De perros, pájaros y árboles
Por: Jotamario
Arbeláez
Fotos Ayann Azul y
Salvador Arbeláez)
Nunca tuve un
perro ni un gato ni un mico ni un loro ni un turpial. Luego no
conocí el amor a los animales.
A no ser por el azulejo que asomaba a mi ventana por las mañanas por
un granito de arroz cuando mi primera mujer voló.
Granito que compartíamos porque estaba pasando por la belle époque
de las vacas flacas.
Ahora con Monje y Dina mi corazón es otro cantar; palpitan con mayor
serenidad mis ventrículos al acariciarlos y tirarles en las fauces
papitas fritas y caminar casi de la mano por las campiñas que se
abren a nuestro paso.
Dejé de declarar esa paparrucha que sólo iría al campo cuando lo
pavimentaran
y que según la nueva estética era más poético un semáforo que un
sauce y mucho menos llorón.
Abandoné el taconeo por el cemento de las calles y andenes de las
ciudades y, como el que la dice la paga, ahora estoy sembrado cual
un árbol en la arboleda arbeláez.
Se me dijo que debía abrirme campo en la vida y heme aquí
disfrutando del manto verde bien combinado con el azul celeste y con
el aire incoloro que respiro hasta dejar satisfechos ambos pulmones.
A Dina la bauticé así para acordarme todos los días de Dina Merlini,
la poeta nadaísta y actriz que había anclado en el ancianato de San
Andrés y a quien describí a mi manera en el libro El cuerpo de ella,
y ahora descansa en el campo santo salpicado por las olas del mar de
la eternidad.
Tiene pelaje blanco con grandes manchas café con leche y fue
recogida por mi odontóloga de un basurero donde estaba envuelta en
una bolsa sellada casi recién nacida.
La adoptó y cuando
llegué con mi mujer
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a la Villa de
Leyva nos la dio de regalo.
Todos los días tan
pronto bajo a desayunar los primero que hago es acariciar el cuerpo
de ella.
En la gasolinera me obsequiaron una cachorrita preciosa,
de la misma raza
sin pedigrí de Dina, a la que bauticé Alelí en referencia de una
bella cantante comprometida con el agua,
pero me la mató el carro de quienes venían a instalarme la red de
seguridad.
Y lloré por ella
y la hice enterrar en una huesa en el bosquecillo,
fosa común donde fue a parar también León, el gozque que me trajo mi
hijo Salvador para que no siguiera sufriendo y seguí llorando
porque un día amaneció envenenado en la portada de la casa, tal vez
por los químicos del sembrado de papas de los vecinos, o quien sabe
qué.
Mi hijo lo había bautizado Trotsky pero como me pareció un irrespeto
con el autor de La revolución traicionada y preferí llamarlo León.
Monje, en memoria del Monje loco, el amigo de la vida que también
entregó sus días en el ancianato, es un joven de negrísima pelambre
pareja y a la hora del desayuno pone su cabeza entre mis piernas
bajo la mesa para que le acaricie el hocico y clava su mirada en la
mía como diciendo cuánto me ama, mientras Dina se hace la boba
picándome un ojo. De modo que estoy de romance con los reinos animal
y vegetal con los que había tenido tan poco qué ver y ahora lo estoy
viendo todo. Ahora tienen una visitante, Ely, de Costa }rica, con
quien bailan la conga con entusiasmo.
El bosquecillo de enfrente de la casa mediterránea que nos construyó
Edmundo Moure está compuesto de robles añosos sobre cada una de
cuyas ramas se ha posado un pájaro alguna vez y siguen haciéndolo a
punta de sinfonías.
Entre ellos se destacan el turpial montañero, la tárgara capirotada,
la rastrojera, el espiguerito, el sinsonte, los chirlobirlos, los
turpiales, alcaravanes, cucaracheros y copetones,
que mientras me miran mientras gorjean pero emprenden el vuelo
cuando apresto el celular para difundirlos.
En cambio cuando mi adorada fotógrafa
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Ayann Azul los enfoca no vuelan sino que posan. Y despidiéndola con
el pico echan a volar.
Pero no me limito al bosque donde soy el único lobo sin caperuza.
Andando por el amplio prado salpicado de dientes de león para
estirar las piernas luego de estar sentado por horas frente a la
computadora H.P.,
me encuentro con los que ha plantado Claudia que son el yarumo, el
caballero de la noche, los alisos, los bugambiles, el borrachero, el
ocobo, los hollys espinosos y las eugenias que marcan nuestros
linderos.
A cada uno lo saludo como a un viejo amigo desbrozándole lo
sobrante.
Y me entro en busca de un whisky porque en la Montaña mágica, como
bautizamos nuestra blanca morada, el bar se denomina “Qué tomas, man”.
He disfrutado por 83 años del cemento de la ciudad y de la tierra
tapizada de hojas de hierba que acogieron como parientas a las hojas
de los miles de libros que merodean. He pisado la tierra de casi
toda la tierra para dicha de mis zapatos.
Algo debe faltarme por conocer. El sitio donde se celebran las
fiestas del silencio. Ya sin perros, árboles ni pájaros. Y no
siquiera aire qué respirar.
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