Retrato
del nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
Madre de
Poetas
Mediando los años
30, en Ambato, Ecuador, el brioso alfayate don Luis Ramos oyó hablar
de que la calurosa ciudad de Cali, al sur de Colombia,
se estaba convirtiendo en una meca del vestir masculino, con
prestigiosos almacenes y sastrerías que ofrecían trajes completos de
paños ingleses y nacionales, en especial sobre medidas, saco,
pantalón y chaleco. Más finos sombrero y corbata.
De adehala, también campeaban los almacenes de camisas y señoriales
pañuelos entre la plaza de Caycedo y la Octava, y los comerciantes
del calzado a todo lo largo de la carrera 10.
Convencido de que él también podía aportar a esa dignificación
mundial de su profesión y a la de la ciudad que la entronizaba,
decidió tomar rumbo hacia esa “la sucursal del cielo”, como
terminaría por distinguirse,
en compañía de Zoila Raza, su espesa esposa, de sus dos guambros y
cinco guambras —entre ellas Elvia Beatriz, la joya de la corona—,
de sus suegros David Raza y Delfina Hidalgo, doce obreros de pecho,
cortadores, pantaloneros,
y una inmensa mesa de sastrería que maravillaba pensar cómo pudieron
acomodarla para hacerla llegar hasta Guayaquil y de Buenaventura
hasta Cali.
Por ese tiempo don Jesús Arbeláez, de erguidos 25 años, se fogueaba
por los pueblos de Antioquia como sastre ambulante, y no le iba nada
mal,
pues tuvo el olfato de ofrecer impecablemente vestido sus servicios
en la sede de las alcaldías, de donde debía salir el ejemplo del
vestir de paño sport o cruzado, de cuatro, de tres o de dos botones.
El dril quedaba para los trabajadores del campo y los gariteros de
los billares.
Andaba a caballo por los caminos, con sus rollos de paño y su
instrumental de tijeras, agujas y dedales, almohadillas, reglas y
tizas.
Le iba igual con los levantes galantes, a quienes engatusaba su
vestimenta, adobada con trozos del romancero español y galanterías
de su pecunia.
Hasta que le llegó el Marconi de su madre y familia —que de Rionegro
(Antioquia) se habían trasladado a Cali—, de que estaban en el
paraíso de la moda viril.
Que Tina se había casado y Adelfa comenzaba a ennoviarse con “Picuenigua”.
Que Emilio había conseguido un puesto de aprendiz con el ecuatoriano
Luis Ramos, empleo que le cedería si llegaba rápido.
Y, además, que por la sastrería se paseaba una preciosa quinceañera
que seguramente le estaría destinada.
Los colonizadores antioqueños viajaban por entonces a lomo de mula y
el hacha al hombro tumbando bosques hacia los territorios del sur.
Pero papá no era de esos.
Se desprendió como pudo de su caballo y pronto llegó a su nuevo
destino en autoferro.
Fue a conocer a don Luis con su mejor perchero, se acreditó como
sastre fogueado en distintas plazas, se le adjudicó el cargo y se le
señaló la esquina de la mesa que le correspondería para su trabajo,
compartida en la
sala amplia con los otros once tungurahuenses buscalavidas.
Pero él ya no tenía ojos sino para la dentadura de la adolescente
ambateña que volaba por el espacio.
Tenía una hora para almorzar pero él estaba de vuelta a los diez
minutos.
Sus compañeros de
trabajo le tomaban la medida de la cintura al salir y al volver para
comprobar que, tal era la traga, no había ingerido grano.
Luego de dos años de ojitos y frágiles carantoñas, y de irle
cediendo algunos ojales a la correa, el asedio cedió y se dio por
una circunstancia fortuita,
la de facilitar la
casa de su familia para guardar la gran mesa que era la empresa,
mientras se conseguía un nuevo local en el centro.
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Y cuando el onceno
de sastres se dirigió a reclamarla, ésta no salió, no cupo por el
zaguán que iba del portón al contraportón.
Y, con el doble dolor del alma del empresario, hubo de dejarse en la
casa del pretendiente, en cuyo comedor se trabajarían las
confecciones a ofrecer en el nuevo local del centro.
Elvia quedaría al cuidado cercano de la prenda. Cuando la prenda era
ella.
Gracias a esa mesa viajera nacieron este sagitariano caminante más
otros siete párvulos, entre ellos un hombre nuevo.
Alguien soltó alguna vez la infidencia de que el verdadero impulso
del viaje de la hacendosa familia había sido que la abuela Delfina
Hidalgo había tenido la visión apocalíptica de que el fin de mundo
pasaría por Ambato,
por lo que el abuelo David Raza, que era creyente en Dios pero
ferviente en su esposa, dictaminó que había que abandonar el país a
como diera lugar.
No le fue difícil a Zoila Raza convencer a su esposo y éste a la
recua de colaboradores de la mesa de sastrería, unidos por el rito
de la oración, con la promesa de que luego mandarían por sus
familias.
Para conducir la mesa habría que contratar un camión hacia
Guayaquil, un planchón hasta Buenaventura y todo un vagón del tren
hasta Cali. A lado y lado y sostenidos de sus bordes los obreros de
paño.
No sería un cambio abrupto, pues las ciudades llevan la impronta de
su fundador y, en este caso, el de ambas ciudades había sido don
Sebastián de Belalcázar, conquistador feroz y más que bizarro.
Iba ya por mi segundo grado elemental en la escuela San Nicolás, era
1949, 5 de agosto,
cuando en casa de los abuelos maternos donde estábamos de visita la
radio estremeció a todos con la noticia de que un cataclismo
telúrico había azotado Ambato, convirtiéndola en un rimero de
escombros.
Luis y Zoila se turnaban el aparato de radio que a cada uno le
temblaba en las manos, a medida que iba dando cuenta del tétrico
terremoto.
La tía Marina gritaba, ¡ay!, cuando contabilizaban 5.550 muertos
empezando por los del barrio donde habitaban,
Lyda berreaba, ¡ay!, ante el anuncio de que los camiones llenos de
heridos no encontraban los hospitales sino el hueco donde se
hundieron,
Daisy aullaba, ¡ay!, ante la noticia de que la Iglesia Matrix se
había derrumbado sobre cientos de feligreses, entre ellos un grupo
de niños y niñas estrenando sus trajes de primera comunión,
la joven Iralda levantaba los brazos, ¡ay!, como para protegerse de
la caída de las iglesias de Santo Domingo y la Merced,
Héctor y Luis Eduardo, ayayay, se habían ido a sollozar sus novias
perdidas a un bar de putas cercano.
Mi mamá estaba lívida como si el mundo de su infancia, ¡ay!, se
hubiera borrado hasta del recuerdo.
Como si se le hubiera desaparecido el Ambato de su alma. Se miraban
unos a otros en actitud de rebozo.
Aparecieron en la
sala, en traje de etiqueta pero que parecía de opereta, el
peliblanco abuelo David y la agorera Delfina, y en tono ceremonioso
él pronunció estas aladas palabras:
“Hasta aquí llegaron nuestras familias. No queda en Ecuador nadie de
la familia Raza y nadie de la familia Ramos y no quedan ni las casas
donde habitaban las familias Ramos y Raza. Volveremos a ser lo que
de aquí en adelante suceda. Lloremos”.
Y lloraron durante días y días, tantos que perdí el año, porque no
hubo nadie que se acomidiera a ayudarme a hacer las tareas.
En abril del año anterior, el 9, en la otra casa, en la de la
familia Arbeláez, había pasado algo similar
cuando el mundo
pareció venirse abajo por el asesinato de un político liberal que
idolatraban mi padre y mi tío político “Picuenigua”.
Berrearon a moco tendido la abuela Carlota, la tía Adelfa y mamá,
mientras turbas enfurecidas destruían las ciudades cobrando el
muerto.
Y el año anterior a ese también había llorado la familia frente a la
radio, cuando desde la plaza española de Linares transmitiera la
muerte de Manolete por una cornada de Islero.
Y el 7 de agosto
de 1956, un día después de que los Arbeláez Ramos nos trasladáramos
de la casa de San Nicolás a la del barrio Obrero —con la mesa que
había terminado
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por heredar mi
padre y que constituía su propia sastrería portátil—,
a una pocas cuadras, al pie de la estación del ferrocarril,
estallaron a la una de la mañana siete camiones militares cargados
con cuarenta toneladas de dinamita dejando convertida mi ciudad,
sobre todo mi antiguo barrio, en una nueva Hiroshima.
Milagrosamente no nos pasó nada grave, ni a la abuela que se había
trasladado el mismo día anterior a la explosión con Adelfa y con
Picuenigua al barrio Bretaña.
Entonces no lloramos, pero el tinte pávido ya no se nos borró de los
rostros.
Decidí que había que estar preparado para las tragedias, vinieran de
la radio o del corazón.
Y no fue menor la que se nos vino. Una guerra de sesenta años.
Madre era el encanto en mi escuela los días de la madre, cuando me
ponían a recitar poemas a la madre de otros poetas,
madre nos hablaba de los paisajes de la tierra de los 3 juanes donde
los frutos no dejaban ver los árboles,
madre nos bañaba a todos uno por uno con estropajo y jabón de la
tierra de las orejas a los tobillos y se ponía feliz cuando luego de
los incesantes oficios domésticos de la jornada
sacaba unos minutos para sintonizar El derecho de nacer, esa
radionovela cubana que me sacaba de quicio.
De tarde en tarde, cuando coincidíamos en el patio del totumo y ella
lavaba la ropa mientras yo “hacía versos”, término con que la abuela
definía el “no hacer nada”,
sin ninguna suspicacia ni celotipia me pedía que le leyera los
últimos poemas amorosos que le había escrito a papá. Porque papá se
había convertido en mi héroe.
De él heredaba la talla y el modo de amarrarme los pantalones.
Desde mi experiencia escolar había concluido que escribir poemas a
las madres era desde todo punto ridículo. ¡Ay, mamá!
Me trajo a cantar como un disco rayado a un mundo igual de rayado,
tres grados más arriba del Paralelo Cero con el Meridiano 76° hace
76 años, de los cuales desde que dilapidé la virginidad he dedicado
60 a la poesía.
Nunca diré que me emboqué mal, a pesar de las carencias que por
tantos años, mientras me hacía respetable haciendo respetar lo que
hacía, hice pasar a mi pobre casa del barrio obrero.
Vi cómo bajo el efecto de las lluvias la goteras atravesaban el
techo y había que seguir durmiendo con los paraguas abiertos.
Mientras me cubrieran con plásticos mis libros me daba por bien
servido.
Las muchachas trabajaban para comprar tejas nuevas y pagarle a los
albañiles.
Entretanto me ejercitaba con todas las fichas en el ajedrez del
poema.
Hasta que al fin salió uno bueno, El profeta en su casa. Ernesto
Cardenal que me vigilaba me pidió que siguiera por ese camino.
Son 60 años peluqueados de desventuras, llevado de la mano por
maestros perfectos que por aire, mar y tierra me conducen a países
que ya ni existen.
Me han protegido hasta el momento de todo mal y peligro y si por
algún motivo me vieron flaquear o cojear, me acercaron solícitos
bastón de fresno.
La poesía me lo dio todo, los amores, los trabajos, los amigos, los
viajes, los premios, los homenajes.
Debo a ella el haberme parido y además mis disculpas por haberla
puesto a seguir pariendo por mis flaquezas tanto tiempo después del
parto.
A Elvia Ramos, que me estimuló hacia el poema extrayendo a
hurtadillas del presupuesto las monedas para adquirir mis preciosos
e indispensables Blakes y Huidobros y Maiacowskys,
agradezco además de todo el que me haya dado de hermano a mi hermano
Jan Arb, que también es poeta, y mucho mejor que yo.
Envío.
De la mitad del mundo hacia sus extremos, cubra la poesía tu
memoria,
la memoria de tus dichas y tus pesares, la memoria de la familia que
te trajo y la que creaste, y también de la que dejaste,
de tu cuna ambateña a la fosa de tus despojos en “la sucursal del
cielo”, madre del alma.
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