LUÍS
CABALLERO Y
ANTONIO PÉREZ
EN LA GALERÍA
PÉREZ ROJAS
Por Jotamario Arbeláez
A Domingo y Mario
Para quienes no me conocen soy el poeta nadaísta Jotamario Arbeláez,
nacido en Cali hace 82 años y vinculado a Villa de Leyva hace 5.
Estuve en esta plaza por primera vez en 1970, durante la
proclamación del tercer partido por el general Gustavo Rojas
Pinilla, para poner a la venta en medio de la multitud anapista El
libro rojo de Rojas, que había escrito con motivo de una conocida
operación política inapropiada. No tuvimos mayor éxito con nuestra
mercancía pero quedé alelado con la belleza de la plaza, de las
montañas que la enmarcan, de su arquitectura colonial, de su
leyenda, y me pregunté como cualquier Antonio Nariño si no sería el
lugar más apropiado para vivir en lo más similar a un paraíso antes
de partir. Paraíso empedrado que fue mar y aposento de dinosaurios y
donde una diosa muisca se propuso con su hijo bajar de la laguna a
poblar el mundo, y aquí me tienen.
Pero a lo que se me ha invitado es a presentar una exposición y a
despedir otra, en la despampanante Galería Pérez Rojas, y sólo por
la referencia de este segundo apellido me llegó a la memoria el
general despojado. Hace unos días tuve la fortuna de ingresar a este
templo del arte, y parte del templo de Jesucristo en quien ahora
confío más que en ningún político, a contemplar, con la devoción que
implican las galerías más devotas de la belleza del mundo, una
monumental muestra de 79 obras de Luis Caballero, cultor de la
belleza del masculino género joven, a la manera de los genios
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renacentistas. Fogosas imágenes con sugestivas y eróticas
distorsiones donde se eleva el deseo a lo sacro, en a la vez impía y
piadosa colección de la también artista imbatible Beatriz González,
tan amiga del alma del pintor de la mano diestra maestra que le
escribió desde París un rimero de cartas que acaban de ser
publicadas en preciosa edición por la Universidad Tadeo Lozano con
el título Pobre de mí, no soy sino un triste pintor. Y en realidad
esos mensajes son el canto de la quejumbre desde el corazón de uno
de los más grandes artistas del pincel de la historia reciente y de
la pasada, y comprueba que para el ser dotado de genio es muchas
veces más inspiradora
la pena que la ventura. Hoy está muerto, y con lo que vale su obra,
si ello tuviera un precio terrestre, se pagaría sobradamente una
suscripción de felicidad en la eternidad.
Me fue una sorpresa, un encanto y un privilegio el relacionarme con
Domingo Pérez, hermano de Mario y Aura, hijos dilectos del maestro
Antonio Pérez, quienes ahora están al comando de esta nave
planetaria de la pintura. Y me invita Domingo a que exprese algunas
palabras acerca de las obras por descolgar y recién colgadas, de dos
artistas para mí amados. Tuve la gracia de conocer en París a Luis,
elaborador de cuerpos titánicos con sus trazos y su destreza, esos
que él pretendía que fueran “especies de íconos religiosos, cargados
de vida y de misterio”, y a través de su obra y de la melancolía de
las cartas que le escribe a Beatriz González, se me convirtió en un
ser de leyenda y veneración.
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Ya instalado en esta mi tierra por la poesía prometida tuve también
la fortuna de conocer por esta calle al maestro Antonio Pérez, quien
me decía al saludarme: Poeta, cuando feche sus escritos o hable de
este lugar, no diga simplemente Villa ni diga Leyva, diga siempre
Villa de Leyva. Por eso lo venero. Se me ocurrió decirle que debajo
de cada escrito rumbo al periódico o a la imprenta ahora escribo
MaraVilla de Leyva, La montaña mágica, que así se llama mi casa, y
la fecha. Me lo aprobó palmeándome el omoplato. Y ahora estoy en su
casa, contemplando su obra que es su presencia. Porque el artista no
se va cuando ha dejado recreado el mundo en el que ha vivido. En ese
sentido, el maestro Pérez con sus obras, donde deja hoja por hoja y
ladrillo por ladrillo con una precisión que deslumbra plasmado
nuestro paisaje -y digo nuestro porque en él estoy ahora aposentado
con mi esposa y con mis dos perros-, es un refundador o recreador de
la que debió soñar su inicial fundador don Hernán Suárez de
Villalobos, quien el 15 de junio de 1572 bautizó la villa como Santa
María de Leyva, por orden del Presidente de la Real Audiencia Andrés
Venero de Leyva, quien en ella viniera a regodearse.
El maestro Antonio Pérez fue en Bogotá alumno del formidable maestro
Luis Alberto Acuña. Por esas casualidades de la vida ahora los dos
maestros tienen sus sendos museo y galería cruzando en diagonal la
plaza.
Suspendo mi perorata y los dejo en la contemplación de la obra del
maestro Pérez, donde cobran vida las piedras coloniales y los
caserones ruinosos y melancólicos, y donde resplandece la vejez de
las cosas bajo el sol esplendente, que traza su pincel prodigioso
cargado de la nostalgia de lo que fue.
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