El río de
la vida
Por: Jotamario
Arbeláez
Cuánto hace ayer no más que éramos muchachos y ya nos suenan
campanas octogenarias.
Para uno en los veinte las personas de arriba de setenta despachaban
desde ultratumba, así todavía parpadearan.
Nuestra revaluación era contra todo, no sólo contra el orden
establecido del que pretendíamos desafiliarnos buscando habitación
en las comunas del anarquismo sonriente,
sino contra la cultura oficial para establecer la contra-cultura,
contra la moral represiva para imponer el libertinaje,
contra la academia para entronizar la vanguardia,
contra el trabajo al que oponíamos el ocio creador,
contra los lazos familiares para sentirnos totalmente desamarrados,
contra la economía que fue lo único que terminaría por doblegarnos.
Y llegamos a arremeter contra la vejez —y sus secuelas de chochez y
de prostatitis—, a la que no pensábamos arribar ni de fundas.
Hoy la próstata es una vieja colaboradora del cuerpo que se nos fue,
dejando en seco pero intacta la fiesta del alebreste.
La vida era para ser quemada en el propio combustible de los
excesos.
Vivir a la enemiga era la consigna, recibida del maestro Fernando
González, todo un santón.
Salíamos a la calle y el mundo no daba un brinco.
Todo lo que
queríamos lo teníamos en los bolsillos vacíos.
Y lo que no
teníamos lo arrebatábamos porque arrebatados sí éramos.
No padecíamos de
hambre porque éramos
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de poco comer a
pesar del mucho fumar,
pero a los otros apetitos desordenados como el deseo si los
satisfacíamos a tutiplén.
La cama nos servía para tirar, leer, escribir y seguir soñando
despiertos que el mundo se haría mejor con el testimonio de nuestro
paso.
No teníamos qué desayunar pero nos sentíamos dueños del mundo.
No éramos unos grandes inventores como Edison y Westinghouse,
ni unos guerreros de a puño como Tirofijo y el Che,
ni unos pacifistas contundentes como Cassius Clay y Martin Lutero
King,
pero le supimos decir NO a toda circunstancia aberrante contra la
dignidad de los seres humanos y cuadrumanos incluidos nosotros
mismos.
Los apologistas del sexo aplaudían nuestro comportamiento
sicalíptico que sacaba de casillas a los moralistas religiosos.
A nuestra llegada le impusimos el adjetivo libre al amor y hasta
allí duró el mito del virgo intocado bajo pecado entre las mujeres
antes del matrimonio.
Y a continuación nos encargaríamos de desacreditar el casorio.
Al presente vemos que ya casi nadie se casa. Se necesita ser muy
marica.
Vinimos al mundo por nuestra propia cuenta y riesgo, crecimos, nos
reprodujimos, aquí vamos y parece que nos pasamos.
Luchamos desde el
ocio con cortapapeles sin filo,
nos hicimos escritores para no tener que tomar las armas,
nos bebimos a los burgueses y les dimos sopa y seco a los
desnutridos intelectuales.
Se dice que los amados de los dioses mueren jóvenes, como lo hemos
comprobado con nuestros difuntos precoces.
Todos estábamos
destinados, como ellos, a desocupar el local que es el cuerpo antes
de que se empezaran a descascarar las paredes y atascar los
desagües.
Pero algunos cuerpos se sublevaron y diciendo por lo menos diez
veces ¡Salud! al día, decidieron jugar la partida completa
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desafiando los
almanaques
y llegando a
peinar canas en la cabeza, en los bigotes, en el pecho mas no en el
pubis.
Y los inmortales que siempre fueron decididamente canos como Zeus y
Jehová, a juzgar por sus barbas y sus desmanes,
habría de suponerse que esperan la llegada de los demorados como
colegas.
Lo curioso del caso es que entrado en los ochenta sigo como en los
veinte.
Bailando los ritmos de entonces pero sin esos pasos mortales de la
caída de la hoja y la tijereta.
Más bien en el amacice y apretuje con mis levantes, como es de uso
en El Goce Pagano, donde mujer que no se entrega es porque no la
llevaron.
Leyendo de nuevo a los que me dañaron el coco a ver si no se me
arregla. Sade, Casanova, Miller, Bataille, Genet y Bukowski.
Escribiendo de lo que se me pasa por la cabeza así sea sin pies ni
cabeza.
Apuntan los poetas que la vida de cada uno es un río del cual cada
relación es un afluente,
circula por la tierra venciendo trancas,
baña a sus amorosos ribereños y les ofrece el espinoso alimento,
se refugia por segundos bajo los puentes como los que no tienen
dónde dormir,
permite el desplazamiento del pasajero
y termina desparramado como en un gran orgasmo en la eternidad. Allá
estamos llegando.
Donde todos los ríos se juntan. Los ríos que son cada uno y que
terminan en uno.
A la muerte se la despista dándole alpiste. Como a los pájaros antes
y después de cada tonada.
A imitación de su fluir mañanero, me siento cada noche ante el
escritorio a entonar el mismo canto con distintas palabras.
Hasta que mi mujer me dice que me meta bajo las cobijas que está
muerta del sueño.
Gracias doy al Señor de los cielos y de la tierra que me provee el
alimento, me inspira bellos pensamientos y me empina el pipí.
La montaña
mágica, diciembre 17-19
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