Pereira, Colombia -Edición: 12.902 - 482 Fecha: Martes 29 - 03 -2022 |
Columnista |
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2 Todos los días de la vida compré por lo menos un libro, bebí por lo menos un trago y eché por lo menos un polvo, así fuera al aire. Nunca tuve mayores inclinaciones hacia la música o la pintura, hacia los deporte extremos o el ajedrez. En vista de que no pude seguir estudios superiores dado el presupuesto de casa combinado con que no logré graduarme en la secundaria, me decidí por la poesía, convencido de que ella me sacaría de todo mal y peligro. Como terminó sucediendo. Todo desde que el maestro de escuela que admiraba mi voz, para salvar la materia de Castellano me pusiera a recitar en una ceremonia de clausura el Reír llorando, Garrik, de Juan de Dios Peza. Que me conquistó los primeros aplausos que me quedaron gustando. Para muchas familias es una maldición cuando el hijo toma el camino de la poesía, peor que el camino del monte, el de la prostitución o la delincuencia, por cuanto tiende ser el menos retributivo.
Pero el dominio de la palabra y sus recovecos que da la poesía puede emplearse en actividades que tengan que ver con el chuzar de la tecla como el periodismo y la publicidad, de donde se puede percibir el billete proporcional a la ponderación del aporte. Así en aquellos momentos los sacerdotes del parnaso consideraran que en esa forma se estaba prostituyendo la poesía. Como si la prostitución no hubiera sido con la poesía la actividad más antigua del mundo.
La chica podía ser una especie de aristocrática Karenina, una madame Bovary burguesa, una cortesana como Naná o una Lolita nabokoviana.
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Desde la adolescencia mi padre supo advertirme: “Hijo, piense lo que quiera, crea en lo que crea o no crea, pero haga algo, haga algo, por favor, haga algo”. Y decidí hacer el amor, beber y leer, en veces al mismo tiempo. Me reclinaba con el prospecto de conquista en un canapé, le leía con voz calma párrafos de El Cantar de los Cantares o El jardín perfumando, le servía un Margarita o un Dry Martini, y hágale mijo.
Lo maravilloso de los movimientos literarios es que están llenos de personas sedientas de leer y de beber para comentar lo leído y de escribir para consignar lo vivido. Recuerdo a mi generación de veinte años desplazándose por la ciudad, por el país, por el mundo, con un libro debajo del brazo que bien podría ser La náusea de Sartre, Trópico de Cáncer de Miller, Lolita de Nabokov, El cuarteto de Alejandría de Durrell, Viaje al fin de la noche, Las memorias de Adriano, Hiroshima mon amour, El mito de Sísifo, La celosía, El reposo del guerrero, Bonjour tristesse.
En el prólogo a sus Memorias el Caballero de Seingalt cita un adagio antiguo: “Si no has hecho cosas dignas de ser escritas, escribe al menos algo digno de ser leído”. |
Y qué más digno de ser leído que escribir sobre lo que se ha leído, de una manera digna y amén de amena, si ello es posible. Ahora, en mi refugio de la montaña en Mara-Villa de Leyva, donde en tiempos de la Colonia despachaba el Virrey, paso revista -como lo hizo Casanova cuando hubo de cortar con el torrente de féminas, y encerrado en la biblioteca del castillo de Dux se dedicó a seguir gozado de sus aventuras con el recuerdo- a estas tres estaciones de la vigilia, y no puedo decidir cuál me deparó y me sigue deparando más placer a los sentidos de la vista, el gusto y el tacto. Comencé mi vida de lector comprando ediciones rústicas de segunda mano en los andenes del parque de Santa Rosa, en Cali, donde me sentía como tratando con buquinistas a la orilla izquierda del Sena, y ahora me solazo con ediciones príncipe de los mismos autores con los lomos plateados, adquiridas en el mismo París pero en Shakespeare and company; y comencé mi vida de bebedor con chichas y rones de contrabando que me fueron fortaleciendo el estómago y llegué a conocer los cielos etílicos en un vuelo Nueva Delhi-París engullendo con Ramón Cote un litro de Sello Azul que nos obsequió William Ospina; y comencé mi vida galante con golfillas de dos pesos en la zona de tolerancia y llegué a tener en mis brazos manifestaciones angélicas y princesas hechiceras dignas de films fellinescos. Todo ello merced a la poesía. Por eso con la poesía me acuesto y con la poesía me levanto, para que me traiga las gracias del Espíritu Santo, que es el que guía mi mano para quehaceres más elevados.
Como escribir estos libros. La montaña mágica. Villa de Leyva, 2018 Prólogo a La biblioteca seductora
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