Amores en
la Isla de la Luna Verde
Por: Jotamario
Arbeláez
Hay que viajar por
amor a las islas de ultramar para poder encontrarlo. Allí, ante su
reverencia el océano, nos hemos despojado de todo dejándonos sólo
las ropas: de la prosa hiriente del trabajo, de la mezquindad de la
competencia, de la camisa de once varas de la moda que sigue, de los
duelos de la carne y delos quebrantos del alma.
También nos hemos desnudado para tomar duchas de luna, e inclinado
la frente hacia las hirvientes arenas como tributo a las potencias
que mantienen el mundo sobre sus goznes.
En las islas han encontrado a Dios y lo confesaron seres tan
especiales como Rubayata y Gonzalo Arango. Allí llevaron a templar
sus días, como a un exilio en el cielo, poderosos caballeros que se
cansaron del poder pedigüeño de las ciudades.
Sólo hay un amor más grande que el que se pierde y es aquel que lo
pierde a uno. Y si la pérdida se da bajo una palma de coco, ese amor
supera la palma. San Andrés es el más grande lagar del amor, para
decirlo con las palabras de ese gran islómano que fue Durrell. Qué
mejor retiro que lo más retirado posible, pensaba en mis temporadas
de asceta caminando descalzo por entre las olas y los erizos para no
pisar nalgas playeras.
Suele criticarse a San Andrés el que sea una cortesana, el que las
gafas del comercio no dejen ver el milagro verdeazulado. A San
Andrés le debo varios ojos queridos que encontré cuando vine por mi
primera
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máquina de
escribir. La cacharrería no afecta el alma yodada.
Nunca vi nada despreciable en el profesor de álgebra con su
televisor sobre el espinazo, ni en la familia ahorrativa
dirigiéndose en lancha hacia el Johnny Cay. En cambio sí en muchos
esnobistas de penthouse, que adoraban tanto a Providencia para su
descanso salvaje que abominaban que tuviera teléfono, que llegara
algún periódico, que la luz eléctrica propiciar radiolas y
televisores prendidos.
Eso les impedía desconectarse del mundo mientras se hacían sus
mascarillas o meditaban en la trascendencia. En nada podía
interesarles el mejor estar del nativo, mientras s conservara
salvaje el entorno para su recocha.
En un tiempo tuvimos un sueño generacional los poetas: irnos a vivir
en gavilla en un sitio que construiríamos con nuestras manos y unas
tablas en un terreno donado por un admirador isleño que ya se iba.
Se llamaría Nadasterio de los Monjes Juguetones.
Hicimos los preparativos después de Mayo del 68. Nos despedimos de
toda suerte de ataduras familiares pasionales. Pero en la
autocrítica última descubrimos que todavía éramos demasiado
carnales, demasiado territoriales y decidimos postergar la toma
anunciada. Además, no habíamos acabado todavía con la sociedad que
nos ahogaba, para ir a templar al mar. Había que seguir en la lucha
con las armas sin fuego del pacifismo. Los que primero desertaron de
primeras se fueron. Los que quedamos no nos queremos ir sin cumplir.
Siempre veíamos
pasar al brujo Simón González conversando con don Guillermo Cabo del
porvenir del mundo sobre las aguas. En Simón latía el espíritu del
filoso filósofo que fue su padre, nuestro gurú Fernando González.
Era un enamorado del aire que es la realidad de los sueños. Un día
gobernará sobre estos territorios amados, pensábamos. Y serán más
amados porque gobernará con amor y el amor es magia.
Y esa magia es la
que hoy ha creado el mito de la Luna Verde y sus festivales, donde
se da cita todo el Caribe con el hechizo de una
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música que no
puede ser de este mundo. Es cuando The
Rebels difunde su evangelio melódico a través del
estremecimiento. Aquel que no ve verde la luna por esos días es
porque no alberga una pizca de amor en su corazón. Gonzalo Arango y
Pablus Gallinazo compusieron en el 70 una canción tan bella que todo
aquel que la oye se vuelve azul.
El pintor Kat anda con la luz del archipiélago en sus bolsillos y ha
recreado la isla tantas veces con su pintura milagrosa que ha
multiplicado los peces y los problemas. El sabio Pepa (el amigo Pepa
de su casa en San Luis) ha sabido dominar el misterio como a un
huracán chiquito para llegar a ser el más grande dispensar de
sabiduría de la buena.
Pero hay una pareja de amigos que ya son legendarios en la isla de
las leyendas. Llegaron de la mano en el año 67 a darle rienda suelta
al amor y a sus pinceles en el paraíso. Han extraído de la
naturaleza marina todo el esplendor que se puede aplicar al lienzo y
la cartulina. Han irradiado amor por doquier y han sido gloriosos
anfitriones de aquellos condenados del interior.
Son el “profeta pez” y la “caperuza”. Samuel Ceballos y Fanny
Salazar y su prodigioso hijo Mercurio. A ellos en su última carta
les confió su esqueleto Gonzalo Arango.
El diablo podrá llevarse a Colombia, que al fin y al cabo es adicto
a la carroña. Pero para los colombianos sobrevivientes, la Isla de
la Luna Verde, de la barracuda de lágrimas azules, de Pegaso y
Cometa, deberá ser siempre la más alucinante promesa.
No para irse a
vivir en ella, que por ahora no cabe una cuchara más. Sino para
tenerla como el recurso más preciado que nos devuelva la sensación
de la vida con sus corales. Yo la tengo destinada para esconderme de
las futuras ex amantes y de los editores piratas.
El Tiempo.
Septiembre 27-1993
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