Cumpleaños leyendo
Jotamario Arbeláez
Hoy es
mi cumpleaños 82. Como si estuviera viviendo horas, días, años
extra.
Dieron para largo mis células. A esta edad, ya no sabe uno cuál será
el último.
Desde hace no sé cuánto le vengo cantando a la muerte, y ella
encantada.
Esperando el final del concierto. Fiel a la tradición de mi agenda,
me celebro y me
canto.
Me rodean mi mujer Claudia Jaramillo, mis hijos Salomé y Salvador,
mi nieta Emilia Curtis, y en lugar de torta sobre la mesa tengo un
postre de libros que me han ido llegando por correo como muestras de
amor, a la espera de que los lea y los ente.
Y yo enfrascado ordenando los tomos de “Los días contados”, que no
son los que me quedan sino los que ya viví. Pero para todo hay
momentos. Hay tiempo para todo, dijo Louis Pauwels, hasta para que
los tiempos se acaben.
Mis dos perros Dina y Monje me saludan alebrestando sus colas. Mi
mujer me premia con una dorada botella de whisky y mis hijos con
pantalones y calzoncillos europeos. Me los estreno y pido permiso
para revisar el bloque le libros, algunos leídos hasta la última
página en casa y otros por el camino. Son tantos que su sola
enumeración coparía toda esta página. Pero tomo al azar hasta cubrir
el espacio.
Con leves reseñas. Una vez llegó a casa una joven investigadora,
guapa y lanzada, magister en Historia y Teoría del Arte de la
Universidad Nacional y se fue zambullendo en los sagrados archivos
del Nadaísmo que rodean mi escritorio, en lo que demoró varios años.
Y culminó con la publicación, por parte de Idartes, de Nadaísmo: una
propuesta de vanguardia”, donde se entremezclan la historia del país
y la del grupo rebelde.
No se
detuvo Laura Rubio, que es la autora,
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sólo en la estructura
literaria, plática y musical de las obras del movimiento sino que
indagó en su posición de ruptura contra lo establecido y las
estrategias teatrales que se escogieron para adelantar tal misión
autoimpuesta. Entre ellas los Festivales de Arte de Vanguardia, las
revistas como Esquirla, de Alfredo Sánchez, El Ojo Pop de Pedro
Alcántara y Jota, La viga en el ojo de Eduardo Escobar y Nadaísmo 70
de Gonzalo y X-504. La reseña de la contratapa lo dice todo: “Este
apasionante trabajo parte de un análisis histórico sobre la guerra
en Colombia y va hilando poco a poco su discurso hasta dejar
entrever que el nadaísmo, entendido como vanguardia cultural, surgió
como una posibilidad, nada menos que la de realizar una reflexión
colectiva sobre Colombia y su proyecto de país, de pensar la nación
desde una perspectiva fuera de la guerra, de producir arte sin
restricciones temáticas ni formales, de usar el cuerpo como material
artístico, de rebelarse contra el orden imperante por medio de la
controversia”.
No se encuentra en librerías. Solicitarlo al Instagram: @laurarubioleon.
Y aquí tenemos a Alejandro Obregón, el artista total, el amigo de
los poetas y de los profetas. Cuyos pinceles eran el testimonio de
que vivía para terminar de colorear el mundo. Colores provenientes
de la nada, del blanco absoluto, para alcanzar el pleno arco
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iris. El profeta Gonzalo Arango lo amaba porque era un astro, de
esos que de vez en cuando despejan el cielo. Evoco este tema porque
me ha llegado un libro que es para acariciar con las manos y la
mirada, su autor es el fiel Fausto Panesso, quien empleó 25 años de
su vida en la parla con el inmortal, tomándole sus apuntes para
configurar todo un diccionario: “Obregón, de la A a la Z”, Fausto se
convirtió en su biógrafo personal, pues es como si sus
conversaciones en vida continuaran desde ultratumba.
Eduardo Serrano escribe el prólogo y Fernando Botero su Inmemoria.
Evocación al colega recién partido por el rayo implacable, en una
carta a Hernando Santos publicada en El Tiempo en Abril del 92.
Cito un fragmento de su tema preferido. Color: “A mí me ha pasado
una cosa curiosa: no sé poner colores hombre, me encanta trabajar
con colores hembra: Amarilda, Viridiana, Rosa, Azulina, Violeta, y
cuando coloco el rojo siento que lo que pongo ahí en la tela, es la
bisabuela de la humanidad”.
Y entro en un libro que me ha partido el alma, por algo se llama
“Mil pedazos”. Su autora Rosario Caicedo, hermana del entrañable
suicida y poderoso autor de “Que viva la música”. Con ella me
encontré recientemente en Cali, en la Feria del Libro y para mi
pasmo me declaró que fui su primer amor, desde cuando fui al Liceo
Benalcázar a dictar una conferencia nadaísta. Yo tenía 20 y ella 10,
hace 62. Ahora nos entregamos a una correspondencia digna del amor
en los tiempos del Covid. Así sufran (o se diviertan) mi mujer y la
suya.
Su libro cierra la saga de Andrés. Son crónicas de la vida,
correspondencia cruzada con el hermano y hermosos y certeros poemas
sobre la vida en familia. Se descubre que la narradora verbal era la
madre: “La mujer que le enseñó a amar las palabras a su hijo el
escritor. El que me dijo un día que cada vez que se sentía
“atascado” en sus escritos, trataba de acordarse de la rapidez con
que nuestra madre “nos atrapaba” con sus historias. “Esa es la red
que necesito inventarme en cada página, Rosarito. La red de mi
mamá”.
Ay Rosarito, qué bello final para esta película dolorosa.
La montaña mágica, noviembre 30-22
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