra: “Me llamaron y me avisaron, entonces dejé todo lo que estaba haciendo y me fui volando para Flandes en el carro. El torno, la prensa y todos los equipos que ve aquí los iban a vender por peso como chatarra. Yo le rogué a la persona a cargo que me los vendiera y me dijo que si era para mí, valían el doble, pero yo le dije que no

 

 

 

importaba”. Así, a punta de mística, perseverancia, creatividad y pasión, Rodríguez logró, primero, evitar que murieran las locomotoras de vapor –hoy tiene cuatro andando, las únicas en servicio activo en toda Latinoamérica– y luego, cuando se acabaron los Ferrocarriles Nacionales, montar su propia empresa para mantener vivo el tren de la Sabana.

 

Por qué se acabaron los trenes? “Los dejaron acabar los políticos”. Ese es el reclamo más frecuente en los comentarios de las fotos nostálgicas cuando aparecen en las redes. Pero el lugar común resiste matices. Es verdad que en 1930, el gobierno de Enrique Olaya Herrera, que puso fin a la hegemonía conservadora, comenzó a privilegiar la promoción del transporte por carretera y muchos historiadores añaden que esta decisión se hizo con intereses no muy claros rondando. Pero es verdad también que la acumulación de privilegios fue prioritaria para algunos trabajadores de los antiguos Ferrocarriles Nacionales durante el siglo XX, en detrimento de la necesidad de renovar la empresa para que fuera competitiva frente a los nuevos modos que comenzaban a consolidarse con capital privado. Sobre todo, es un hecho que a los ferrocarriles en Colombia se les puso a competir de frente y sin consideración alguna contra carreteras y, en ocasiones, contra los ríos, con la desventaja –en especial para el caso de las vías vehiculares– de que su operación debía cubrir el costo de la construcción de las vías. Pero esas consideraciones, en todo caso, no impidieron que echara raíces el lugar común –más conciso, más maniqueo y más fácil de digerir y divulgar– de que los dueños de las tractomulas se aliaron con los políticos para acabar con el tren.

Como suele ocurrir, la realidad es mucho más compleja y abundante en grises que los blancos y negros sobre los que se levantan los relatos de conspiraciones. Por eso, mejor que repartir culpas o alimentar mitos es remitirse a los datos. Es verdad que en terreno plano los trenes les ganan a las “mulas”, pero la ecuación comienza a cambiar conforme se empina la cuesta y cada punto porcentual de pendiente le resta 4 por ciento a la capacidad de carga de una locomotora de 1.000 caballos de fuerza. Nuestras carrileras de montaña, construidas hace más de sesenta años –algunas hace un siglo– se hicieron con la tecnología del momento, con muy pocos túneles, curvas muy cerradas y pendientes que rondan el tres y el cuatro por ciento, cuando esta cifra no debería ser superior a 2,5 para garantizar la ventaja competitiva del modo férreo. Además, suelen ser paralelas a las vías vehículares, lo que juega en contra de su competitividad, y deben estar en perfecto estado para que se cumplan los itinerarios.

 

Un conocedor de estos asuntos, Gustavo Arias de Greiff, que estuvo entre los socios fundadores de Turistren, explicaba hace poco en una entrevista concedida a El Espectador cómo una red férrea competitiva y eficiente es reflejo de un Estado robusto: la construcción de nuevos tramos con menor pendiente no es viable en el marco de los modelos que, como el de las concesiones, se usan hoy en Colombia para el crecimiento de la infraestructura de transporte. El tren tiene una ventaja comparativa enorme frente a un tema cada vez más urgente y sensible, el de la huella de carbono, pero su rentabilidad es muy demorada. Explicaba Arias, por ejemplo, que en España amortizan las inversiones en redes férreas a 100 años y que por eso solo el Estado está en condiciones de, valga la redundancia, “subirse a ese tren”. Además, debe hacerlo de una manera estratégica, destinando el transporte férreo para trayectos largos y solo para cierto tipo de carga.

 

 

Todo esto lo sabe Rodríguez, pero aun así persevera. Nació en el Socorro, Santander, hace 82 años. Al terminar el bachillerato decidió estudiar Ingeniería Mecánica en la Universidad Industrial de Santander, en Bucaramanga, cuando todavía esta rama era una rareza. Recién terminó sus estudios lo engancharon los Ferrocarriles Nacionales y muy joven, con apenas 26 años, fue nombrado jefe de los talleres de Flandes, Tolima. En la estatal ferroviaria estuvo hasta 1983 y ocupó distintos cargos: fue director nacional de Talleres, gerente técnico, asesor de la Gerencia, gerente encargado y, por último, gerente comercial. Además, como parte de su formación, la empresa lo envió primero a Mánchester y después a Japón y a Francia.

 

Para mediados de la década de 1980, las locomotoras a vapor de los Ferrocarriles Nacionales, ‘las vaporinas’, ya habían sido desplazadas completamente por las de motor diésel en la operación cotidiana. Sin embargo, solo el 3 por ciento solo el 3 por ciento de la carga del país era transportada por tren y lo hacía por unas vías cuyo mantenimiento era deficiente por falta de recursos. Toda la plata –la que producía la empresa y la que le transfería el Gobierno– se destinaba a una operación en permanente déficit, a los gastos administrativos y al servicio de la deuda, y el mantenimiento y la renovación de equipos eran casi nulos y varios tramos ya habían sido abandonados, como Bogotá-Neiva y Medellín-Cali, por ejemplo.

 

Eduardo Rodríguez sabe que la mística del ferrocarril pasa por esas fibras, más que por las cifras de las antipáticas proyecciones de los técnicos y tecnócratas. Para confirmarlo basta verlo asomándose a la puerta de la estación de Usaquén cada tarde cuando verifica el paso puntual de sus trenes: cuando lo hace irradia plenitud, la de quien encontró en su quehacer una noble causa que gana todos los días, pero no por la vía de la competencia con factores externos que se escapan de su control, sino por la de conseguir con esto revitalizar y renovar el alma y con ello irradiar bienestar a los que están cerca. Esa sensación es suficiente para que sea absolutamente irrelevante el hecho de que a largo plazo tal vez la causa pueda estar perdida.

 

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