Amantes
herbívoros
Por: Jotamario
Arbeláez
La tecnología avanza a pasos de gigante de siete leguas arrasando a
su paso con lo que encuentra,
entre ello costumbres ancestrales que hacían funcionar más a menos
el tinglado social y la relación de parejas.
Las mujeres, sobre todo las casaderas y las casadas alebrestadas,
vienen alarmadas desde hace algún tiempo ante el comportamiento del
hombre heterosexual, en su mayoría joven,
recluido en su habitación y dedicado que ni siquiera a las lecturas
edificantes ni a la meditación trascendental o intrascendental, ni
al disimulado consumo de la hierba del desapego,
sino al vicio solitario de los videojuegos y la pornografía digital,
que no es la que practicábamos los jóvenes de entonces cuando lo
digital tenía más sentido.
Ahora al mancebo lo tiene sin cuidado el roce con las muchachas de
carne y hueso,
el irse de cine, de concierto, de piscina, de paseo o de rumba,
corriendo con el riesgo de tantos accidentes venéreos.
Y así se va configurando el llamado “herbívoro”, al que ya no le
interesa la mano a la presa porque con la sola mano le basta. Adiós
pues a los amores carnudos.
Esto lo venimos percibiendo todos, todos los días, incluso en la
casa con nuestros hijos,
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pero ya lo había formulado el
psicólogo Philip Zimbardo, profesor emérito de la Universidad de
Standford,
quien ve con preocupación cómo
algunos hombres viven en el mundo cibernético mientras las mujeres
conquistan el mundo real.
Y les aconseja se
apersonen de la relación amorosa que es más divertida en lo real
calentorro que en lo cibernético sicalíptico
y que para empezar cuelguen los celulares y preocúpense por aprender
a bailar.
Y aquí entra lo que ya traté en otro texto bastante antañón referido
a lo que la tía Adelfa consideraba las cualidades de un
buen prospecto de
parejo:
saber nadar,
bailar y montar en bicicleta. Para airearse. Para ponerse a tono.
Para disfrutar del cuerpo propio y del próximo.
Había qué ver cómo clavaba uno de bueno en el Aguacatal, en Santa
Rita y en el Meléndez.
Y cómo echaba de rico paso en Juanchito, en el Séptimo Cielo y en el
Danubio.
Y cómo se ejercitaba en la cicla pedaleando a Salomia, que albergaba
las muchachas más lindas de los cien barrios de Cali.
Claro que no había que quedarse en ésas, sobre todo si se le estaba
haciendo honor al progreso de la herramienta.
Había que sumergirse bajo las olas de Dubrovnik con una dálmata,
bailar la conga con las monumentales habaneras del Tropicana al son
de Chuchito Valdés,
y arrastrarse en
una de turismo por el pavé francés perseguido por Lucho Herrera,
cuando comenzábamos a ser los duros de la Tour de France.
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Dirán que me paso de sofisticado pero la sofisticada es la vida.
Cuando uno logra cogerle el tiro.
De modo que no hay que darle motivos a la damisería para que piense
que ya no quedan hombres ni para remedio,
que los que no se
casaron ni se mariquiaron se encerraron en sus aposentos a darse la
buena vida con un celular y un computador.
Porque sienten que
son muy tímidos y eso de manejar unas relaciones es cada vez más
difícil.
No mis muchachos. No les dejemos el botín a las lesbianas que están
cada día más alerta,
ya no con la patológica envidia del pene proclamada por Freud —que
para ellas ya no es más que una caricatura agrandada del clítoris—,
de unos pobres que pretendieron manejar el mundo y no pudieron
hacerlo.
Hagan honor a los altos penes de Pompeya y a Príapo, el maromero.
Tampoco dejen que los viejos aviagrados les tomen la delantera.
Ni los gringos casamenteros por la Internet.
Con ese comportamiento lo que están es estimulando el consumo de los
penes de goma.
Me disculpan que no los acompañe en esa tarea porque me estoy
leyendo El libro de la lujuria, La confesión sexual de un anónimo
ruso, Las memorias de una camarera, Las confesiones de una
desvergonzada, El tapiz del amor celeste y El yate del amor
perverso.
Mientras no los termine, nadie me va a mover de mi estudio.
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