Retrato del nadaísta cachorro
Por: Jotamario Arbeláez
Los zapatos del bisabuelo
Tarde vine a descubrir que el mejor vehículo para transportarse son
los zapatos. Con los que uno anda por la tierra y el pavimento, por
el mar en el transatlántico y por las nubes en el airbús.
Cree uno que para que le rinda el tiempo hay que andar en carro, y
lo que hace es perder el espacio que brinda Cronos cuando no se le
pone más velocidad de la que conlleva.
Al comienzo de los años 50 pasaban por nuestras ciudades los
raidistas, provenientes del cono sur con destino a donde llegaran,
quienes después se llamaron los caminantes,
quienes nos remitían a Rimbaud, “caminante de la ancha carretera por
entre los bosques enanos”.
Ahora marcho por la ciudad por prescripción médica, pues el galeno
me ha recetado caminar para mantener el corazón mejor irrigado, los
músculos más firmes, los huesos más resistentes,
y me doy cuenta de que me había perdido el paisaje urbano por
pasármela leyendo libros como pasajero en el carro.
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¿A qué horas levantaron este edificio, tumbaron esos árboles,
colgaron estos puentes, trazaron esta avenida?
Desde los años sesenta no caminaba tanto, eran los tiempos ruidosos
del obligado septimazo, cuando se tenía la oportunidad de localizar
anfitriones sucesivos para el desayuno, el almuerzo y la comida sin
olvidar la bebida. ¡Eran tiempos aquellos a
cual más bellos!
Esto me hace
acordar de la Cali de mi bisabuelo, don David Raza, procedente de
Ambato, en el Ecuador,
quien vivía con su esposa la bisabuela Delfina, con su hija Zoila
Raza, con mi abuelo Luis F. Ramos, sastre de alcurnia, y sus hijas
Lyda y Marina y sus nietas las mellizas rubia y morena,
en la calle 19 con 11D, enfrente de una fábrica de tejidos que nunca
apagaba sus telares y al voltear de la destellante Platería Ramírez,
a media cuadra de donde empezaba la zona de tolerancia, precisamente
del bar Acapulco, donde yo iba todavía de pantalón corto a ver
bailar por la ventana a Janeth, una doble de María Félix, hasta que
la policía me mandaba de vuelta a casa.
Mi bisa sí que era un buen caminante.
El hombre siempre que salía de la casa nunca doblaba a la derecha,
como ninguno de la familia,
y los domingos
subía hasta la carrera 8ª. y bajaba por ella, pasaba la carrilera
por el paso-a-nivel de la 25, miraba que no viniera ‘La mocha’
y seguía 15 a 20 cuadras hasta la base aérea de El Guabito, donde
está hoy el Parque de la caña de azúcar,
allí se tomaba un jugo de piña que le alargaba una negra de
culo’ebola,
veía partir las naves adivinando sus insondables destinos, compraba
bananos enanos para llevarle a su biznieto,
y dirigía su regreso a la casa de mis papás, en San Nicolás, a
descansar en la mecedora
en tanto yo le leía de El Tiempo las
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aventuras
de Don Pancho, que él celebraba con risotadas,
porque yo por entonces no sabía leer y le inventaba los diálogos de
don Pancho y doña Ramona.
Después de mi corta y lenta y fraudulenta lectura él pasaba a
contarme historias de las sierras ecuatorianas, de los cruces de las
familias Ramos y
Raza, del nacimiento de los vástagos,
de la migración
masiva a Colombia en la que algunos se quedaron en Ipiales y en
Pasto y los más llegaron a Cali,
hasta que se iba quedando dormido y entonces yo me paraba a comerme
los bananitos.
Le quitaba los zapatos al bisabuelo, hechos por él mismo sobre
medidas, pues era un zapatero de filigrana, lo que posibilitaba a su
yerno en la sastrería ofrecer el flush completo a los clientes.
Estaban amalgamados con el polvo de los caminos. Acusaban el
principio de un desgaste en el centro de las suelas, y la caída de
los remates de plástico en la punta de los cordones.
Eran unos zapatos que sabían para qué los habían mandado a medir el
mundo.
Hoy soy yo el bisabuelo que rememora estos cuentos, sin un nieto o
biznieto que los escuche y me ayude a quitar los míos.
Pero para qué me los quito si de un momento a otro han de venir por
mí y me temo que la caminata sea larga.
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