El CLUB DE
ARRIBA (1)
El Gigoló
de los dioses
Jotamario Arbeláez
Ahora que estuve
muerto, por lo menos durante 5 horas en los titulares de los
periódicos y en los noticieros radiales, información sin fundamento
que el mismo día terminó opacada por los verdaderos descensos a los
infiernos del Rey Pelé y del soberano ex pontífice Benedicto XVI,
antecesor de J. Mario Bergoglio, amante del balompié, me permito
recordar lo que me pasó a partir de 1967, cuando a raíz de mi primer
percance amoroso quedé convertido en algo menos que un perro sarnoso
divagando por las calles de Bogotá. Decidí invertir en una cerveza
mi último monedaje, e ingresé en el Bar Zhivago, a esperar lo que me
deparara la suerte.
En esas estaba cuando se me acercó un caballero de barba
rubia, de unos 33 años, y tras una inclinación de cabeza me preguntó
si yo creía en profetas. Le contesté que desde luego, que yo mismo
era uno, pero que no tenía ninguna divinidad que me acreditara. La
tendrá, me dijo, y me invitó a que lo acompañara al piso de la
terraza del edificio, donde unos “espíritus selectos” me habían
detectado y le pidieron que bajara por mí.
En efecto, había otros dos personajes sentados en el suelo
alrededor de una tabla Ouija, de donde emanaron las palabras de que
me hicieran la explicación pertinente y estarían conmigo en unos
minutos. En sus reuniones de ocio habían ensayado frívolamente el
artefacto del espiritismo, invocando por ejemplo a Charles Manson y
a Juan Roa Sierra. Hasta que les apareció un
personaje asaz luminoso quien les prohibió utilizar la tabla para
esas invocaciones y les anunció que a partir de ese momento lo
harían solamente con tres personajes de las alturas, que se
denominarían para ellos “El Club de Arriba”, y eran Agustín de
Hipona, Nicolás de Tolentino y Alonso Rodríguez. Su propósito,
recuperar el verdadero sentido del
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sacrificio de
Cristo. Y me invitaban a hacer parte de esa cofradía. Con la única
condición de abjurar de mi feroz ateísmo. Ellos me iluminarían y me
llevarían de su mano. Dudé. Les dije que lo pensaría. Pero en
realidad me han llevado. A partir de entonces he vivido sucesivos
prodigios, y se me ha permitido alcanzar una vejez venturosa.
Uno de los
primeros, al regresar a Cali, fue saber que mi más cercano
compañero, el escritor Elmo Valencia, quien se había topado con Buda
en Tumaco y postulado el Nadaísmo-Zen, había encontrado durmiendo en
el andén de su cubículo un niño rubio de 7 años de procedencia
campesina, quien había abandonado su casa y llegado a la ciudad a
engrosar las bandas de niños de la calle denominadas “gamines”. Elmo
lo recogió, lo bañó, le compro ropita y lo adoptó como su mascota.
Le dije que yo le podía enseñar a leer y escribir y me dijo que no.
Que fuera su profesor de filosofía. Y así comencé a enseñarle
quienes eran Dios y el demonio, Aristóteles, Ulises, Dante, Kafka,
King Kong, Santo y el Médico asesino, Pinocho, Batman y Supermán,
las letras del alfabeto y a contar hasta cien.
Por entonces el cuarto del Monje, en un segundo piso, era el
refugio de los caminantes que venían del sur rumbo a México, y en
las noches hacían tertulia con nosotros entre nubes canábicas, en
un torrente de poesía improvisada que el niño recibía sin parpadear.
Y así comenzó él también a disparar sus breves chispazos que
deslumbraban a los iluminados, que yo iba
escribiendo en las blancas paredes. Uno de ellos por ejemplo decía:
“Si un florecita / se estuviera moviendo / estaría hablando del bien
/ no del mal / del Nadaísmo / no de Dios”.
Y otro: “Si yo tuviera una alfombra mágica / no la vendería por
todo el oro del mundo / y les diría a los comerciantes / lo siento
tengo polio / Y si me ofrecieran por ella / unas piernas
artificiales / no saldría de mi alfombra / Caminando me canso”.
Y otro: “Cassiu Clay / fue un negrito / que no quiso / matar /
vietnamitas / y los gringos / le quitaron / de la cabeza / la corona
más linda / del mundo / y le pusieron / una llanta de carro”. El que
más estupor y admiración causó fue el que me dictó cuando le puse en
tema de Dios: “Dios es grande como King Kong / Misterioso como el
Enmascarado de Plata / Fuerte como Batman / Verraco como el Che
Guevara”.
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Tiempo
después, cuando me preguntó que dónde vivía King Kong, tuve la
crueldad de decirle que King Kong no existía, ni el Santo, ni
Superman, ni Caperucita. En medio de la desolación que le producía
mi retahíla iconoclasta abrió desmesuradamente los ojos y me
enfrentó: “¿Pero Dios sí existe no es cierto? Porque lo que es a
Dios si no me lo pierdo”.
Esa frase me sirvió, tiempo después, para decirles a los
señores del Club de Arriba que me acogía a la banda de y por
Jesucrísto. Y desde entonces me han llevado de la mano, hasta aquí.
El niño nos acompañaba en nuestras giras como cantante de las
melodías que el Monje le componía, como La Internacional nadaísta,
No mates las amapolas y Un ruiseñor. Concedía reportajes, recitaba
capítulos enteros de la novela José Trigo, de Fernando del Paso, si
alguien le pedía un autógrafo hacía una raya y tiraba el bolígrafo
al aire. El poeta ruso Evtushenko lo cargaba sobre sus hombros
cuando se dirigía a sus presentaciones en Cali.
En 1968 Gonzalo
escribió una epístola a los nadaístas de Cali diciéndoles que el
nadaísmo cumplía 10 años y que no lo podíamos dejar morir. El niño
nos traía la carta a Elmo y a mí cuando lo mató un carro en la
calle. Tenía 10 años.
Este último poemilla dejó en la pared del cuarto: “Cuando muera
/ no me compren ataúd. / Búsquenme / pero volando / una cajita vacía
/ de cartón / y guarden allí mis huesos / hasta que resucite”.
En el libro Gigoló de los dioses, publicado por Michael Benítez en
Editorial Ruido Materia Poesía, aparecen prólogos de sus maestros de
los cuales se destacan algunas frases.
De Gonzalo Arango: “Ya no existe El Gigoló de los Dioses. Pero
en otra parte será un dios, si los dioses existen y si hay otra
parte. A él le gustaba decirnos para celebrar sus cosas: “Muchachos,
los voy a dejar azules”. Era sorprendente. Y su muerte nos dejó tan
azules, tan azules… tan increíblemente azules, que todavía no lo
podemos creer”.
De Elmo Valencia: “Sus personajes favoritos: Cristo y el Che
Guevara. Cuando le leímos el Diario del Che en Bolivia lo que más le
conmovió fue que el Che hubiera tenido que comer carne de caballo.
En cuanto a Cristo, creía firmemente en la resurrección”.
De Eduardo Escobar: “Nadie sabe hasta dónde es natural el
milagro. Luis Ernesto fue el vástago último y predilecto del
Nadaísmo, y, como este movimiento, hijo predilecto de los muertos de
la Violencia. Lo afirmaba él cuando me contaba que “no le tenía
miedo sino a la bala”.
Armando Romero: “repasabas tus libros con avidez / y cazabas en tu
red de iniciadas células las imágenes que más tarde / iban a
iluminar como cocuyos en tu boca, en tus labios”.
De Jotamario: “Sus primeros recuerdos se perdían por un túnel
en un tren de pasajeros donde viajaba sin tiquete. Lo descubrieron,
el inspector hizo parar la máquina y lo dejaron en la vía. Fue su
primer asombro -contaba- cuando a los pocos kilómetros recorridos
caminando sobre un riel, encontró el tren descarrilado”.
La montaña mágica. Enero 15-23
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