Retrato
del nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
El señor
Toro
El señor Toro se
me queda mirando a los ojos y yo no le bajo la vista.
Como mi apellido comienza por A estoy en la primera fila de
adelante, enfrente del escritorio del profesor.
Es joven y bastante blanco, peinado por la mitad con Glostora y con
dos copetes.
Usa un saco abotonado y sobre el botón superior mantiene sostenida
la mano derecha.
Sobre el labio superior le aparece periódicamente un herpes.
Estoy en el cuarto básico, último curso de la escuela San Nicolás.
No he perdido ningún año, tal vez gracias a las recitaciones que he
hecho los días de la madre para complacer a mis profesores.
Desde el primer momento en que lo vi me cayó mal, y parece que fui
adecuadamente correspondido.
Se la pasó todo el año pidiéndome que bajara al primer piso a
llenarle de agua para beber su jarrita de cerámica.
Conmigo viene Víctor Mario, invictos de los tres primeros cursos.
Tenemos una rivalidad cazada acerca de cuál de los dos es más listo.
Debo reconocer que él es más entrador, yo algo tímido; él no tiene
pelos en la lengua, a mí me están empezando a salir en el pecho y en
el pubis;
como él es sietemesino es de baja estatura, flaco y revejido, yo en
cambio soy más alto aunque igualmente flaco pero con la piel sin
arrugas;
él se ufana de haber viajado a Bogotá, yo he vivido mis temporadas
en Medellín y Rionegro;
todos en nuestra
barra lo reconocen como líder, pues es quien maneja dinero en el
bolsillo, que le dan sus hermanas, la una morena y delgada pero bien
formada y la otra una espectacular muñeca rubia,
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a la que sostienen
los ricos de la ciudad.
Además de lo que ellas le dan, él se ha ingeniado la forma de
explotarlas sexualmente a través de nosotros, sus pichones amigos.
Los sábados ellas se bañan a las 11 de la mañana, hora en que
salimos de clase.
La ducha no tiene techo para poder recibir el agua bajo el efecto
vivificante del sol.
Atrás de la ducha queda el solar, lleno de árboles de mango y
guayaba.
En cada árbol hay cabida para dos mirones muy bien acomodados y
camuflados, por la suma de veinte centavos cada uno, lo del cine.
Podemos mirar con toda comodidad pectorales y nalgatorios en sus
faenas de enjabonamiento y enjuague sucesivos
y hasta llevar prismáticos si nos interesan los primeros planos,
pero nos está absolutamente prohibida la masturbación, por razones
de seguridad.
Tampoco nos permite el singular empresario hacer comentarios al
respecto.
El más listo, para adelantar el cuento, resultará Víctor Mario,
fatalmente, quien pasará a cursar el quinto en otro colegio,
mientras el señor Toro me castigará por yo no sé qué, haciéndome
perder el año.
Si algún día aprendo a escribir, me prometo –y en ello me ejercito
imitando a Voltaire– le pasaré la cuenta a este mequetrefe.
Practicamos la escritura y la letra Palmer con encabadores y plumas,
que remojamos en los frascos de tinta.
En los cuadernos de borrador utilizamos el lápiz pero en los
cuadernos de presentación usamos tinta azul para los textos y tinta
roja para los títulos.
Un día después de un largo dictado, cuando suena la campana de la
salida y el señor Toro se ha retirado a tomar agua,
veo que me ha quedado llena de tinta roja la pluma correspondiente,
y para no perderla
grito a todo pulmón que quién necesita para algo la tinta roja.
Yo, yo, dice
Víctor Mario, quien ya se ha colocado su maletín en la espalda. Y le
alargo el encabador, él se saca el pipí y escribe sobre el balano el
sagrado nombre
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de Olga.
El
salón en pleno estalla en burlas por mi
ingenuidad y en ese momento entra el señor Toro.
Todos salen apresurados menos yo, que no sé qué hacer con esa pluma
olorosa a pipí mal lavado.
¿Qué pasó?, me inquiere el señor Toro. Nada, le digo. Entonces
quédese castigado.
No merezco el castigo, cantaré, mientras alcanzo al maldito.
Lo que pasó, profesor, fue que me sobró tinta roja en la pluma,
pregunté quién la necesitaba y Víctor Mario dijo que él.
Y cuando se la pasé él se sacó el pipí y escribió Algo sobre el
tronco.
Más castigado todavía. Al señor Toro parece llamarle la atención el
episodio porque se pone rojo y me dice que le repita lo que pasó y
yo se lo repito casi palabra por palabra.
Del dictado me sobró tinta roja en la pluma, entonces pregunté quién
la necesitaba y Víctor Mario dijo que él y cuando se la pasé se sacó
el pipí y grabó el nombre de Olga sobre el tronco del sexo.
¿Y cómo lo tenía?, me pregunta curioso. Tieso, le respondo furioso.
¿Tieso? ¿Y es más grande que el suyo? No sabría decirle, profesor.
Vuélvame a contar cómo pasó todo. Pues que a mí me había sobrado
tinta roja en la pluma y pregunté quien la necesitaba.
Víctor Mario dijo que él y cuando se la entregué él se sacó el pipí
parado, lo peló y escribió las iniciales O.G. alrededor de la cabeza
con la gota de tinta mientras todos los compañeros reían. Y O.G. son
para mí unas iniciales sagradas.
El señor Toro se ahoga. ¿Quisiera hacerme una demostración en vivo
de cómo lo hizo? Lo siento, profesor, le contesto, la tinta está muy
cara como le consta a mi madre.
Además mi mamá me baña, y de llegar con la cabeza de la pinga
manchada de rojo y ser descubierto me molerían las nalgas a fuete y
hasta es posible que iniciara una investigación formal, en la que no
creo que quedaría usted muy bien parado. Hasta mañana, señor Toro.
Espere, no se vaya, me dice alargándome su cerámica, de donde bebe
agua a cada momento. Tráigame un poco de agua.
Bajo despacio, me dirijo a la pila, sirvo el agua, me saco el
encabador, está seco, lo meto en la vasija y revuelvo el agua, que
le subo muy obediente.
¡Si eso era lo que
él quería!
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