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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición: 13. 023- 603

Fecha: Martes 03- 01- 2023

 

 Poemas de remembranzas

 


Por: Jota Mario Arbeláez

 

Una señora muy aseñorada, llena de remiendos y sin ninguna puntada,


me preguntó en el lanzamiento de un libro de poesías que por qué había dejado de escribir esos mi tan buenos poemas de cuando era joven y nadie respondía por mí


–y aquí se le quebró la voz–, para dedicarme semanalmente a expresar por medio de la prensa escrita éstas, cuando no lánguidas, tórridas prosas acerca de la prosopopeya del acontecer.

Ay, señora, le lloré sobre la rodilla


–pues el hombro estaba ocupado por una mantilla adquirida en Sevilla–,


porque por lo que usted llama mis buenos poemas nadie da un céntimo,
y en cambio con todo lo que expreso en prosa cambia la cosa.


Sin necesidad de agredir a las que ahora llaman divas prepago,


en las revistas del corazón, del sexo y demás vísceras me consienten con razonables tarifas
por todo lo que expreso acerca de mis relaciones peligrosas con semovientes empolvadas


–y de allí me dan pie para tratar cualquier tema con mi reconfortante ironía–
con tal de que el elemento expresivo no sea el poema.

Así, en los últimos años, no aparece una poesía con mi firma –ni con la de nadie–
en ningún periódico o revista –que ya no publican poemas–,


y en cambio sí me dan todo el despliegue con notas que parecieran no requerir la majestad y el cuidado de la manifestación lírica.


Pero mamola, como decía Gaitán antes de que lo inmolaran.


Todo lo que escribe un poeta son poemas, así sea manifiestos de aduana o últimas cartas al señor juez.

Amén de quienes me tratan más mal mientras mejor me expreso,


de quienes no toleran que me apoye en metros tan dispares que saltan a los territorios prosaicos, sin contar con que vienen armonizados con mi sana respiración de no fumador,

 


algunos lectores superlativos me lo han manifestado y me voy a poner en esas. Debo seguir expresando mi poesía sin temer a la vecindad de la prosa.


Que no será la pobre prosa que está condenada a ser mañana la del periódico de ayer.

Mire usted, mi señora, este texto precisamente, hace poco publicado en la prensa,


fíjese cómo lo pongo sobre la mesa de disección, al lado de la máquina de coser de mi padre y el paraguas de Lautreamont,


atienda cómo le voy rebanando unas cuantas lajas superfluas, que reemplazo con alusiones carnudas a la guerra que nos desangra y a la poesía coagulante,


mire cómo lo voy partiendo en retazos de partitura y ya está el poema, recuperado,empacado al vacio y directo al grano.

Los poetas deben dejar de croar poesías para dedicarse a escribir lo que les corresponde, dado su manejo del concepto azaroso.


Poner al poema a exigir la paz, es no dejar en paz el poema, para que él mismo se encargue de exasperar al viento que exaspere al violento.

 

Los antagonistas dicen hacer la guerra para obligar al otro a que haga la paz. Y por eso piden que sea el otro quien abaje las armas.
No se le pidió al poeta que tomara partido. Pero vaya si Homero y Afrodita no estuvieron de parte de los troyanos. Y si los más serios cronistas de la segunda guerra mundial no se manifestaron en contra del holocausto.


Nos están matando a todos así el muerto no seamos tú y yo. Y para señalar todas estas muertes tenemos que alzar la mano llena de versos punzantes y dejarla caer sobre el victimario.

 

Entiendo que mucha gente no comparta que este tipo de temas

 

 

 

se envuelvan en poesía. Pido perdón a quienes aún respetan los formatos tradicionales.


Pero a ellos les prometo que con este lenguaje –en el que lo importante es el tono más la chispa de virulencia–,


es posible ganar, en algún momento, un importante premio de poesía. ¡La madre que si!


Antepasados

 

 

Mis antepasados entraron a sangre y fuego en América conquistando y arrasando

 

 

Mis antepasados se defendieron con los dientes de esta invasión de bárbaros

Mis antepasados buscaban el oro para cuadrar las arcas de sus monarcas y saciar sus propias sedes


Mis antepasados ocultaron el oro de sus ritos al sol bajo tierra y bajo las aguas

Mis antepasados nos robaron la tierra
Mis antepasados no pudieron recuperarla

Cómo siento en el alma no haber estado en el cuerpo de mis antepasados

¿De parte de cuál de mis antepasados me pondré contra cuáles?

 

La corte del cortador

 

 

Abuela peinaba una trenza blanca que le daba hasta el lejano nacimiento de la nalga,


no tenía un solo diente en todo su cuerpo


y gustaba comernos a sus nietos las mejillas durazno con sus encías.


Trajes de medioluto llenaban el armario de medialuna


traído a lomo de mula desde su casa del Río Negro


hasta la casa de este barrio de Cali donde parquearon sus pesares.


Su esposo por la carne había descendido
dejándole el retrato con un bigote sepia apuntando al techo


y dos mujeres y dos hombres que pariera en la pieza de los trebejos.


Uno de ellos mi padre muy pronto alzó sus velas y se fue a ver el mundo al pueblo vecino.
En ese tiempo el mundo era más pequeño, era más largo el tiempo y enorme el corazón
como la sonrisa.

Novias tuvo mi padre que a la crónica se le escapan,


seguramente bellas tras el marco de sus ventanas donde salían hasta el ombligo a escuchar a la luna a la luz de sus serenatas.
 

Madre entretanto en un país vecino lleno de frutos, demoraba en nacer.

Padre tenía entonces una edad que le permitiría ser mi hijo a caballo por las montañas. Me contaba en la cama donde nací
muchos años después que no hay agua más dulce que la bebida del sombrero ni sueño más despierto que debajo de un árbol en la tormenta.


Comió carne de monte, se amamantó de cocos y vagó por las vegas sin rumbo fijo.

Una luz a varios kilómetros es volver a la vida y a la esperanza.


Se aceleran corazón y caballo. Se entra gritando. La posada sobre la piedra.


Hacerse a la confianza del posadero con las tres brasas en la cara, los dos ojos y el infierno del cigarrillo.

Aguardiente para alisar la piel de gallina,  fríjoles con arroz para el hambre de largos
caninos. Dios es grande en la Biblia y atravesando los profundos cañones de las montañas.

 

Al fin una almohada para tender el sueño, una manta espesando sobre su cuerpo, olorosa
a jazmín machacado con la rodilla.


Y a roncar bajo el cielo insomne que comienza a resfriarse con la neblina.

Bogar el chocolate mañanero ante la primicia del sol y roer el queso en presencia de la

 

 

 

misma vaca que lo produce y aventura un mugido como saludo.


Sabe padre por el olfato que en esa fonda caminera canta una axila de la estirpe de las flores salvajes de los barrancos y demora la cuenta y la despedida.


Debe ser una Adelfa, una Hortensia, una Margarita, una Dalia, una Rosa, una Flor de Loto.


Lo verá en la quebrada cuando pase otro día a nado la tierra.

Lleva siempre entre su bolsillo un libro de versos de don Ramón de Campoamor y con ese libro enamora a diestra y siniestra.


No hay campesina resistente al empalagoso español ni al bigote incipiente que lo recita.


Con el fondo musical del murmurio de la quebrada la mujer con nombre de flor poco a poco se despetala.

Retira de sus labios la dulzaina y la golpea tres veces contra la palma de la mano, enrolla su metro, guarda el paño de agujas en su cartera y de Abriaquí parte a caballo el errante sastrecillo para otro pueblo.


Ha oído que lo esperan en Sopetrán.


La flecha encendida

 

 

He perdido, de golpe, la cuenta de mis infortunios.


Pegado todavía a las faldas de mi madre, en esos días interminables en que ni una sombra
de sol pasaba por casa


oí de los sufrimientos del hombre que ama. Yo del amor sólo tenía vagos recuerdos de lactancia. Mi padre,


quemado en el trabajo, donde se fue llenando de arrugas mientras planchaba pantalones,


era el ejemplo de que por más sonrisas que pinten en los bazares


este mundo no rueda hacia la felicidad.


Pantalones pelados de terciopelo los días.
Hábitos llegados de lejos, de torpes abuelos aferrados a la montaña,


manopla tardía para salir al asfalto,


todo llegaba a la hora en punto del regreso.


Dolor en los ojos hasta las lágrimas por vidas de ficción en hojas de papel cebolla,


la tragedia del delfín en los abismos del trono, gemidos de mujer en hoteles de mala
estrella,


un balazo en el pecho perforando el pañuelo de cuatro puntas.


El señor Jesucristo fue premio de montaña a mis ojos afiebrados por un mundo más apto,
corté con mis espadas por la causa del hombre,


frecuenté baptisterios de ingenuos catecúmenos quienes me propinaron a golpes de garrote un nombre mesiánico,


y tabernas inglesas donde falsos apóstoles jugando dado con utópicos terroristas


me decretaron el hazmerreír vitalicio de los decentes ciudadanos


cuya vida entretanto sopesarían en balanzas de un solo plato


en los ardientes tribunales de la conspiración encarnada.

¡Críticas contra la tiranía, adónde me habéis llevado!


Pude haber sido monje para partir uvas al viento,


destazador de cerdos vi por mi juventud en paseos a pueblos de quebradas azules.


Apto para morir, voy en bajel delgado sin una luz en la tormenta,


un tríptico en mi cuello con mi madre y mis dos abuelas,


la llave de la vida sellada en un bolsillo tan secreto que ni fondo tiene.


Pero hablábamos del poema. El poema rezuma de mis heridas.


Parvos eran mis años cuando recibí entre las cejas esta flecha encendida.


Iba solo en mi bicicleta. Ujieres se aprestaron a rematarme.


Saqué valor de algún antepasado que surca mis venas.


Y conservé la vida como la sangre fría en barriles de vino.

Así pasó la infancia como el Graff Zeppelin en su vuelo hacia la ceniza.


Y pelos en el pecho colocaron mi torso entre bailarinas.

 

 

 

 

  

 

 

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