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COLUMNISTAS

 

Pereira, Colombia - Edición: 12.921-501

Fecha: Jueves 12-05-2022

 

Coronado por el virus

Jotamario Arbeláez

A: Jan Arb

 

Y terminó por caerme sobre la cabeza como la espada de Damocles o la bomba de hidrógeno que esperé tantos años el Covid 19,

virus adjudicado a ciertos murciélagos chinos que invadió el mundo desde principios de 2020, de cuyo contagio había pasado de agache.

A estos mamíferos voladores familiares de Drácula se les había adjudicado también la aparición del sida, desbancando la tesis del consumo de extremidades de chimpancé por algunas tribus del África

y la de su fabricación en laboratorios gringos para contrarrestar la superpoblación del planeta comenzando por los maricas. 

Como son inmunes a la peste que portan, esta detona a través de algún animal intermedio, entre los que señalan los investigadores la civeta y el pangolín.

He dilapidado la vida anunciando como profeta anacrónico el fin de los tiempos, cosa que nadie me creyó, pero no pensé que esto fuera a suceder conmigo en el mundo.

 

¿Y qué tiene que ver el apocalipsis genérico con la muerte de cada cual, así sean sucesivas como en esta pandemia?

Recordé mi lejana infancia, en el patio de la escuela San Nicolás, donde estudiábamos para dejar de ser tan elementales.

Hablábamos de la muerte y del fin del mundo que un mechudo descalzo decía en el parque que se acercaba, y alzaba una pancarta que decía: “Arrepentíos”.

Vitatutas expuso. “El mundo se acaba para el que se muere”. A lo que Víctor Mario brillantemente le replicó: “El mundo se acaba parejo con el que se muere”.  Me quedé con esta última máxima.

Como el alma es el clon del cuerpo, deberé presentarme ante los ángeles que me esperan como un cadáver exquisito. Me preocupa mi presentación física, así sea lo primero que pierda. Por lo tanto debo dejar de sentirme como me siento, decaído, desasido, desalentado.     

 

Salí de mi casa en el campo y estuve una larga semana inmerso en la Feria del Libro de Bogotá, en medio de millones de volúmenes y de miles de visitantes entre ellos cientos de amigos,

saludando de abrazo y beso y picos de botella compartidos con amorosos licores, tratando inútilmente de picar una flor como se estilaba, portando una mochila con mis poemas completos editados por Univalle, compartiendo mi tradicional perorata.

El Festival de Poesía de Bogotá me pagaba hotel para que compartiera con los tres poderosos poetas de argéntea voz: Néstor Fenoglio, Héctor Berenguer y Raúl Emilio Acosta

 

 

 

y señora, con quienes agoté golosamente las caminatas feriales y los escenarios poéticos.

 

Mi mujer me esperaba donde su hermana Clara, que de viaje en Madrid encontró una billetera con 2 dólares y devolvió.

El último día sentí que se me acababan las fuerzas. Que no podía con el cuerpo. Mucho menos con los libros de la mochila. No daba más, la fatiga de metal me invadía como a cualquier nave de propulsión a chorro. La vida me cobraba la arrogante longevidad. Hasta aquí llegó mi amor, me puse a cantar entre dientes.  

Y comenzaron las toses. Abandoné el hotel y encaminé mi rendición enfermiza a la señora solícita. Me hizo meter en la cama. Me tomó el pulso, la presión, la temperatura, me pregunto si me dolía la cabeza. Así fuera levemente, sí me dolía.

Entre toses le conté de mis logros feriales con editores, de mi farra con los poetas, de las emocionadas declaraciones de los y las fans. Me sometió a la prueba viral antígeno y clasifiqué positivo.

 

 

Claudia y Jota. Foto Hernando Toro.

 

Como una madre de Calcuta me sirvió Afetaminofén para la leve cefalalgia, jarabe Bronkitos para la tos, Vic vaporup para destapar la nariz y ungüento de marihuana para rearticular la huesera.

 

Y se acostó, a un metro cada uno del otro o sea a dos metros, la distancia reglamentaria que venimos guardando desde antes de la pandemia, porque pareja prevenida vale por tres.  

 

A la manera de esos personajes famosos que emiten sus últimas palabras en presencia del secretario, me dije: “¡Este fue mi fin!”, como lo hacían en mi infancia muñequitos de comics o dibujos desanimados ante un peligro supremo.

“¡Antes aguanté mucho!”, a sabiendas de que esa frase iba a ser difícil de traducir. “¡Me llevó el putas!”, sin tener claro si éste era el mismísimo Satanás o el ángel de la guarda cansado de custodiarme.

 

Me sumergí debajo de las cobijas como bajo tres pies de tierra a dejar que la conciencia y el inconsciente me pasaran la película de mis actos fallidos que fueron tantos, a pesar de que traté de endulzarlos mediante los trucos sofísticos de la narrativa poética.

 

 

A pesar de todo me premiaron los libros y merecí dos reconocimientos mundiales y uno de mi región a la vida y a la obra, y dejé circulando empastado mi poemario completo,  así se me quedara volando otro tanto de nademas experimentales con base en las columnas de prensa, a los que no alcancé a poner unos puntos suspensivos finales, y que algún investigador con encomio descubrirá en mis archivos virtuales.

 

¿Qué pude hacer en la puta vida además de putear lo que me sacaba la piedra

            y tratar de hacerme leyenda leyendo y escribiendo para compensar mi perdido bachillerato, así como había recuperado el pelo perdido?

 

En el libro Inferno de Daniel Alcoba veo una frase subrayada que me retrata: “Los seres humanos no pueden tener otra labor o vocación que la de imitar o reinterpretar las acciones y las vidas ejemplares de los héroes míticos”.

Había que elegir pues entre Gilgamesh, Tamerlán, Orlando, Gandhi, Picasso, Chaplin, todos ellos leyendas por emular.

 

O Rimbaud, como aspirábamos todos los poetas de mi generación. “Pero, ¿quién puede compararse a Rimbaud?, ni siquiera yo mismo”, como me espetó Manuel Quinto antes de sumergirse en las aguas termales.

 

¿Y qué hacer con el sambenito del nadaísmo que me rodeó el cuello toda la vida marcándome como réprobo? Al que le dediqué más tiempo que a la lectura, al sexo y a la bebida?

 

El nadaísmo fue un juego de niños que nos duró hasta la ancianidad sin saber cómo se jugaba. Era un juego en el que nadie ganaba, ni perdía, ni empataba. Daba lo mismo. Por eso nadie salió adelante ni quedó atrás.

“El nadaísmo podrá morir, apuntó Armando Romero, pero sus gusanos son inmortales”. Y qué más gusanos que los mismos nadaístas, pero de seda.   

 

Lo que sí me duele es no haberles cumplido a los maestros de Club de Arriba la misión encomendada hace 50 y más años que me recompensaron previamente con parabienes,

como era la de convertir al respeto por el divino maestro a Nerón anticristo, de quien me informaron que yo era su encarnación,

para poder dar paso sin demoniales imposturas y contraataques a la segunda presencia del Cordero sobre la tierra.

 

De no ser que por mi conversión tardía pero al fin y al cabo sincera, ahora y en la hora ande con Cristo en el corazón y a la vez con su pronosticado enemigo debidamente doblegado y apaciguado.

 

En tal caso la misión fue cumplida y puedo pasar a disfrutar sin afanes de las mieles del Paraíso, donde debe haber más locos que yo, esos que se denominan “los hombres ebrios de Dios”.  Me encomiendo a San Nicolás.

 

  

 

 

  

 

 

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