Un Profeta sin profecía
Por: Jotamario Arbeláez
Foto Daniel
Mordzinski
A José ángel leyva
Comencé a dudar de la existencia de Dios cuando el cura párroco de
la iglesia de mi barrio intentó imponerme las manos a son de sacarme
el diablo del cuerpo y en su lugar meterme quién sabe qué,
y cuando le repliqué que qué iría a pensar el Señor de lo
corrompido de su ministro
él se dignó responderme que en estas situaciones era como si Dios
no estuviera.
Me llené de tal ira santa, más que por su manosear por su blasfemar,
que le propiné una patada en el culo y salí corriendo.
Ya cuando iba por la calle me gritó desde su balcón una excusa
que después un amigo me dijo que le había dado también el cura de su
pueblo, no sé con qué resultado: “Conmigo no es pecado”,
lo que me indicó que a lo mejor era parte del vocabulario del
seminario.
Vas a ver cómo Dios te castiga, ¡cacorro marica!, le contesté
mostrándole el puño. Y seguí maluqueado con el asunto, pues no le
cayó ni temprano ni tarde ningún julepe
y antes bien el prelado continuó con los mismos hábitos, que
para eso contaba con los 200 párvulos de la escuela.
Por lo que taché al Todopoderoso de mi cuaderno de tareas.
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A medida que fui creciendo en entendimiento y en estatura me fui
internando en el hábito de la lectura,
sobre todo de las obras que figuraban en el –afortunado para mí
el encontrarlo– Index Librorum
Prohibitorum,
emitido por la sacrosanta iglesia de Roma a partir del Concilio
de Trento bajo Pio IV en 1564,
y que sólo vino a suspenderse como consecuencia del Concilio
Vaticano II, bajo el ojo avizor de Pablo VI, en 1966, poco antes de
su visita a Colombia.
El Papa Pablo VI candidatizado a la santidad por visitar a Colombia.
Esa lista de condenados fue mi tabla de salvación literaria,
aunque tampoco me caía mal la patrística, pues pasé por La
Ciudad de Dios cuando salí del Paraíso
Perdido,
y tuve el ocio y la curiosidad de seguir con La
ira de Dios de Lactancio, los Escritos
sobre la virginidad de Ambrosio de Milán, el Comentario
sobre el Apocalipsis de Eumenio y el Pronóstico
del fin del mundo de Juan de Toledo,
lecturas que me iban recuperando lentamente hacia la piedad y el
martirologio.
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Pero fue gracias al famoso Index que me mantuve en mis 13,
atiborrándome con Bocaccio, Erasmo, Voltaire, Diderot, Sterne,
Rabelais, Abelardo, Defoe, Sartre, Sade, André Gide,
quienes me fueron acentuando la rabiecita filosófica y literaria
y social y acerando los colmillos para los mordiscos de irreverente.
Qué risa, a Nietzsche, Marx y Schopenhauer no los incluyeron en
la lista vitanda por suponer que las mismas náuseas del lector
piadoso impedirían su lectura.
Así que mi primera biblioteca se conformó como un Index
Librorum Amatorum, que con seguridad el cura sodomita me la
habría mandado quemar.
Y cuando me enteré por una revista exotérica que la Biblia había
sido puesta en el Index por el Concilio de Toulusse, la busqué para
devorarla y seguir allanando el camino de las tinieblas,
sin reparar en que ese concilio se había celebrado en 1229, más
de 300 años antes de la proclamación del tal Índice.
Se trataba tan solo de una piadosa prohibición de leer la Biblia
para no desorientar al creyente.
Pero a algunos mentirosos hay que creerles.
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Me cupo en suerte que mi padrino Picuenigua, esposo de la tía Adelfa,
tuviera en su biblioteca de la sala, al lado de la colección de
Selecciones y de Viento Seco de
Daniel Caicedo, novela de la violencia que nos azotaba,
una Biblia empastada en verde que era la de Casiodoro de Reina
revisada por Cipriano de Valera,
considerada protestante, pues le faltaban algunos libros de la
Vulgata que fueron tachados de apócrifos por Lutero.
Entre ellos Macabeos, Tobías, Judith, Esdras y Baruc, cuya
lectura hube de agenciarme con una prostituta beata.
Y luego, como si me cayera del cielo, recibí de las manos
impolutas de Jaime Jaramillo Escobar su edición de los verdaderos Evangelios
Apócrifos,
que han sido, con los escritos del divino Marqués de Sade, mi
lectura de cabecera por 60 años,
y de los cuales he preferido el Evangelio
Árabe de la Infancia, el Evangelio de los Cuatro Rincones y Quicios
del Mundo, el de Eva, el de María,
el de Judas y el de José
el Carpintero.
El Marqués entretanto me entretenía con Las
120 jornadas de Sodoma, Los infortunios de la virtud, El vicio
altamente recompensado, y el Diálogo entre un sacerdote y un
moribundo.
Jornadas de lecturas contradictorias que me hacían sentir como
Juliano el Apóstata en su triclinio, soñando con ser otro Alejandro
Magno.
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Se me debía notar el anticristiano de acuerdo con los chiflidos por
las calles de los demás transeúntes, incluidos prostitutas,
malhechores y pordioseros.
Al pasar por el atrio de un templo, como no me echaba la
bendición, tronaban los feligreses.
Como no creía en nada nadie me creía lo que decía, ni por
escrito, ni siquiera cuando callaba. Me tocó, además de incrédulo,
convertirme en profano.
Y esa Semana Santa desacatar una de las prohibiciones de la
Iglesia según la abuela,
que consistía en no bañarse el Viernes de Pasión –en respeto por
el rostro cuajado en sangre de espinas y de las caídas de NSJ camino
del sacrificio que le iban dejando las rodillas sucias, peladas–,
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so pena de quedar convertido en un
pez sobre las baldosas.
Abrí la llave de agua fría, me refregué hasta el alma con jabón
de tierra
desmanchándome de
pecados si los tenía, mientras silbaba el Catulli Carmina.
No me convertí
en ningún pez y antes bien salí de la ducha aleteando feliz
mientras toda la familia –que no sabía si ir a llamar al cura
para que imponiéndome las manos me exorcizara–, se santiguaba.
Y después de este ensayo en casa, a profanar sin medida por esas
calles de Dios.
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Ya metido en la Biblia profundicé en los profetas, pues sabía que de
allí nacía la poesía, empezando por Isaías.
Y salté a la poesía sublimada del libro de Job,
los Proverbios, los Salmos y
los Cantares.
En el Cantar de los
cantares, compuesto por el iluminado rey Salomón para encantar a
la Sulamita, y del que afirma el esoterismo que es el texto humano
preferido de Dios, que es también poeta,
encontré estas sutilezas que desde entonces enardecieron mi
libídine, al punto que, en virtud de su procedencia, pude yo también
exclamar para mis hondos adentros, “Conmigo esto no es pecado”:
“Mis hermanos me pusieron a
guardar sus viñas; / y mi viña, la mía, no la supe guardar”.
“Mientras en rey estaba en su diván, / mi nardo despedía su
perfume”. “Me metió en su bodega / y contra mí enarboló su bandera
de amor”. “Mi amado introdujo la mano por la abertura y mis entrañas
se conmovieron”. “Entra, amor mío, en tu jardín / a comer de sus
frutos exquisitos”.
Y finalmente, cuando ya todo parecía consumado,
“Vuélvete, vuélvete, Sulamita:
/ vuélvete, vuélvete, para verte”.
Lo que me hizo acordar con una sonrisa de la fijación del
sacerdote vitando de mi niñez.
Y vi cómo desde el libro sagrado se invalidaba esa demonización
del erotismo que había implantado la Iglesia.
Que alegaba que ese aparente manual erótico era metafóricamente
un sublimado canto de amor a ella.
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De los Proverbios anoté esta breve sentencia:
“Dile a la sabiduría: “Serás
mi hermana”, y a la inteligencia: “Serás mi amiga”. Entonces sabrás
protegerte de la mujer de otro, de la hermosa desconocida de suaves
palabras”,
que eran las que por entonces a llegar comenzaban.
En la visitación de los Salmos memoricé
el 12, ese que comienza:
“¿Hasta cuándo Señor, seguirás
olvidándome? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?”
Hice un alto en Jonás, a quien el Señor lo puso a profetizar en
balde lo que le dictó la ballena del Espíritu Santo,
y fue grande su descontento cuando echó por tierra sus amenazas y
les perdonó la vida a todos los ninivitas.
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Percibí que el Señor se pasó de injusto con Job, todo por darle
gusto a las intrigas de Satán el Diablo.
“Yo vivía tranquilo cuando
comenzó a sacudirme, / me tomó del cuello y me hizo pedazos”.
Me allegaron al corazón las iniciales palabras de maldición al
día de su nacimiento,
cuando lo había perdido todo, tierras y ganados e hijos, y se
revolcaba en la lepra con que el Señor había permitido que el
Demonio lo revistiera:
“Se extienda sobre ese día la
oscuridad y haya un eclipse total… Que no se vean las estrellas de
su aurora, que espere en vano la luz”.
Y las que se refieren a su verdugo:
“Llevo en mí las flechas del
Omnipotente: mi espíritu bebe de su veneno”.
Y cuando viéndolo así su mujer lo recrimina: “Todavía
perseveras en tu fe? Maldice a Dios y muérete”. Y él le contesta: “Hablas
como una tonta cualquiera. Si aceptamos de Dios lo bueno, por qué no
aceptamos también lo malo?” ¿Aceptar lo malo de Dios? Me dejó
pensando.
Y las últimas, después de que el Omnisapiente le dirige un
hermoso poema que me arrancó lágrimas de estupor –y que me había
señalado el mismo amigo a quien el cura de su pueblo había
adoctrinado–,
donde describe la consistencia de Behemot, esa bestia cercana del
hipopótamo, y de Leviatán, ese cocodrilo mayor,
“La espada que lo alcanza no
lo clava, /le rebota la lanza y la jabalina. / Para él el hierro es
paja / y el bronce madera podrida”,
le enrostra la
vanidad de sus lamentos y lo conmina a la retractación de sus
maldiciones.
“El acusador del poderoso
se da por vencido, / o va a replicar el censor de Dios?”
“Retiro mis palabras / y hago
penitencia sobre el polvo y la ceniza”.
Me asaltó la duda de si algún día no me correspondería decir lo
mismo.
Y ese algún día bien puede ser ahora cuando la humanidad entera
es un nuevo Job, que soporta la injusta ira de Dios.
“Aunque me lave con nieve
/ y limpie mis manos con jabón, / tú me hundirás en la inmundicia /
y mis propias ropas tendrán horror de mí.”
No he visto, sin embargo, a los ministros y pastores de las
iglesias cristianas salir a proclamar que lo que vivimos es un
castigo del cielo exigiendo arrepentimiento por la maldad.
Si la maldad es de los malos, ¿por qué se empeñaría en castigar
igualmente al bueno?
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Tiré a la cara y sello, o a cara y cruz, si me elegía profeta o
poeta y la moneda cayó parada.
Menos mal. En el primer caso podría granjearme la santidad, lo
que no combinaba con mi retrato. O el martirio, para lo que no venía
preparado.
Y en el segundo la carencia de bienes terrenales y la dolencia
por los males del mundo, que ya empezaba a sentirlas.
Más bien estaría dispuesto a fundar un día, si me granjeaba la
confianza y la financiación del Altísimo, El Monasterio de los
Monjes Juguetones, o El Nadasterio.
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Cuando ya empezaba a barbar me hice amigo de un poeta que se hacía
llamar El Profeta y que me reclutó para su causa por perder que
sería la mía a perpetuidad.
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Creó un grupo con
carácter de secta donde todos nos sentíamos “elegidos”.
Profetas pero sin ninguna divinidad que nos respaldara, falsos
profetas con documentos para comprobarlo,
profetas que no
decían sus profecías por miedo de que no se les cumplieran,
profetas de las inclemencias del clima, profetas de medio tiempo,
profetas que no sabían ni dónde estaban parados aunque se la
pasaban más bien sentados.
Profetas que no videntes, pitonisos, arúspices ni adivinos.
(La mayoría fue muriendo en hedor de santidad y como mártires del
sistema pero sin dignarse volver los ojos a Jesús Cristo.
Como sí lo había hecho El Profeta, quien murió de un totazo
emanando el mejor Vetívert).
Éramos los únicos que sabíamos no sólo lo que había pasado y lo
que iba a pasar sino lo que estaba pasando y que había que corregir.
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Y comenzamos con nuestra prédica a través de manifiestos pestíferos,
conferencias, entrevistas de prensa, amenazando con que vendría la
destrucción de los valores que sostenían el mundo civilizado.
No nos hicieron ningún caso pues siempre nos consideraron unos
petardistas muy ingeniosos, mamagallistas, más bien payasos.
Nos invitaban después de sus carcajadas a un trago o a un pase
de cocaína.
Y hasta allí llegaba nuestro compromiso incumplido con el
Espíritu Santo.
Y hablo de esta tercera persona porque en un momento sublime,
cuando me encontraba más miserable y acongojado,
recibí un llamado del Señor Jesucristo a través de una trinidad
de espíritus de santos alrededor de la Ouija,
quienes me convocaron y ungieron para trabajar en la parusía,
ese advenimiento glorioso de Jesús en los últimos tiempos.
Ante ello, y después de haber acabado tanto asiento con el culo
leyendo libros sacros y otros non sanctos,
me arrepiento de muchas cosas, entre ellas el haber apostrofado
con insania al célibe sacerdote.
Y hacer que de adehala nadie menos que el Creador pagara los
platos rotos.
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El mundo anda empañicado con el virus Coronavirus que amenaza
diezmarnos, disparado desde la China, donde tengo un pequeño amor
que debe estar esperando.
El examen sirve para detectar a quien lo posee pero el que
resulta negativo lo puede adquirir mañana.
Son síntomas principales tos persistente, fiebre, dolor de
garganta y dificultades respiratorias, pero estos no necesariamente
indican que se esté infectado.
Y hay contagiados asintomáticos que con más facilidad propagan
el virus, contra el cual la ciencia busca afanosamente vacuna y cura.
Y se habla de un nuevo posible síntoma, los ojos rojos, como
suelen ponerse los de los asistentes del tetrahidrocannabinol.
Ahora mismo, a mi incontaminada casa de campo en Villa de Leyva,
donde estoy recluido con mi mujer y mi hijo, y donde escribo estas
líneas con guantes y tapabocas,
acaba de llegarme noticia de que en el pueblo de Santa Sofía, a
escasos 15 minutos, el virus se aposentó.
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Debo aprovechar mi reconciliación con el Señor de los Cielos y de la
Tierra, y encomendarme a él como lo ha hecho mi hermano el poeta Jan
Arb, familiarizado de añares con este tipo de comunicaciones
irracionales
a fin de averiguar, con el propio, qué es lo que está pasando y
qué pasará.
Pero me asusta hacerle una invocación que presuponga un
encuentro de tú a Tú. Si algo he aprendido en la vida es a guardar
las distancias.
Me concentro y hago la invocación con los ensalmos que me
allegaron los maestros espirituales y le pido que tengamos nuestra
entente durante el sueño, que todo lo soporta y lo justifica.
Tan pronto como cierro los ojos se me va el mundo que conocemos
y entra un resplandor que me hace poner la mano como visera, pero no
se trata sólo de luz sino de la evidencia de la Presencia.
Y oigo la luminosa voz que me dice:
“Celebro que hayas vuelto a creer en quien te creó”.
“¿Hablo con el Señor de Abraham, de Isaac y de Jacob? ¿El mismo
que conversó con Job? ¿No nos está mandando las mismas tribulaciones?
¿No es lo que estamos viviendo un simulacro del fin del mundo?
“Cuento contigo para contar lo que les espera a los vecinos de
este planeta si no se saben cuidar de la propia peste que han
incubado, y de la que yo no tengo ninguna culpa. Aunque si no te
creyeron cuando eras incrédulo, ahora sí que menos van a creerte.
Dile al mundo que no tengo velas en este encierro. Desde hace
siglos dejé que la humanidad por sí misma se manejara. No es una
peste que yo haya mandado como castigo ni exigiendo arrepentimiento.
Ha sido culpa y creación de la misma criatura humana cegada por
sus intereses de predominio. Se les escapo del laboratorio donde la
mantenían en secreto.
Por tanto, si no la mandé yo, nada haré por detenerla.
Que sea la misma humanidad la que quien se proteja si quiere
sobrevivir.
No sólo al letal virus sino a la peste de miseria que se avecina.
Desaparecerá la riqueza. Hasta su nada perderán los que nunca
tuvieron nada qué perder.
Y es Estado se irá a pique con las empresas que no podrán pagar
impuestos ni nóminas.
Lo peor ocurrirá cuando el papel moneda no tenga ningún valor. Y
hasta el oro pierda su brillo.
Es una prueba de fuego que vosotros mismos os habéis puesto.
Estáis al borde de la hora 0 y me tocaría en breve volver a
crear el mundo. Pero ya no estoy para ello.
Les tocará hacerlo a ustedes con su experiencia y sapiencia, sin
arrogancia.
El Demonio estará alerta para ayudarlos, Pero yo se lo impediré.
Por el contrario, soltaré a mis ángeles saltarines para que
contribuya a la fundación de la Nueva Jerusalén.
La Naturaleza podrá volver por sus fueros. El planeta tendrá un
nuevo aire. Se volverá a poner de moda el amor y se validarán sus
poderes de sanación.
Desde el año 0 hasta el día de hoy he cumplido a cabalidad. Me
retiro. De aquí en adelante Dios será la criatura humana.
-Padre, ¿cuando comenzaba a creer en ti renuncias a tu
existencia?
-Desaparezco de la mente con que razonas, yerras y aciertas, pero
quedo en tu corazón y en tus actos. Y en el corazón y en los actos
de cada uno. Me disuelvo en mi creación.
-Y por qué, en honor de quienes por tantos siglos te adoraron y
hasta murieron por ti, como los mártires y profetas, no haces un
último milagro?
-Lo estás viviendo. Me estás viendo y escuchando y no has quedado
ciego ni sordo. Pero lo haré.
Y así como lo hizo con Job, a mí también me dejó callado.
La montaña mágica,
Abril 9-11-20
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