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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición:13.097-677

Fecha: Sábado-24-06-2023

 

Satori de un nadaísta en Praga

 

 

Por: Jotamario Arbeláez


Parte 1

 

 

Llegué a Praga en el otoño ardoroso del 83, en un tren que había tomado en Viena, en la estación Francisco José, con una canasta de frutas para la Cónsul, enviada por mi anfitrión Luis Miguel Urrego.

Venía de Macedonia, donde había participado en el Festival Poético Las noches de Struga, en representación de Colombia.

En vista de mi éxito lírico, los embajadores en Europa Central decidieron que hiciera escala en sus sedes para dar a conocer mi mensaje.

Así lo había hecho ya en Belgrado y Budapest y lo continuaría en Berna, Roma, París y Madrid.

Viena estaba atiborrada de peregrinos, pues recibía la visita oficial del papa viajero y la semiclandestina del Dalai Lama.

Urrego, quien llevaba muchos años en esa urbe, me llevó a su palacete, donde atendía las finanzas y el protocolo a tres gentiles y aristocráticas damas.

Luego de darme a conocer la ciudad llamó a nuestra cónsul en Praga para que me recibiera mientras él, a través de misteriosos contactos masónicos, me gestionaba una audición en la sede de las Naciones Unidas.

Por alguna circunstancia esotérica no fortuita, años atrás había tenido un encuentro mediúmnico, en una sesión de barbudos espiritistas a través de la Ouija, con dos espíritus selectos, San Nicolás de Tolentino y San Agustín de Hipona,


quienes me encomendaron una inquietante misión crística que debía adelantar con las luces de mi intelecto cismático.

 

A cambio, podría dejar en sus manos el manejo de una larga vida, con la seguridad de que cada paso que diera sería un milagro. Pero si yo no creo en Cristo, les dije. No te preocupes, creerás, contestaron. Por ahora lo importante es que creemos en ti.

 

Sin arredrarme seguí actuando bajo sus parámetros redentores y al mismo tiempo bajo las consignas ateas del profeta Gonzalo Arango. El nadaísmo es el único sistema de pensamiento al que no le trasnocha la contradicción.

A algunos de mis amigos cercanos les confié lo que me pasaba y ellos, o pensaban que era una forma de crearme un universo paralelo espiritual propio,

 

o que en realidad se me estaba corriendo la

 

 

 

teja, ya por entonces bastante desentejada.

 

Me llovieron mujeres espléndidas y libros preciosos aún por abrir, que percibí como un obsequioso adelanto de mis mentores.

Un día recibí de uno de esos amores, de Aura Lucía Mera, que manejaba la cultura, la invitación a representar a Colombia en el Festival Poético más importante del mundo, Las noches de Struga, en Macedonia, Yugoeslavia.

Consulté con mis santos patronos, con quienes ya llevaba una relación de 16 años, y ellos no sólo me dieron la bendición, sino que me informaron que ese mi primer viaje fuera de las fronteras era idea de ellos,

y que en una de las estaciones de mi periplo, precisamente en el corazón de Europa, iba a tener confirmación definitiva de la autenticidad de nuestra insólita comunicación. Y por ende de la magnificencia de Cristo.

 

 

Mi anfitrión en Viena, en vista de que el embajador Rodríguez Vargas no me prestaba la atención merecida por estar en el asunto papal,

me puso en el tren para Praga, en tanto él tramitaba mi presentación ante la Comisión de Energía Atómica de la Uno.

Las niñas de la embajada quedaron en recogerme en la estación. Camino de la ciudad que consideraré la más bella del mundo, en el tren,

escribo una postal a Elmo Valencia, primer nadaísta en pisar Praga, en 1965, a su regreso de Cuba,

y a quien le tocó ver coronar en esa ciudad al poeta beat Allen Ginsberg como Rey de Mayo:

“Voy entrando en Tchecoslovaquia. Marco Polo en el socialismo.

Me quito la gorra griega frente a los gigantescos abedules.

 

He (a)tendido mujeres en francos, en dinares, en forintos, en chelines y ahora voy a hacerlo en coronas.

Dios existe para llevarme la maleta. Al Dalai Lama le falta un diente.

El Papa habló desde el mismo podio de Hitler.

Tuve una novia en Macedonia llamada Nada.

¿No estoy en todo?”

 

 

Llego a la estación en Praga, a Hlavni Nadrazi, después de atravesar alucinantes

 

 

 

bosques de pinos mientras una joven alemana sin zapatos leía poemas de Rilke.

 

Dejo que desciendan todos los pasajeros y bajo el último. Pero no hay nadie en la estación para recibirme.

No hablo inglés, ni francés, ni italiano, algo de español, cero checo. Este idioma no se parece a nada entendible.

Paso el tiempo mirando miles de caras, pero ninguna medianamente conocida. Me comienzo a desesperar.

En el stand de información ni por señas me entienden. Ni mostrando mi pasaporte verde y gritando “ambassade”.

Debo conseguir como sea una moneda para hacer una llamada telefónica a la embajada antes de que la cierren. Desesperado, ingreso en el cuarto de maquinistas a ver si me permiten llamar,

pues no sé qué reservación de hotel me habrán hecho, pero como no me entienden se desentienden.

En Praga el que no tiene reservación se quedó en la calle. Pero en la calle tampoco dejan quedar a cualquier extraño. Es entonces cuando maldigo a voz en cuello: “Vida hijueputa, me tragó la tierra”.

En el fondo de la oficina, en un escritorio, un hombre bonachón de unos cincuenta años, sonrisa juguetona, narigón, pelos ralos, overol de trabajo, que lee un libro pequeño,

levanta la vista y me mira, me llama y me pregunta en el más perfecto galimatías cervantino: “El segnor… es de… la Spagniola?”

Lo abrazo. Le cuento de mi desazón, ¿de su qué?, de mi angustia. Le pido que me cambie un dólar para llamar por teléfono y que me indique por donde se mete el níquel.

 

 

Lo hace con complacencia, estableciendo con corrección el valor del cambio. La secretaria 2 me dice que la secretaria 1 me ha ido a recibir a la estación, pero del autobús. Que la espere a ella.

Entretanto el inspector de vías, feliz de tener a alguien que hable español, me dice que le acompañe a cambiar los tableros con los itinerarios.

Me cuenta que hace 20 años estudia la lengua de Cervantes para cuando se jubile hacer con sus ahorros un viaje a España, si lo dejan. Le pregunto su nombre y me responde “Wenceslao”.

 

Recuerdo que ese es el nombre del único santo checo, rey además, que es su héroe mítico, cuyos restos visitaré más tarde en la Catedral de San Vito.

 

Le regalo mi libro de poemas: Mi reino por este mundo, con una dedicatoria que ni que fuera el salvador del mundo. Él me invita a la cafetería “a que se tome su primera auténtica Pilsen”.

Me hace quitar la gorra porque un caballero no puede tener cubierta la cabeza en un lugar público. Pasada unas 3 horas llega el rescate, Cecilia, una manizalita pelinegra que parla checo.

 

 

 

 

  

 

 

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