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Columnista

 Pereira, Colombia -Edición: 12.902- 482

Fecha: Martes 29 - 03 -2022

 

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Tres caras del amor

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

Cuando en el formulario para ingresar en la agencia de publicidad Leo Burnett en 1975,

contesté al interrogante de cuántos libros tenía que miles en rústica y empastados,

el psicólogo entrevistador, que después sería un Bonaparte de las encuestas no siguió con el cuestionario y,

a pesar de que las otras respuestas referidas a las técnicas de oficio no le fueran satisfactorias,

le puso el sello de aprobado y me invitó al bar de la esquina a hablar sobre temas de su especialidad, pues él también era empedernido bibliófilo,

tanto que quedó impresionado cuando le mencioné, aparte de El malestar de la cultura de Freud, Sadismo y masoquismo de Steckel, Eros y civilización de Marcusse, El amor, las mujeres y la muerte de Schopenhauer,

Sexo y carácter de Otto Weininger, genio suicida más joven que Andrés Caicedo. En la publicidad aprendería a no escribir frases tan largas.  

 

Para no quedar como solo un perito en lunas de libídine descendí a títulos más obligantes para la ocasión,

como Cómo ganar amigos e influir sobre las personas de Dale Carnegie para contrarrestar mi fama de antisociable,

para mostrar mi cercanía con el negocio La venta empieza cuando el cliente dice no, de Leterman y Sagarin,

y para justificar mis bíceps en desarrollo el Método de Tensión Dinámica de Charles Atlas.

 

Me presentaba el franco Napoleón, que así se llamaba, ante los clientes como un Quijote al que de tanto leer no se le había secado el cerebro sino que se le había alborotado la creatividad.

Me asignó un sueldo que excedía mis necesidades pero me obligó a buscar otras, y un puesto al lado de un jovencillo flaco, de rasgos indiscretos y melena esponjosa,

que se mantenía haciendo velitas en los andamios y recitando como un maníaco frases sin ton ni son

 

 

 

que los demás creativos iban copiando y después aplicaban como eslóganes a sus productos.

Le decíamos cariñosamente Carito y de tomar tanta Cocacola le inventó una firma a Colombia con iguales caracteres, que la hizo más famosa que por la coca.

 

Era Antonio Caro, un encanto mientras no se pusiera bravo, un artista diferente, un creativo sin antecedentes comerciales, un genio en bruto,

el mismo que murió la semana pasada al tiempo con Napoleón Franco, el psicólogo.

Cumplida su misión, y recogidos en sí mismos, hoy descansan en sendos lotes de la eternidad, aquí en la tierra.

Ah, mi salvadora biblioteca que mañana y tarde desempolva mi empleada Alejandra con un plumero, como si estuviéramos en los arenales egipcios.

Me encanta ver cómo de cada volumen lee dos o tres líneas y esboza una sonrisa o un gesto de complacencia o de terror y vuelve a cerrarlo.

Biblioteca que no cambiaría por la de Alejandría, antes de que el Califa Omar, el santo patriarca Teófilo y/o Julio César la volvieran pavesas.

Nado en ella como Rico McPato en su piscina de dólares.

 

Pero como lo vengo divulgando desde el pasado diluvio, esta es apenas una de mis tres obsesiones: la bibliofilia, la dipsomanía y la sexopatía.

Y digo esto para dejar muy claro desde un principio que tipo de autor se tiene entre manos, ratón de bibliotecas pero también roedor de otras disciplinas.

 

 

 

Desde que me conozco vestido siempre anduve, además de con un libro en la mochila arhuaca, con una dama de compañía y una licorera en el bolsillo del corazón.

El volumen debía hacer juego con mi estado de ánimo, El libro del desasosiego, por ejemplo, si despertaba optimista; En el camino de Kerouac si iba a emprender un viaje; Sólo dime dónde lo hacemos de Mercedes Abad, si me encaminaba a un asado; La tumba inquieta, de Connolly, si me dirigía a un motel.

 

En la licorera podía portar vodka Moscowskaya cuando salía con los camaradas, jerez Tio Pepe cuando salía de conquistas, whisky del que tomaba Joyce, el de la perdiz, cuando iba con escritores, y tapetusa ventiao con los nadaístas novatos.

Uno de los libros que leí en la adolescencia fue El libertino y la revolución, del excesivo poeta Jorge Gaitán Durán, referido al Marqués de Sade.

Lo malo fue que a pesar de estar comprometido con la revolución decidí que era más intrépido desposarse con el libertinaje, ya que pertenecía más a los rebeldes sin causa pero con cauda.

Y por allí se escurrió mi comportamiento y parte importante de mi palabreo.

Asumí todas las licencias del impetuoso Donatien, pero lo que no me tragaba era las blasfemias chirriantes en contra de Jesucrísto,

que merced a mi ateísmo light me propuse redimir de los improperios, como el del pérfido Voltaire que había exclamado “Escupiré sobre el infame”.

Este par de personajes que me marcaron, por su exageración anticrística me retrotrajeron al maestro de Galilea.

 

Continúa en la pagina siguiente...

 

 
 

 


 

 

 

 

 

 

  

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