Satori de
un nadaísta en Praga
Por: Jotamario
Arbeláez
Parte 1
Llegué a Praga en
el otoño ardoroso del 83, en un tren que había tomado en Viena, en
la estación Francisco José, con una canasta de frutas para la
Cónsul, enviada por mi anfitrión Luis Miguel Urrego.
Venía de Macedonia, donde había participado en el Festival Poético
Las noches de Struga, en representación de Colombia.
En vista de mi éxito lírico, los embajadores en Europa Central
decidieron que hiciera escala en sus sedes para dar a conocer mi
mensaje.
Así lo había hecho ya en Belgrado y Budapest y lo continuaría en
Berna, Roma, París y Madrid.
Viena estaba atiborrada de peregrinos, pues recibía la visita
oficial del papa viajero y la semiclandestina del Dalai Lama.
Urrego, quien llevaba muchos años en esa urbe, me llevó a su
palacete, donde atendía las finanzas y el protocolo a tres gentiles
y aristocráticas damas.
Luego de darme a conocer la ciudad llamó a nuestra cónsul en Praga
para que me recibiera mientras él, a través de misteriosos contactos
masónicos, me gestionaba una audición en la sede de las Naciones
Unidas.
Por alguna circunstancia esotérica no fortuita, años atrás había
tenido un encuentro mediúmnico, en una sesión de barbudos
espiritistas a través de la Ouija, con dos espíritus selectos, San
Nicolás de Tolentino y San Agustín de Hipona,
quienes me encomendaron una inquietante misión crística que debía
adelantar con las luces de mi intelecto cismático.
A cambio, podría
dejar en sus manos el manejo de una larga vida, con la seguridad de
que cada paso que diera sería un milagro. Pero si yo no creo en
Cristo, les dije. No te preocupes, creerás, contestaron. Por ahora
lo importante es que creemos en ti.
Sin arredrarme
seguí actuando bajo sus parámetros redentores y al mismo tiempo bajo
las consignas ateas del profeta Gonzalo Arango. El nadaísmo es el
único sistema de pensamiento al que no le trasnocha la
contradicción.
A algunos de mis amigos cercanos les confié lo que me pasaba y
ellos, o pensaban que era una forma de crearme un universo paralelo
espiritual propio,
o que en realidad
se me estaba corriendo la
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teja, ya por
entonces bastante desentejada.
Me llovieron
mujeres espléndidas y libros preciosos aún por abrir, que percibí
como un obsequioso adelanto de mis mentores.
Un día recibí de uno de esos amores, de Aura Lucía Mera, que
manejaba la cultura, la invitación a representar a Colombia en el
Festival Poético más importante del mundo, Las noches de Struga, en
Macedonia, Yugoeslavia.
Consulté con mis santos patronos, con quienes ya llevaba una
relación de 16 años, y ellos no sólo me dieron la bendición, sino
que me informaron que ese mi primer viaje fuera de las fronteras era
idea de ellos,
y que en una de las estaciones de mi periplo, precisamente en el
corazón de Europa, iba a tener confirmación definitiva de la
autenticidad de nuestra insólita comunicación. Y por ende de la
magnificencia de Cristo.
Mi anfitrión en
Viena, en vista de que el embajador Rodríguez Vargas no me prestaba
la atención merecida por estar en el asunto papal,
me puso en el tren para Praga, en tanto él tramitaba mi presentación
ante la Comisión de Energía Atómica de la Uno.
Las niñas de la embajada quedaron en recogerme en la estación.
Camino de la ciudad que consideraré la más bella del mundo, en el
tren,
escribo una postal a Elmo Valencia, primer nadaísta en pisar Praga,
en 1965, a su regreso de Cuba,
y a quien le tocó ver coronar en esa ciudad al poeta beat Allen
Ginsberg como Rey de Mayo:
“Voy entrando en Tchecoslovaquia. Marco Polo en el socialismo.
Me quito la gorra griega frente a los gigantescos abedules.
He (a)tendido
mujeres en francos, en dinares, en forintos, en chelines y ahora voy
a hacerlo en coronas.
Dios existe para llevarme la maleta. Al Dalai Lama le falta un
diente.
El Papa habló desde el mismo podio de Hitler.
Tuve una novia en Macedonia llamada Nada.
¿No estoy en
todo?”
Llego a la
estación en Praga, a Hlavni Nadrazi, después de atravesar
alucinantes
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bosques de pinos
mientras una joven alemana sin zapatos leía poemas de Rilke.
Dejo que
desciendan todos los pasajeros y bajo el último. Pero no hay nadie
en la estación para recibirme.
No hablo inglés, ni francés, ni italiano, algo de español, cero
checo. Este idioma no se parece a nada entendible.
Paso el tiempo mirando miles de caras, pero ninguna medianamente
conocida. Me comienzo a desesperar.
En el stand de información ni por señas me entienden. Ni mostrando
mi pasaporte verde y gritando “ambassade”.
Debo conseguir como sea una moneda para hacer una llamada telefónica
a la embajada antes de que la cierren. Desesperado, ingreso en el
cuarto de maquinistas a ver si me permiten llamar,
pues no sé qué reservación de hotel me habrán hecho, pero como no me
entienden se desentienden.
En Praga el que no tiene reservación se quedó en la calle. Pero en
la calle tampoco dejan quedar a cualquier extraño. Es entonces
cuando maldigo a voz en cuello: “Vida hijueputa, me tragó la
tierra”.
En el fondo de la oficina, en un escritorio, un hombre bonachón de
unos cincuenta años, sonrisa juguetona, narigón, pelos ralos, overol
de trabajo, que lee un libro pequeño,
levanta la vista y me mira, me llama y me pregunta en el más
perfecto galimatías cervantino: “El segnor… es de… la Spagniola?”
Lo abrazo. Le cuento de mi desazón, ¿de su qué?, de mi angustia. Le
pido que me cambie un dólar para llamar por teléfono y que me
indique por donde se mete el níquel.
Lo hace con
complacencia, estableciendo con corrección el valor del cambio. La
secretaria 2 me dice que la secretaria 1 me ha ido a recibir a la
estación, pero del autobús. Que la espere a ella.
Entretanto el inspector de vías, feliz de tener a alguien que hable
español, me dice que le acompañe a cambiar los tableros con los
itinerarios.
Me cuenta que hace 20 años estudia la lengua de Cervantes para
cuando se jubile hacer con sus ahorros un viaje a España, si lo
dejan. Le pregunto su nombre y me responde “Wenceslao”.
Recuerdo que ese
es el nombre del único santo checo, rey además, que es su héroe
mítico, cuyos restos visitaré más tarde en la Catedral de San Vito.
Le regalo mi libro
de poemas: Mi reino por este mundo, con una dedicatoria que ni que
fuera el salvador del mundo. Él me invita a la cafetería “a que se
tome su primera auténtica Pilsen”.
Me hace quitar la gorra porque un caballero no puede tener cubierta
la cabeza en un lugar público. Pasada unas 3 horas llega el rescate,
Cecilia, una manizalita pelinegra que parla checo.
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