Retrato del nadaísta cachorro
Por: Jotamario Arbeláez
A la mierda los pastores
En la primera página de Adén Arabia, apuntó Paul Nizan: “Yo tenía 20
años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la
vida”.
Hasta los 14 años yo también consideré que la Navidad era la época
más feliz del año.
Las estrecheces monetarias se veían compensadas con el par de
zapatos y la camisa de rombos que uno siempre le envidió a la
vitrina,
más la pistola de totes con que comenzamos a acariciar la
posibilidad de asustar al vecino rico.
Sobre la inmensa mesa de sastrería habilitábamos el lugar donde
habría de celebrarse el sagrado misterio de la natividad sobre la
tierra.
La sonrisa de los padres a la sombra del pesebre y del árbol forrado
de algodón de hombreras de saco iluminaba la escena,
más allá de la consideración de que había que ahorrar para su
dentista.
Para conseguir el musgo del pesebre nos perdíamos mis hermanos y yo
por las montañas con un canasto,y de orillas del río Cali traíamos
también en un tarro pececillos de colores para echar en la ponchera
con que simularíamos el Tiberíades.
Con retazos sobrantes de los vestidos que confeccionaba, hacía mi
padre ruanas para los pastores y dignas capas para los magos
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de Oriente.
Para el árbol de Navidad, nos
encaramábamos a lo alto de un pino y le cortábamos la punta,
con la cual salíamos a perdernos antes de que nos cazaran los
vigilantes de la propiedad privada. Lo vestíamos lo mejor que
podíamos.
El árbol de Navidad ya de por sí era el regalo para todos los de la
casa.
Los pastores, ovejas y demás mansas bestias las hacíamos de
plastilina, cartón o corcho, en derroche imaginativo ya que no
teníamos nada más para derrochar.
Todos los días movíamos, a la par con los magos, los pastores y los
rebaños para darnos la sensación de que era un pesebre viviente.
Las casas eran edificios de apartamentos que construíamos con las
cajas de zapatos de algún regalo, y en las ventanas pintábamos
gentes en trance de fiestas inverosímiles.
Nuestros corazones palpitaban de gozo al acercarnos para rezar la
novena, mientras la abuela quemaba papeletas y tronantes que a veces
le explotaban en las manos sin ningún daño lamentable.
El canto de los villancicos era interpretado por todos los hermanos
y primos y vecinillos en una apoteosis de la inarmonía,
pero uno se consolaba con la mirada cuajada de ternura de los
mayores, como si nos estuvieran escriturando el mejor de los mundos
posibles.
A los chicos nos mandaban a acostar antes de las 12, para que no
viéramos la figura modesta del Niño Dios portando nuestros magros
regalos,
o para poder ellos regalarse con su buena cantidad de licor
adulterado recordando navidades pasadas
cuando todavía estaban vivos los muertos, o previendo navidades
futuras donde ellos ya no estarían.
Pero la pascua
navideña comenzó a perder todo su prestigio con la entronización del
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ateísmo en el corazón, que nos
inculcara el marxismo precoz, con la denuncia de que pesebre y
árbol eran atentados contra la naturaleza como nos enseñaran los
ecólogos en ascenso
y el descubrimiento de que el Niño Dios eran los papás, como nos
informó un vecinito; todo esto añadido a la lata de la celebración
en familia, donde no faltaron el padrino borracho y el vecino
politiquero.
De los rituales cristianos preferí siempre la Semana Santa, cuando
el hombre Cristo comienza a padecer en carne propia los sufrimientos
que le iba a dejar por herencia a Colombia,
patria del INRI, de la flagelación y de la corona de espinas, donde
una guerrilla reinante fue capaz de acabar a través del
reclutamiento forzado con más niños que el rey Herodes.
Por eso en muchas casas como la mía se comenzaba a escuchar,
a partir de las primeras horas del 25, desarmando el pesebre, sin
atender a nuestras súplicas de que esperáramos hasta el 6 de enero
para ver si los reyes magos nos traían algún pequeño regalo
complementario,
la famosa frase española que no sé por qué no figura en un
villancico:
“A la mierda los pastores, se
acabó la Navidad”.
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