Contratiempo
La caída de la tarde
Jotamario Arbeláez
Siento cómo va cayendo la tarde sobre mis hombros cansados de
soportar el peso del mundo como una cruz de pesares. Me propuse
salvarlo como tantos otros mamarrachos a garrotazo limpio primero y
al final pidiendo la paz y un toque de amor a ver si con el pueblo y
sin las armas se llegaba al poder, como al fin llegó.
Si no logro salvar el mundo, voy a proponerme salvarme yo, me
dije en un sueño donde entre nubes de humo me desplazaba. Y a pesar
de tener como sola herramienta la poesía, y tal vez por ello, me
lancé con todas mis fuerzas a la conquista de la vida que aleteaba a
mi alrededor como mariposa salvaje.
Milité contra las corrientes en los ríos del acontecer y los
propios enemigos me saludaban sonrientes porque los insultaba con
una especie de gracia santificante. Ello cuando usaba el libelo, el
ludibrio, el apóstrofe y el dicterio. Me invitaban a beber tragos
finos porque la ofensa no les rascaba sino que más bien la
consideraban una caricia, un ensalce. No es que utilizara
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equivocadamente los términos. En los archivos quedan los documentos
de que el reclamatorio si era tajante. Tal vez los maestros
perfectos que me acomiden trastornaban la percepción de mis
denunciados.
Nunca abracé las armas porque reservé el índice para otros
gatillos. Había recibido el mensaje de que bastaba la palabra para
poner a descansar en paz la guerra. Y en esa tarea me hice cómplice
de María Mercedes Carranza, y también de Patricia Ariza y su candela
teatral en La Candelaria, y de Fernando Rendón con el ciclón de sus
Festivales Internacionales de Poesía de Medellín.
Pero aparte del oprobioso sistema, hice frente a los tres
presuntos enemigos del hombre según el catecismo del padre Astete:
el mundo, el demonio y la carne. Me propuse ser un hombre de mundo,
como se decía que eran los triunfadores que andaban de la ceca a la
meca, frecuentaban cocteles estrafalarios y viajaban de continente
en continente sin contenerse. La poesía merced a premios e
invitaciones me tendió el mapa como una alfombra para que me fuera a
conocer palacetes y minaretes. Y miré con buenos ojos al mundo que
me daba posada y que se quedaría dando vueltas cuando me tocara
retirarme sin estridencias.
El demonio Satán, compañero del hombre en el Paraíso a la par
con Dios y con Eva y Lilith –se dice de esta última que yació con
los tres varones–, nunca me causó miedo como ninguno de los otros
ángeles caídos o permanentes. Si había cortado con el deísmo con
mayor razón en esa batida caería la contraparte.
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Y a la carne nunca me le corrí porque ni vegetariano que
fuera. Se decía que era fuente de los males de la pasión por los que
el hombre y su alma se perdían en la demencia, pero que va, a pesar
de que algunos amores azarosos te mandan tres días para el infierno,
al retorno se reincide hasta que se encuentra ese amor impetuoso y
definitivo donde ponen también las garzas.
Así como erré por la calles de las ciudades admirando los
avisos de neón, las discotecas, los cinematógrafos, los hidrantes y
los semáforos que reemplazaban los árboles de los que tenía parca
noticia, pues los únicos montes que frecuentaba eran los montes de
Venus, ahora troto por la campiña al ritmo de mis dos perros, Monje
y Dina, a quienes amo en tal forma que celebro la percepción del
amigo de Woody Allen de que el perro (dog) es Dios (god) al espejo,
como leo en A propósito de nada, su biografía.
Porque no hago más que leer y leer y leer ya que en el
paraíso imaginado por Borges bajo la forma de una biblioteca no hay
nada mejor qué hacer. Me entrego con toda fruición a los 5 mil
volúmenes que me quedan en turno, entre ellos En busca del tiempo
perdido y La montaña mágica, como se llama mi casa. Por algo llegué
a la Villa de Leyva, siguiendo la promesa que me hice hace 50 años
cuando vine a presentar mi biografía de Rojas Pinilla El libro rojo
de Rojas en la proclamación de la Anapo, de que este sería el
paraíso escogido para pasar el atardecer de mi vida. De la que no
tengo ninguna prisa en partir. Pero tampoco ningún afán de quedarme.
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