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COLUMNISTA |
Pereira, Colombia -Edición: 12.887 - 467 Fecha: Martes 22 - 02 -2022 |
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“El paseo millonario”
Por: Jotamario Arbeláez
El país debe estar muy mal desde que se ha puesto de moda atracar a los poetas nadaístas, o los poetas nadaístas son lo único que anda bien en este país. Ante un reclamo de prensa, a Eduardo Escobar los ladrones que lo vejaron en su finca le devolvieron todas sus pertenencias –incluida su novela dentro del computador- con una carta de arrepentimiento que causó asombro al salir por televisión.
Foto Hernando Toro
A pesar de tener vehículo asignado en la Gobernación como miembro del gabinete, por estar en Pico y Placa lo descarté y decidí irme por mis propios medios el miércoles para mi casa, a descansar de las arduas jornadas preparatorias del día de Cundinamarca. Como estaba lloviendo y se dificultaba encontrar un taxi, con aire vergonzante tomé una buseta en la calle 26 hacia el centro, allí hice una escala técnica, me apliqué una cerveza mientras Colombia perforaba la valla del Ecuador y en la calle 19 me apresté a tomar un taxi a mi casa de Chapinero Alto. Al fin y al cabo, Gabo dijo de los taxistas que eran el mejor amigo del hombre, ¿o serán sólo los de Barranquilla?
Continuaba escaso el servicio a la altura de las 8 de la noche. Como hacía años que no montaba en bus, y no tenía prisa, me subí a un ejecutivo que iba por la séptima hacia la avenida Chile. En el camino me dio oso, como dice mi hija, que de pronto me llamara el gobernador al celular y me hallara allí. El ego y la desconfianza me hicieron bajar cerca del Museo Nacional, pues analicé que si seguía en el bus, cuando me apeara en la calle 68 debería emprender caminando una calle mal iluminada hasta mi casa y podría ser atracado. Pasaban taxis. Me baje y paré uno, amarillo, nuevo, Daewoo, con taxista joven y recién peluqueado. Le pregunté por el marcador final del partido (3 contra 1, vaticinó el malparido), le di la dirección de mi casa, y arrancamos.
Cuando de la séptima dobló por la 68 hacia oriente, noté que se detenía sin haber |
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policía acostado (ni apostado) y de súbito por ambas puertas traseras ingresaron abruptamente sendos jayanes, con el sacramental “Quieto viejo hijueputa si no te querés morir”.
Me estaban asaltando -en el taxi que escogí para no ser atracado como peatón- en el mismo sitio de mi presentimiento. El taxista abrió su guantera y sacó de ella un bisturí de cirujano que le pasó al rufián de la derecha, quien colocó su punta en el lugar donde una vez estuvo mi amígdala del mismo lado. Arrancaron y en la curva alcancé a ver -con nostalgia- las matas del balcón de mi casa donde tendrían el fogón prendido, Salomé y Salvador esperando alpiste, -yo a toda marcha hacia lo incierto-, mientras las manos de los cacos emprendían el rebusque. “Agachate viejo hijueputa y cerrá los ojos”. Tal como sucedió con mi amigo Eduardo Escobar hacía apenas una semana, me fastidió sobremanera que me vejaran expresando por segunda vez el término viejo, con semejante estado físico. Me obligaron a reducirme a la mínima expresión en mi asiento. Luego de sacarme los cien mil efectivos que utilizo como plata de bolsillo, y repartírselo por mitades, reservaron diez mil pesos que me dieron para que tomara un taxi si el episodio tenía feliz desenlace.
Extrajeron mis lapiceras de plata, la chequera, el celular, me buscaron debajo de la corbata la cadena de oro que no tenía y el revólver que mucho menos, y comenzaron a exigir la tarjeta débito, que hallaron en mi tarjetero de cuero. Déjenme los documentos, carajo, alcancé a pedirles. El de la izquierda (a quien llamaré el buen ladrón) me pedía que colaborara. El malo que dijera de una vez si prefería llegar sano y salvo a la casa sin plata o con la plata en el banco pero con el cuero rajado. Y el pobre Cristo en la mitad con unas ganas de orinar del carajo. No tuve ningún deseo de hacer el héroe olvidando el número de la clave. Mientras uno de ellos se quedaba en un cajero automático, el taxista y el otro, exigiéndome mantener los ojos cerrados y la cabeza baja, continuaban dándome vueltas.
El asaltante sin rostro me preguntaba por mi ocupación en el mundo mientras revisaba mi maletín de cuero y revolvía mis poemas y columnas de prensa. Le dije que era poeta, lo que coincidió con encontrar el recorte de la columna donde pido a los ladrones de Eduardo que le devuelvan el computador con su obra. ¿Poeta? gruñó el taxista, pues vaya elaborando su réquiem, si la clave no es la correcta. Qué vaina Jotamario, conciliaba el ladrón correcto, tener que hacerte esto, pero la culpa es de la situación del país. Estamos sin trabajo y sin cinco y nosotros también tenemos familia como la tuya.
Finalmente volvimos al mismo lugar, donde el mal ladrón ya habría dejado exhausto el cajero, porque se mostraba menos hiriente. Me dieron otras vueltas y me dejaron en el Barrio La Perservancia arriba, en una esquina solitaria que
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daba a una calle delgada. “Para que te fijés lo decentes que somos, te dejamos los documentos y los papeles del maletín” (allí iban los originales de El cuerpo de ella, ese poema del 61 dedicado a Dina Merlini que acababa de recuperar para mandar a un concurso, también el relojito que me había regalado Cachifo, que me salvó de ser considerado un mejor prospecto). Me hizo bajar el buen ladrón asegurándose de que no fuera a ver la placa del carro, yo le rogaba que me devolviera el celular o tendría que pagarlo en la empresa -que no dije cual por temor de que se asustaran y me mataran-, y me contestó que me lo dejaría en el marco de una ventana pero que caminara hasta la esquina antes de devolverme.
Cuando oí que arrancaron me devolví con el maletín -donde portaba los documentos para salvar la cultura que iba a mandarle al Presidente para salvar el país-, y los poemas inéditos que me habían perdonado, pero el celular no estaba. Canté un gracias a la vida, respiré hondo, vacié la vejiga apuntando a las estrellas y emprendí la penosa bajada hacia la carrera quinta temiendo un segundo atraco, que logré sortear. Pero al llegar a la quinta no me sentí con ánimo de abordar a otro taxista -taxis atracadores, pensé, la madre si vuelvo a tomar uno- y decidí bajar a la séptima y retornar a la era del bus.
Aunque habría que ponerse en el pellejo del conductor del taxi. Ya nadie tiene dinero para pagarse una carrera. A veces no se hace ni para la gasolina. Y es un riesgo rodar por las calles solitarias sometido a que lo que él cree un feliz pasajero resulte ser un bandido que lo despoje. Por tanto, antes de que lo atraquen, es mejor y más seguro convertirse en atracador. Y, ¿quien era yo para humillar a estos condenados de la tierra con la insolencia de mi efectivo desmedido, mis tarjetas de crédito, mi medicina prepagada que me garantizaba atención de Urgencias en caso de que me hundieran el escalpelo, mi acceso a los medios de comunicación donde contaría mi tragedia y un puesto bien remunerado en la administración departamental? Me seguían rondando las palabras del buen ladrón: “No es culpa nuestra, poeta, la culpa es de la situación del país”. A lo mejor tendrían razón. Y yo acababa de comprar la vida. Esperaría a que sacaran todo lo que pudieran, antes de dar aviso al banco para que bloquearan mi cuenta. Ese sería mi aporte al equilibrio de la balanza de pagos.
Al llegar a la casa me esperaba un humeante plato de sopa, la espesa biblioteca, el beso de mi esposa, la sonrisa de mis pequeños y un telegrama con la noticia de que al artista Leonel Góngora, ese amigo del alma y gigante de la pintura, un cáncer imprevisto acababa de robarle la vida. Unas lágrimas terminaron de salarme la sopa.
El Espectador. 1999
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