Arnulfo
Por: Jotamario
Arbeláez
Arnulfo no habla.
Anda siempre a pie limpio. Hace los mandados con diligencia.
Arnulfo, vaya a la tienda y me trae una cajetilla de cigarrillos
Pielroja. Arnulfo, saque la escupidera, desocúpela y lávela.
Arnulfo, saque a orinar a Tipi. Arnulfo, búsqueme las balas de la
escopeta. Y Arnulfo vuela.
Mi padrino Jorge Giraldo, el marido de mi tía Adelfa, lo ha recogido
en una vereda del norte del Valle, donde los bandoleros entraron a
la finca y degollaron a sus padres campesinos, a su mamá le hicieron
el corte de franela y a su papá el corte de corbata.
El de franela consiste en el degüello siguiendo la línea imaginaria
de la clavícula. El de corbata es igual, con la diferencia de que se
mete la mano por ahí y se saca la lengua que queda colgando sobre el
pecho.
El niño contempló impávido el sacrificio, esperando el turno.
Uno de los bandoleros se compadeció de la cara de pánico de Arnulfo,
pero para impedir que contara lo que había visto propuso que se le
sacaran los ojos o se le cortara la lengua. Se decidieron por lo
último.
Arnulfo nunca abre la boca, y muy poco para comer, siempre de
espaldas en un rincón.
Jorge Giraldo se compadeció de él y pidió que se lo regalaran y lo
trajo como esclavo para la casa. Arnulfo le ayuda con los perros de
cacería y a cargar las escopetas y es lo único que lo hace feliz.
Cuando lo encuentro solo por el corredor, recostado a la pared y
mirando al cielo, ensayo la puntera de mis zapatos nuevos
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pegándole una
patada en la espinilla.
Él ni siquiera se
queja, pero me mira con un odio que me hace salir corriendo.
Arnulfo duerme a
la puerta de mis tíos sobre una esterilla como un perrito, mientras
Tipi duerme en la cama a los pies de Adelfa.
Arnulfo no mira a nadie de frente sino ladino. Arnulfo gruñe como un
cerdo en el inodoro.
No sé por qué cada vez que lo veo me provoca hacerle maldades.
Acaso porque estoy convencido de que no va a reaccionar ya que le
han enseñado que no debe morder la mano que lo alimenta
y además por miedo de que mi padrino lo mate. Sería muy fácil en una
cacería mientras compite con los perros.
Una tarde sacaré del escaparate de la abuela el revólver dorado de
fulminantes que me compraron en el Comisariato una navidad y que no
me dejan usar para que no vaya a dañarlo o a botarlo
y se lo pondré engatillado a Arnulfo en la
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nuca mientras él
lava la escupidera y le diré:
A usted se le
comieron la lengua los ratones.
Al voltear a
mirarme veré cómo hace una cómica cara de pánico, pega un grito sin
sonido y se le escurren unas lágrimas de cobarde.
El estúpido no se
habrá dado cuenta de que hay pistolas de mentiras.
No resistirá muchos años este ente mis embestidas. Un día, cuando ya
todos menos yo le habrán cogido cariño, después de tanto dormir bajo
nuestro alero,
la abuela a las cinco de la mañana oirá que abren el contraportón y
la puerta de la calle, brincará de la cama en su camisón, se asomará
y verá a Arnulfo ya por el hospital de San Juan de Dios,
escapando con un atado al hombro donde irán mis mejores franelas y
mi dorado revólver de fulminantes.
Tipi no ladrará. Así comenzaré a conocer la ingratitud humana y la
absoluta inutilidad de los perros.
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