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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición: 13.068-648

Fecha: Martes-18-04-2023

 

Retrato del nadaísta cachorro

 

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

Días de colegio

(1) - (2)

 

(1)
 


En la escuela San Nicolás –República de México, para más señas–, estudié hasta cuarto elemental,

que perdí por deferencia del señor Toro, de tez blanca, siempre vestido de paño de rayas grises, peinado por la mitad, herpes en el labio inferior y tendencia conservadora,

porque lo mantenía corchado con mis objeciones a la existencia de Dios, producto de la temprana lectura de Las ruinas de Palmira, de Volney,

y lo hube de repetir con Ramón Perlaza, moreno y gran liberal obeso.

Perder un año escolar significaba un lastimoso descuadre para la casa.

Se razonaba que lo que uno se había comido y bebido, la ropa que se había puesto, los cuadernos que había llenado,

el jabón, la pasta de dientes y el papel higiénico que había usado,

las cosas que le habían sucedido, las emociones que había sentido, risas y llantos,

todo había sido plata y tiempo y vida y sentimientos perdidos.

Y lo peor era que para sufragar esos gastos se había sacrificado la adquisición de bienes tangibles e indispensables, como el radio Telefunken y la araña para la sala,
la olla atómica y un colchón más liviano para papá y mamá.

En consejo de familia se me perdonó el dudoso fracaso

por tratarse de la primera persecución político religiosa que se me aplicaba, ¡por parte de un godo tenía que ser! Así se les hacía la vida imposible a papá y a Jorge Giraldo por usar su insolente corbata roja.

Perlaza me dejó hecho un hacha, invencible, para que en adelante no me dejara rajar de nadie.

El quinto lo hice en la Escuela Anexa (a la Normal, donde se estudiaba para ser maestro), situada en la zona del comercio, frente al Pasaje Zamoraco, donde había una academia de mecanografía con máquinas Remington Rand, a las que se aplicaban cientos de estudiantes con las diez yemas y “sin mirar el teclado”.

En ese pasaje en T también se desempeñaba papá como maestro cortador, pantalonero y obrero de pecho, en la sastrería de don Jacobo Acherman,

un judío de cara colorada y reverberante, como si lo persiguiera el reflejo de los hornos crematorios. Tenía siempre un pañuelo saraviado en las manos, con el que se secaba el sudor de la frente.

Papá le tenía pánico porque era muy estricto con los materiales,

los paños para las piezas de los trajes debían ser cortados una vez puestos los moldes en tal forma que propiciaran la máxima economía,

 

lo mismo con el lienzo de las entretelas y la holandilla de los forros, con el hilo de las bastas de las agujas manuales y las
 

 

 

puntadas de la máquina de coser. Y hasta con el trazo de las tizas sobre los paños.

Papá iba a trabajar de 8 de la mañana a 6 de la tarde, de saco y corbata y sombrero Stetson, pedaleando mi bicicleta, yo en la parrilla. Hasta que comenzaron a embromarme los compañeros y me tocó echar quimba a lo que da el tejo.

En este quinto di con el señor Rueda, Ramiro Rueda Ruiz Repollo Rabanito, como lo nombraba mi compañero Luis Tenorio que arrastraba las erres.

Al final de las clases, cuando todos se iban y nos quedábamos tomando agua, me preguntaba que películas había visto,

y a pesar de que en el teatro San Nicolás cuando era vendedor de maní había fatigado todos las producciones de los laboratorios Churubusco Azteca,

me limitaba a decirle que mi cinta preferida era Fantasía, de Walt Disney, en especial la parte del Aprendiz de brujo, basada en un tema de Goethe,

con música de Paul Dukas, interpretado de maravilla por Mickey Mouse, pues sabía por Tenorio que el profe adoraba ese filme

y lo hacía morir de la risa viéndome imitar a la escoba hechizada portando cubos de agua.

Por primera y única vez fui el mejor de la clase, y varias veces se me convocó a izar la bandera. Aunque no dejaba de oír de entre las filas de los compañeros el rezongo rastrero de que “No se lo merecía”.

Rezongo que continúo escuchando entre colegas actuales cada vez que recibo un galardón literario.
 

(2)


Unos metros abajo destellaba el recién inaugurado almacén Jotagómez,

donde las dependientas eran un poco más sonrientes y asequibles que las remilgadas del Ley de la 11.

A la salida de clases dábamos vueltas por entre los stands apuntando las caras bonitas,

para después reunirnos en corrillo a lamentarnos porque –según era vox populi–

el propietario del almacén todos los días volaba un virgo.

Si esto lo hace Jotagómez, pensaba en mi ingenuidad, un día también lo hará Jotamario, como ya empezaba a llamarme.

Y he de confesar que nunca me tocó ni uno. Lo que me hace pensar que lo que se rumoreaba del otro señor Jota era fantasía.

Me volví un hacha para historia y geografía, para botánica y zoología, para aritmética y geometría.

En cada uno de mis cuadernos guardaba la foto de una de mis preferidas imposibles del Jotagómez, que era lo más que me lanzaba a pedirles.

Pero el deseo reprimido me impulsaba a coronar las materias. Ya veríamos cuando entrara al bachillerato.

Trataron de meterme al Santa Librada, con el cuento de que era el colegio con mejor pénsum, pero era porque al ser oficial era gratis si uno lograba que lo aceptaran.

Y papá se durmió con lo de los influyentes padrinos, quienes a su tiza y tijeras debían sus cargos y nombradía. En ese tiempo a

 

 

 

los políticos daba votos y escaños el vestir bien.

 

Se optó por matricularme para primero de bachillerato en el Colegio Americano, en la Avenida Colombia, al frente del río y del Club de tenis,

y a una cuadra por la misma avenida de la casa de mi tía Tina y Luis Torres, que tenía de entrada una tienda servida por mi abuela Carlota,

conectada con el Teatro Colombia, donde vi presentarse en persona a los duros de las películas mexicanas,

María Félix, Libertad Lamarque, Cantinflas, Jorge Negrete, Pedro Infante, Luis Aguilar, Los Panchos, la Tongolele, algunos mariachis

y al más malo de los malos que era Carlos López Moctezuma, quien me estiró la mano a mis 13 añitos y guardo la impresión de que en una semana no pude pegar los ojos.

Lo bueno del pomposo Colegio Americano era que, así hiciéramos el sacrificio de una mensualidad moderada,

comenzaría a ver el mundo en ese inglés riguroso que tanto me ha servido en mis viajes para preguntar por el water closet y entender en los puertos cuando me llaman al foqui-foqui,

y me haría más sociable porque la enseñanza era mixta, es decir, que se sentaba uno diagonal de compañeras de estratos superiores discretamente mal sentadas, lo que le permitía por segundos la gloria eterna

pues alcanzaba a fisgonear cucos venusinos de hilo de punto sobre cucas de seda, con encajes románticos y boleros, no como los de franela de mis hermanas, que echaban a lavar en casa, en platones. (Habría qué reconocer que ahora los tienen más despampanantes que las burguesas del Americano).

Lo malo, que como eran protestantes, me iban a sacar de la iglesia católica, de la que ya me estaban extrayendo las incipientes lecturas de Voltaire, de Nietzsche y de Vargas Vila, propiciadas por el zapatero del barrio,

y me iban a inculcar a Lutero, a Calvino y a Zwinglio y a ponerme a leer la Biblia en la traducción de Cipriano de Valera, que es lo más bello que me ha pasado.

El profesor Moreno, quien nos enseñaba geografía, tenía fama de ogro, y no sólo por su genio sulfúrico,

sino porque su boca, que era muy grande, iba tomando la forma de las cuchufletas que iba exhalando.

Si alguno bostezaba en mitad de sus conferencias, lo que consideraba el colmo del irrespeto,

antes de que toda la clase se contagiara, hacía una pausa de pavoroso silencio y, apuntando al insolente con el dedo estirando el brazo como el Tío Sam, le preguntaba teatralizando:
“¿Hambre..., sueño..., cansancio..., fastidio..., aburrimiento..., tedio..., hastío..., desazón?”

Una vez me preguntó a mí, y no volvió a joderme porque le contesté con toda la seriedad que da la sapiencia:

“Es sólo un exceso de bióxido de carbono y carencia de oxígeno en la sangre, profe, producto del esfuerzo por entenderle, pero gracias a la santísima Virgen ya se me está pasando.” Y relajé los músculos de la cara.

Fue como si le hubiera mentado la santa madre, pero no podía mostrarse intolerante religioso,

primero, porque no era su asignatura, segundo, porque debía respetarse mi presunto catolicismo, y tercero, le había ganado de astucia.

A partir del momento fui su discípulo amado.

 

 

 

 

  

 

 

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