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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición: 12.958-538

Fecha: Sábado 06 de agosto de 2022

 

Un Profeta sin profecía

 

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

 

Foto Daniel Mordzinski

 


A José ángel leyva


Comencé a dudar de la existencia de Dios cuando el cura párroco de la iglesia de mi barrio intentó imponerme las manos a son de sacarme el diablo del cuerpo y en su lugar meterme quién sabe qué,
    y cuando le repliqué que qué iría a pensar el Señor de lo corrompido de su ministro
   él se dignó responderme que en estas situaciones era como si Dios no estuviera.
Me llené de tal ira santa, más que por su manosear por su blasfemar,
    que le propiné una patada en el culo y salí corriendo.
    Ya cuando iba por la calle me gritó desde su balcón una excusa que después un amigo me dijo que le había dado también el cura de su pueblo, no sé con qué resultado: “Conmigo no es pecado”,
    lo que me indicó que a lo mejor era parte del vocabulario del seminario.
    Vas a ver cómo Dios te castiga, ¡cacorro marica!, le contesté mostrándole el puño. Y seguí maluqueado con el asunto, pues no le cayó ni temprano ni tarde ningún julepe
    y antes bien el prelado continuó con los mismos hábitos, que para eso contaba con los 200 párvulos de la escuela.
    Por lo que taché al Todopoderoso de mi cuaderno de tareas.

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A medida que fui creciendo en entendimiento y en estatura me fui internando en el hábito de la lectura,
    sobre todo de las obras que figuraban en el –afortunado para mí el encontrarlo– Index Librorum Prohibitorum,
    emitido por la sacrosanta iglesia de Roma a partir del Concilio de Trento bajo Pio IV en 1564,
    y que sólo vino a suspenderse como consecuencia del Concilio Vaticano II, bajo el ojo avizor de Pablo VI, en 1966, poco antes de su visita a Colombia.
 


El Papa Pablo VI candidatizado a la santidad por visitar a Colombia.


    Esa lista de condenados fue mi tabla de salvación literaria, aunque tampoco me caía mal la patrística, pues pasé por La Ciudad de Dios cuando salí del Paraíso Perdido,
    y tuve el ocio y la curiosidad de seguir con La ira de Dios de Lactancio, los Escritos sobre la virginidad de Ambrosio de Milán, el Comentario sobre el Apocalipsis de Eumenio y el Pronóstico del fin del mundo de Juan de Toledo,
   lecturas que me iban recuperando lentamente hacia la piedad y el martirologio.

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Pero fue gracias al famoso Index que me mantuve en mis 13, atiborrándome con Bocaccio, Erasmo, Voltaire, Diderot, Sterne, Rabelais, Abelardo, Defoe, Sartre, Sade, André Gide,
    quienes me fueron acentuando la rabiecita filosófica y literaria y social y acerando los colmillos para los mordiscos de irreverente.
   Qué risa, a Nietzsche, Marx y Schopenhauer no los incluyeron en la lista vitanda por suponer que las mismas náuseas del lector piadoso impedirían su lectura.
    Así que mi primera biblioteca se conformó como un Index Librorum Amatorum, que con seguridad el cura sodomita me la habría mandado quemar.
  Y cuando me enteré por una revista exotérica que la Biblia había sido puesta en el Index por el Concilio de Toulusse, la busqué para devorarla y seguir allanando el camino de las tinieblas,
    sin reparar en que ese concilio se había celebrado en 1229, más de 300 años antes de la proclamación del tal Índice.
    Se trataba tan solo de una piadosa prohibición de leer la Biblia para no desorientar al creyente.
   Pero a algunos mentirosos hay que creerles.

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Me cupo en suerte que mi padrino Picuenigua, esposo de la tía Adelfa, tuviera en su biblioteca de la sala, al lado de la colección de Selecciones y de Viento Seco de Daniel Caicedo, novela de la violencia que nos azotaba,
    una Biblia empastada en verde que era la de Casiodoro de Reina revisada por Cipriano de Valera,
    considerada protestante, pues le faltaban algunos libros de la Vulgata que fueron tachados de apócrifos por Lutero.
   Entre ellos Macabeos, Tobías, Judith, Esdras y Baruc, cuya lectura hube de agenciarme con una prostituta beata.
    Y luego, como si me cayera del cielo, recibí de las manos impolutas de Jaime Jaramillo Escobar su edición de los verdaderos Evangelios Apócrifos,
    que han sido, con los escritos del divino Marqués de Sade, mi lectura de cabecera por 60 años,
    y de los cuales he preferido el Evangelio Árabe de la Infancia, el Evangelio de los Cuatro Rincones y Quicios del Mundo, el de Eva, el de María, el de Judas y el de José el Carpintero.
   El Marqués entretanto me entretenía con Las 120 jornadas de Sodoma, Los infortunios de la virtud, El vicio altamente recompensado, y el Diálogo entre un sacerdote y un moribundo.
   Jornadas de lecturas contradictorias que me hacían sentir como Juliano el Apóstata en su triclinio, soñando con ser otro Alejandro Magno.

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Se me debía notar el anticristiano de acuerdo con los chiflidos por las calles de los demás transeúntes, incluidos prostitutas, malhechores y pordioseros.
    Al pasar por el atrio de un templo, como no me echaba la bendición, tronaban los feligreses.
    Como no creía en nada nadie me creía lo que decía, ni por escrito, ni siquiera cuando callaba. Me tocó, además de incrédulo, convertirme en profano.
    Y esa Semana Santa desacatar una de las prohibiciones de la Iglesia según la abuela,
    que consistía en no bañarse el Viernes de Pasión –en respeto por el rostro cuajado en sangre de espinas y de las caídas de NSJ camino del sacrificio que le iban dejando las rodillas sucias, peladas–,
   

 

 

 

so pena de quedar convertido en un pez sobre las baldosas.
    Abrí la llave de agua fría, me refregué hasta el alma con jabón de tierra

desmanchándome de pecados si los tenía, mientras silbaba el Catulli Carmina.

    No me convertí en ningún pez y antes bien salí de la ducha aleteando feliz
    mientras toda la familia –que no sabía si ir a llamar al cura para que imponiéndome las manos me exorcizara–, se santiguaba.
   Y después de este ensayo en casa, a profanar sin medida por esas calles de Dios.

 

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Ya metido en la Biblia profundicé en los profetas, pues sabía que de allí nacía la poesía, empezando por Isaías.
   Y salté a la poesía sublimada del libro de Job, los Proverbios, los Salmos y los Cantares.
    En el Cantar de los cantares, compuesto por el iluminado rey Salomón para encantar a la Sulamita, y del que afirma el esoterismo que es el texto humano preferido de Dios, que es también poeta,
   encontré estas sutilezas que desde entonces enardecieron mi libídine, al punto que, en virtud de su procedencia, pude yo también exclamar para mis hondos adentros, “Conmigo esto no es pecado”:


“Mis hermanos me pusieron a guardar sus viñas; / y mi viña, la mía, no la supe guardar”. “Mientras en rey estaba en su diván, / mi nardo despedía su perfume”. “Me metió en su bodega / y contra mí enarboló su bandera de amor”. “Mi amado introdujo la mano por la abertura y mis entrañas se conmovieron”. “Entra, amor mío, en tu jardín / a comer de sus frutos exquisitos”.


   Y finalmente, cuando ya todo parecía consumado,


“Vuélvete, vuélvete, Sulamita: / vuélvete, vuélvete, para verte”.


   Lo que me hizo acordar con una sonrisa de la fijación del sacerdote vitando de mi niñez.
   Y vi cómo desde el libro sagrado se invalidaba esa demonización del erotismo que había implantado la Iglesia.
   Que alegaba que ese aparente manual erótico era metafóricamente un sublimado canto de amor a ella.

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De los Proverbios anoté esta breve sentencia:


Dile a la sabiduría: “Serás mi hermana”, y a la inteligencia: “Serás mi amiga”. Entonces sabrás protegerte de la mujer de otro, de la hermosa desconocida de suaves palabras”,


   que eran las que por entonces a llegar comenzaban.
    En la visitación de los Salmos memoricé el 12, ese que comienza:


“¿Hasta cuándo Señor, seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?”


    Hice un alto en Jonás, a quien el Señor lo puso a profetizar en balde lo que le dictó la ballena del Espíritu Santo,
   y fue grande su descontento cuando echó por tierra sus amenazas y les perdonó la vida a todos los ninivitas.

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Percibí que el Señor se pasó de injusto con Job, todo por darle gusto a las intrigas de Satán el Diablo.


“Yo vivía tranquilo cuando comenzó a sacudirme, / me tomó del cuello y me hizo pedazos”.


   Me allegaron al corazón las iniciales palabras de maldición al día de su nacimiento,
   cuando lo había perdido todo, tierras y ganados e hijos, y se revolcaba en la lepra con que el Señor había permitido que el Demonio lo revistiera:


“Se extienda sobre ese día la oscuridad y haya un eclipse total… Que no se vean las estrellas de su aurora, que espere en vano la luz”.


Y las que se refieren a su verdugo:


“Llevo en mí las flechas del Omnipotente: mi espíritu bebe de su veneno”.


   Y cuando viéndolo así su mujer lo recrimina: “Todavía perseveras en tu fe? Maldice a Dios y muérete”. Y él le contesta: “Hablas como una tonta cualquiera. Si aceptamos de Dios lo bueno, por qué no aceptamos también lo malo?” ¿Aceptar lo malo de Dios? Me dejó pensando.
   Y las últimas, después de que el Omnisapiente le dirige un hermoso poema que me arrancó lágrimas de estupor –y que me había señalado el mismo amigo a quien el cura de su pueblo había adoctrinado–,
   donde describe la consistencia de Behemot, esa bestia cercana del hipopótamo, y de Leviatán, ese cocodrilo mayor,

 
“La espada que lo alcanza no lo clava, /le rebota la lanza y la jabalina. / Para él el hierro es paja / y el bronce madera podrida”,
 

le enrostra la vanidad de sus lamentos y lo conmina a la retractación de sus maldiciones.
   “El acusador del poderoso se da por vencido, / o va a replicar el censor de Dios?”
“Retiro mis palabras / y hago penitencia sobre el polvo y la ceniza”.
   Me asaltó la duda de si algún día no me correspondería decir lo mismo.
    Y ese algún día bien puede ser ahora cuando la humanidad entera es un nuevo Job, que soporta la injusta ira de Dios.
    “Aunque me lave con nieve / y limpie mis manos con jabón, / tú me hundirás en la inmundicia / y mis propias ropas tendrán horror de mí.”
    No he visto, sin embargo, a los ministros y pastores de las iglesias cristianas salir a proclamar que lo que vivimos es un castigo del cielo exigiendo arrepentimiento por la maldad.
    Si la maldad es de los malos, ¿por qué se empeñaría en castigar igualmente al bueno?

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Tiré a la cara y sello, o a cara y cruz, si me elegía profeta o poeta y la moneda cayó parada.
   Menos mal. En el primer caso podría granjearme la santidad, lo que no combinaba con mi retrato. O el martirio, para lo que no venía preparado.

 


    Y en el segundo la carencia de bienes terrenales y la dolencia por los males del mundo, que ya empezaba a sentirlas.
    Más bien estaría dispuesto a fundar un día, si me granjeaba la confianza y la financiación del Altísimo, El Monasterio de los Monjes Juguetones, o El Nadasterio.

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Cuando ya empezaba a barbar me hice amigo de un poeta que se hacía llamar El Profeta y que me reclutó para su causa por perder que sería la mía a perpetuidad.

 

 

   

Creó un grupo con carácter de secta donde todos nos sentíamos “elegidos”.
    Profetas pero sin ninguna divinidad que nos respaldara, falsos profetas con documentos para comprobarlo,
 

   profetas que no decían sus profecías por miedo de que no se les cumplieran,
profetas de las inclemencias del clima,  profetas de medio tiempo,
    profetas que no sabían ni dónde estaban parados aunque se la pasaban más bien sentados.
   Profetas que no videntes, pitonisos, arúspices ni adivinos.
   (La mayoría fue muriendo en hedor de santidad y como mártires del sistema pero sin dignarse volver los ojos a Jesús Cristo.
    Como sí lo había hecho El Profeta, quien murió de un totazo emanando el mejor Vetívert).
    Éramos los únicos que sabíamos no sólo lo que había pasado y lo que iba a pasar sino lo que estaba pasando y que había que corregir. 

 

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Y comenzamos con nuestra prédica a través de manifiestos pestíferos, conferencias, entrevistas de prensa, amenazando con que vendría la destrucción de los valores que sostenían el mundo civilizado.
    No nos hicieron ningún caso pues siempre nos consideraron unos petardistas muy ingeniosos, mamagallistas, más bien payasos.
    Nos invitaban después de sus carcajadas a un trago o a un pase de cocaína.
    Y hasta allí llegaba nuestro compromiso incumplido con el Espíritu Santo.
     Y hablo de esta tercera persona porque en un momento sublime, cuando me encontraba más miserable y acongojado,
    recibí un llamado del Señor Jesucristo a través de una trinidad de espíritus de santos alrededor de la Ouija,
quienes me convocaron y ungieron para trabajar en la parusía,
ese advenimiento glorioso de Jesús en los últimos tiempos.

   Ante ello, y después de haber acabado tanto asiento con el culo leyendo libros sacros y otros non sanctos,
    me arrepiento de muchas cosas, entre ellas el haber apostrofado con insania al célibe sacerdote.
    Y hacer que de adehala nadie menos que el Creador pagara los platos rotos.

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El mundo anda empañicado con el virus Coronavirus que amenaza diezmarnos, disparado desde la China, donde tengo un pequeño amor que debe estar esperando.
    El examen sirve para detectar a quien lo posee pero el que resulta negativo lo puede adquirir mañana.
    Son síntomas principales tos persistente, fiebre, dolor de garganta y dificultades respiratorias, pero estos no necesariamente indican que se esté infectado.
    Y hay contagiados asintomáticos que con más facilidad propagan el virus, contra el cual la ciencia busca afanosamente vacuna y cura.
    Y se habla de un nuevo posible síntoma, los ojos rojos, como suelen ponerse los de los asistentes del tetrahidrocannabinol.
    Ahora mismo, a mi incontaminada casa de campo en Villa de Leyva, donde estoy recluido con mi mujer y mi hijo, y donde escribo estas líneas con guantes y tapabocas,
   acaba de llegarme noticia de que en el pueblo de Santa Sofía, a escasos 15 minutos, el virus se aposentó.

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Debo aprovechar mi reconciliación con el Señor de los Cielos y de la Tierra, y encomendarme a él como lo ha hecho mi hermano el poeta Jan Arb, familiarizado de añares con este tipo de comunicaciones irracionales
    a fin de averiguar, con el propio, qué es lo que  está pasando y qué pasará.
    Pero me asusta hacerle una invocación que presuponga un encuentro de tú a Tú. Si algo he aprendido en la vida es a guardar las distancias.
    Me concentro y hago la invocación con los ensalmos que me allegaron los maestros espirituales y le pido que tengamos nuestra entente durante el sueño, que todo lo soporta y lo justifica.
    Tan pronto como cierro los ojos se me va el mundo que conocemos y entra un resplandor que me hace poner la mano como visera, pero no se trata sólo de luz sino de la evidencia de la Presencia.
    Y oigo la luminosa voz que me dice:
   “Celebro que hayas vuelto a creer en quien te creó”.
    “¿Hablo con el Señor de Abraham, de Isaac y de Jacob? ¿El mismo que conversó con Job? ¿No nos está mandando las mismas tribulaciones? ¿No es lo que estamos viviendo un simulacro del fin del mundo?
   “Cuento contigo para contar lo que les espera a los vecinos de este planeta si no se saben cuidar de la propia peste que han incubado, y de la que yo no tengo ninguna culpa. Aunque si no te creyeron cuando eras incrédulo, ahora sí que menos van a creerte.
    Dile al mundo que no tengo velas en este encierro. Desde hace siglos dejé que la humanidad por sí misma se manejara. No es una peste que yo haya mandado como castigo ni exigiendo arrepentimiento.
   Ha sido culpa y creación de la misma criatura humana cegada por sus intereses de predominio. Se les escapo del laboratorio donde la mantenían en secreto.
    Por tanto, si no la mandé yo, nada haré por detenerla.
    Que sea la misma humanidad la que quien se proteja si quiere sobrevivir.
   No sólo al letal virus sino a la peste de miseria que se avecina.
   Desaparecerá la riqueza. Hasta su nada perderán los que nunca tuvieron nada qué perder.
   Y es Estado se irá a pique con las empresas que no podrán pagar impuestos ni nóminas.
    Lo peor ocurrirá cuando el papel moneda no tenga ningún valor. Y hasta el oro pierda su brillo.
   Es una prueba de fuego que vosotros mismos os habéis puesto.
    Estáis al borde de la hora 0 y me tocaría en breve volver a crear el mundo. Pero ya no estoy para ello.
   Les tocará hacerlo a ustedes con su experiencia y sapiencia, sin arrogancia.
    El Demonio estará alerta para ayudarlos, Pero yo se lo impediré.
   Por el contrario, soltaré a mis ángeles saltarines para que contribuya a la fundación de la Nueva Jerusalén.
    La Naturaleza podrá volver por sus fueros. El planeta tendrá un nuevo aire. Se volverá a poner de moda el amor y se validarán sus poderes de sanación.
   Desde el año 0 hasta el día de hoy he cumplido a cabalidad. Me retiro. De aquí en adelante Dios será la criatura humana.
    -Padre, ¿cuando comenzaba a creer en ti renuncias a tu existencia?
   -Desaparezco de la mente con que razonas, yerras y aciertas, pero quedo en tu corazón y en tus actos. Y en el corazón y en los actos de cada uno. Me disuelvo en mi creación.
    -Y por qué, en honor de quienes por tantos siglos te adoraron y hasta murieron por ti, como los mártires y profetas, no haces un último milagro?
   -Lo estás viviendo. Me estás viendo y escuchando y no has quedado ciego ni sordo. Pero lo haré.
    Y así como lo hizo con Job, a mí también me dejó callado.

 

La montaña mágica, Abril 9-11-20

 

 

 

 

 

 

  

 

 

  

 

 

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