Poemas
de remembranzas
Por: Jota Mario Arbeláez
Una señora muy
aseñorada, llena de remiendos y sin ninguna puntada,
me preguntó en el lanzamiento de un libro de poesías que por qué
había dejado de escribir esos mi tan buenos poemas de cuando era
joven y nadie respondía por mí
–y aquí se le quebró la voz–, para dedicarme semanalmente a expresar
por medio de la prensa escrita éstas, cuando no lánguidas, tórridas
prosas acerca de la prosopopeya del acontecer.
Ay, señora, le lloré sobre la rodilla
–pues el hombro estaba ocupado por una mantilla adquirida en
Sevilla–,
porque por lo que usted llama mis buenos poemas nadie da un céntimo,
y en cambio con todo lo que expreso en prosa cambia la cosa.
Sin necesidad de agredir a las que ahora llaman divas prepago,
en las revistas del corazón, del sexo y demás vísceras me consienten
con razonables tarifas
por todo lo que expreso acerca de mis relaciones peligrosas con
semovientes empolvadas
–y de allí me dan pie para tratar cualquier tema con mi
reconfortante ironía–
con tal de que el elemento expresivo no sea el poema.
Así, en los últimos años, no aparece una poesía con mi firma –ni con
la de nadie–
en ningún periódico o revista –que ya no publican poemas–,
y en cambio sí me dan todo el despliegue con notas que parecieran no
requerir la majestad y el cuidado de la manifestación lírica.
Pero mamola, como decía Gaitán antes de que lo inmolaran.
Todo lo que escribe un poeta son poemas, así sea manifiestos de
aduana o últimas cartas al señor juez.
Amén de quienes me tratan más mal mientras mejor me expreso,
de quienes no toleran que me apoye en metros tan dispares que saltan
a los territorios prosaicos, sin contar con que vienen armonizados
con mi sana respiración de no fumador,
algunos lectores superlativos me lo han manifestado y me voy a poner
en esas. Debo seguir expresando mi poesía sin temer a la vecindad de
la prosa.
Que no será la pobre prosa que está condenada a ser mañana la del
periódico de ayer.
Mire usted, mi señora, este texto precisamente, hace poco publicado
en la prensa,
fíjese cómo lo pongo sobre la mesa de disección, al lado de la
máquina de coser de mi padre y el paraguas de Lautreamont,
atienda cómo le voy rebanando unas cuantas lajas superfluas, que
reemplazo con alusiones carnudas a la guerra que nos desangra y a la
poesía coagulante,
mire cómo lo voy partiendo en retazos de partitura y ya está el
poema, recuperado,empacado al vacio y directo al grano.
Los poetas deben dejar de croar poesías para dedicarse a escribir lo
que les corresponde, dado su manejo del concepto azaroso.
Poner al poema a exigir la paz, es no dejar en paz el poema, para
que él mismo se encargue de exasperar al viento que exaspere al
violento.
Los antagonistas
dicen hacer la guerra para obligar al otro a que haga la paz. Y por
eso piden que sea el otro quien abaje las armas.
No se le pidió al poeta que tomara partido. Pero vaya si Homero y
Afrodita no estuvieron de parte de los troyanos. Y si los más serios
cronistas de la segunda guerra mundial no se manifestaron en contra
del holocausto.
Nos están matando a todos así el muerto no seamos tú y yo. Y para
señalar todas estas muertes tenemos que alzar la mano llena de
versos punzantes y dejarla caer sobre el victimario.
Entiendo que mucha
gente no comparta que este tipo de temas
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se envuelvan en
poesía. Pido perdón a quienes aún respetan los formatos
tradicionales.
Pero a ellos les prometo que con este lenguaje –en el que lo
importante es el tono más la chispa de virulencia–,
es posible ganar, en algún momento, un importante premio de poesía.
¡La madre que si!
Antepasados
Mis antepasados
entraron a sangre y fuego en América conquistando y arrasando
Mis antepasados se
defendieron con los dientes de esta invasión de bárbaros
Mis antepasados buscaban el oro para cuadrar las arcas de sus
monarcas y saciar sus propias sedes
Mis antepasados ocultaron el oro de sus ritos al sol bajo tierra y
bajo las aguas
Mis antepasados nos robaron la tierra
Mis antepasados no pudieron recuperarla
Cómo siento en el alma no haber estado en el cuerpo de mis
antepasados
¿De parte de cuál de mis antepasados me pondré contra cuáles?
La corte del
cortador
Abuela peinaba una
trenza blanca que le daba hasta el lejano nacimiento de la nalga,
no tenía un solo diente en todo su cuerpo
y gustaba comernos a sus nietos las mejillas durazno con sus encías.
Trajes de medioluto llenaban el armario de medialuna
traído a lomo de mula desde su casa del Río Negro
hasta la casa de este barrio de Cali donde parquearon sus pesares.
Su esposo por la carne había descendido
dejándole el retrato con un bigote sepia apuntando al techo
y dos mujeres y dos hombres que pariera en la pieza de los trebejos.
Uno de ellos mi padre muy pronto alzó sus velas y se fue a ver el
mundo al pueblo vecino.
En ese tiempo el mundo era más pequeño, era más largo el tiempo y
enorme el corazón
como la sonrisa.
Novias tuvo mi padre que a la crónica se le escapan,
seguramente bellas tras el marco de sus ventanas donde salían hasta
el ombligo a escuchar a la luna a la luz de sus serenatas.
Madre entretanto
en un país vecino lleno de frutos, demoraba en nacer.
Padre tenía entonces una edad que le permitiría ser mi hijo a
caballo por las montañas. Me contaba en la cama donde nací
muchos años después que no hay agua más dulce que la bebida del
sombrero ni sueño más despierto que debajo de un árbol en la
tormenta.
Comió carne de monte, se amamantó de cocos y vagó por las vegas sin
rumbo fijo.
Una luz a varios kilómetros es volver a la vida y a la esperanza.
Se aceleran corazón y caballo. Se entra gritando. La posada sobre la
piedra.
Hacerse a la confianza del posadero con las tres brasas en la cara,
los dos ojos y el infierno del cigarrillo.
Aguardiente para alisar la piel de gallina, fríjoles con arroz para
el hambre de largos
caninos. Dios es grande en la Biblia y atravesando los profundos
cañones de las montañas.
Al fin una
almohada para tender el sueño, una manta espesando sobre su cuerpo,
olorosa
a jazmín machacado con la rodilla.
Y a roncar bajo el cielo insomne que comienza a resfriarse con la
neblina.
Bogar el chocolate mañanero ante la primicia del sol y roer el queso
en presencia de la
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misma vaca que lo
produce y aventura un mugido como saludo.
Sabe padre por el olfato que en esa fonda caminera canta una axila
de la estirpe de las flores salvajes de los barrancos y demora la
cuenta y la despedida.
Debe ser una Adelfa, una Hortensia, una Margarita, una Dalia, una
Rosa, una Flor de Loto.
Lo verá en la quebrada cuando pase otro día a nado la tierra.
Lleva siempre entre su bolsillo un libro de versos de don Ramón de
Campoamor y con ese libro enamora a diestra y siniestra.
No hay campesina resistente al empalagoso español ni al bigote
incipiente que lo recita.
Con el fondo musical del murmurio de la quebrada la mujer con nombre
de flor poco a poco se despetala.
Retira de sus labios la dulzaina y la golpea tres veces contra la
palma de la mano, enrolla su metro, guarda el paño de agujas en su
cartera y de Abriaquí parte a caballo el errante sastrecillo para
otro pueblo.
Ha oído que lo esperan en Sopetrán.
La flecha encendida
He perdido, de
golpe, la cuenta de mis infortunios.
Pegado todavía a las faldas de mi madre, en esos días interminables
en que ni una sombra
de sol pasaba por casa
oí de los sufrimientos del hombre que ama. Yo del amor sólo tenía
vagos recuerdos de lactancia. Mi padre,
quemado en el trabajo, donde se fue llenando de arrugas mientras
planchaba pantalones,
era el ejemplo de que por más sonrisas que pinten en los bazares
este mundo no rueda hacia la felicidad.
Pantalones pelados de terciopelo los días.
Hábitos llegados de lejos, de torpes abuelos aferrados a la montaña,
manopla tardía para salir al asfalto,
todo llegaba a la hora en punto del regreso.
Dolor en los ojos hasta las lágrimas por vidas de ficción en hojas
de papel cebolla,
la tragedia del delfín en los abismos del trono, gemidos de mujer en
hoteles de mala
estrella,
un balazo en el pecho perforando el pañuelo de cuatro puntas.
El señor Jesucristo fue premio de montaña a mis ojos afiebrados por
un mundo más apto,
corté con mis espadas por la causa del hombre,
frecuenté baptisterios de ingenuos catecúmenos quienes me propinaron
a golpes de garrote un nombre mesiánico,
y tabernas inglesas donde falsos apóstoles jugando dado con utópicos
terroristas
me decretaron el hazmerreír vitalicio de los decentes ciudadanos
cuya vida entretanto sopesarían en balanzas de un solo plato
en los ardientes tribunales de la conspiración encarnada.
¡Críticas contra la tiranía, adónde me habéis llevado!
Pude haber sido monje para partir uvas al viento,
destazador de cerdos vi por mi juventud en paseos a pueblos de
quebradas azules.
Apto para morir, voy en bajel delgado sin una luz en la tormenta,
un tríptico en mi cuello con mi madre y mis dos abuelas,
la llave de la vida sellada en un bolsillo tan secreto que ni fondo
tiene.
Pero hablábamos del poema. El poema rezuma de mis heridas.
Parvos eran mis años cuando recibí entre las cejas esta flecha
encendida.
Iba solo en mi bicicleta. Ujieres se aprestaron a rematarme.
Saqué valor de algún antepasado que surca mis venas.
Y conservé la vida como la sangre fría en barriles de vino.
Así pasó la infancia como el Graff Zeppelin en su vuelo hacia la
ceniza.
Y pelos en el pecho colocaron mi torso entre bailarinas.
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