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COLUMNISTAS

 

Pereira, Colombia - Edición: 12.934-514

Fecha: sábado 11-06-2022

 

Armando Holguín Sarria

 

   

facción de los tumbalocas.


    Se las tiraba de liberal porque le convenía, pero a esas alturas del partido nadie creía en los partidos, y menos cuando la Constituyente se constituyó en un caldo de grillos.

 

 

Lo guardo en la memoria fotográfica de NTC, en las diferentes ocasiones celebratorias donde estuvimos, teniendo en cuenta que fue él quien motivó al rector De Horta para que me concediera el diploma de bachiller honoris causa y la medalla de Ilustre Egresado,


   y al rector Atehortua para que bautizara con mi nombre el Auditorio


   y a la actual rectora Diana Medina para que me hiciera un homenaje en el pasado Festival de Poesía, acolitado por Gabriel Ruiz,


   y a la Usaca para que me acodara el doctorado honoris causa en publicidad


    y al Senado para que me concediera la Medalla del Congreso de Colombia en el grado de Comendador.


    Y el que me llenara los bolsillos de forintos para viajar a Hungría, donde había sido embajador, y a otros países de centro Europa a predicar la paz que se celebraría entre Belisario Betancur y Jaime Báteman, que terminara en desgracia.

¿Cómo no amar a morir y al morir al amigo que se comenzó amando cuando ninguno tenía ni un proyecto ni un peso y terminó siendo la personificación de la dádiva espléndida


    y cómo no llorar cuando se sabe que hasta aquí lo trajo la parca de la guardia que un día se cansa?


    Sacó a pasear su poderoso perro de raza con la correa amarrada en el antebrazo y al husmear otra perra salió corriendo tras ella arrastrando al amo que quedara con la huesamenta partida.


    Y a continuación perdió a su hija que era su vida que le restaba.


   Quedo girando años en una serie de nebulosos quebrantos que no vamos a enumerar.

 
    Menos mal que tuvo a su lado a su Norma dándole aliento del poco que le quedaba pues ella también era víctima del quebranto.

Se va llegando a una edad en la que el día que no se muere uno se le muere un amigo del alma.

 
   Es decir, se le muere a uno la parte del alma que pertenecía a ese amigo.
 

   Ya de esa alma me queda poco. Amigos, no se mueran.


La montaña mágica, diciembre 31-2008

 

 

Por Jotamario Arbeláez


Nunca imaginé, en nuestros días precoces de bachillerato en el Santa Librada College, cuando él habitaba la cama gemela de mi cuarto en la casa de las agujas del Barrio Obrero porque le quedaba difícil todas las noches subir a la suya de Terrón Colorado,


    y prevalido de sus dotes de lingüista y de literato era mi maestro sapiente y pasaba parte de la noche leyendo y corrigiendo mis primitivos escritos a los que se permitía sugerirme un cambio de título,


   que sesenta años después iba a escribir este luctuoso artículo en el que el cambio de título es imposible.

Armando Holguín Sarria, uno de los hombres que más estudió, fornicó, bebió, compartió e hizo reír al mundo con sus gracejos, hoy es ayer.


   Nunca pensamos que íbamos a morir, semejantes macanudos con tamaño mundo para roer.


    Tanto que cuando yo me despabilaba por la mañana él estaba en una sesión de besuqueos con la prima más bella que madrugaba con el café.

Como yo perdí el sexto de bachillerato por preferir el billar pool a la trigonometría, el casino al cálculo infinitesimal y a Pascale Petit por Pascal,


   me gradué automáticamente para el nadaísmo que era la única carrera sin obstáculos que se me presentaba, así estuviera llena de piedras,


    y él se fue muy orondo para la Universidad Santiago de Cali, buscando convertirse en un titán del foro,


   pronunciado en las plazas encendidos discursos gaitanescos y recitando al oído de las condiscípulas poemas del siglo de oro con los que terminaba tendiéndolas, además de que con su loción Old Spice, que me permitía compartir.


   Para no hacer mucho escándalo el padre Silva rector tuvo la condescendencia de entregarme en púbico y enrollado el diploma sin firmas con el cual corrió Ramiro su hermano a calcar las firmas del diploma de Armando del año anterior sin reparar que ya el Secretario de Educación había dimitido.

 

En vista de que me había quedado en la calle, que era la parte de afuera de la

 

   

Universidad, me preguntó qué aspiraciones tenía. Le expresé que quería estudiar francés, mecanografía y comprarme una Vespa.


   Sospechó que me estaba volviendo marica. Le tuve que expresar que el francés era para leer a Flaubert, la mecanografía para escribir con estilo y la motoneta para andar a mayor velocidad que mis pies.


   Solíamos ir a los bares de bombillo rojo donde había algunas cortesanas tan ingenuas que se dejaban conquistar con poemas en el oído compuestos supuestamente para ellas pero que eran de Francisco Luis Bernárdez o Amado Nervo.


   Nos quedábamos cada uno con una escuálida que se esforzaba por no dejarnos malparados en la refriega.

 
    Qué diferencia cuando un poco más de veinte años después me lo encontré en Madrid y me llevó a su pomposa garconiere cada uno con dos lempos de modelos de más de dos metros y tabiques inaplacables.


    Eran sus amigos de un año más adelante del mío pero que me permitía compartir: Mario Suárez Melo, el futuro general Bedoya, el negro Diego Ruiz de Buenaventura, Alfonso Spataro, Ramiro Sandoval, Moisés Levy Tessone, y Alfredo Rey Córdoba ya en la U, quien empapado en llanto me dio la fatal noticia,


   y entre los míos estaban Iván Bueno, Sandoval Ramiro, Aragón Luis Alfonso, Acevedo Argemiro, Suarez Adolfo, Ramírez Luis Alfonso, Delgado Alfredo y Valencia Heladio que está en gravísimo, y no sigo porque este no es el mosaico.


   Para sacarme de Varga Vila y de Eduardo Zamacois y de Pierre Loti —autores de poco brillo, decía—, y que no me iban a conducir a ninguna parte,


    me regalaba sidarthas y demianes y juegos de abalorios y barrabases y a Zarathustra, antes de que llegara el demonio del nadaísmo a llevarme de las pelotas.


    En esa aventura me acompañó un poco a regañadientes, firmando algunos manifiestos para despelucar académicos y curas y burgomaestres.


    Nunca me hizo caso con los poetas de vanguardia que le alcanzaba, atiborrados de incoherencias, pues prefería a los españoles, que le facilitaban el carameleo de chupaflor.


Yo le decía que la poesía no era para seducir culiprontas sino para mandarla a la quinta porra una vez fallaran. Pero el pertenecía a la

 

 

 

 

 

 

  

 

 

  

 

 

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