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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición:13.146-726

Fecha: Martes-17-10-2023

 

Adiós a los odios

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

No demora en ponerse de moda hablar mal de la paz, porque los colombianos tenemos la virtud de exasperarnos cuando los temas se alargan tanto que no dan para nuevos chistes.

Ya mis amigas más íntimas, cuando les toco el tema de la paz, me dicen que no sea cansón, que cambie de tema.

Y me tengo que ir con mi paloma a otra parte.

Llego a los cocteles cuando calculo que ya se ha ido el Presidente para que no noten los presentes las simpatías que le profeso

y así se me acerquen con confianza los raudos empresarios y diligentes industriales con sus pasos menguados en pose de conspiradores.

Y a mí, que antaño me calaba tan bien ese epíteto porque no consideraba digno gobierno alguno,

me toca calmarlos con Alka-Seltzer y un poco de confianza mientras entran en vigor los pactos de paz, se aclara el panorama, se reactiva la economía.

Hecha mi buena acción del día con los accionistas de la sociedad anónima, me dedico a ver las pinturas.

La fama de poeta conseguida a martillazo limpio durante un cuarto de siglo que me rentó el Nadaísmo y que me ha abierto sin tocar las puertas de palacios y corazones,

se me ha ido opacando desde que ha calado la especie de que el país está siendo gobernado por un presidente poeta.

Como si la poesía fuera la apoteosis de la nulidad. Como si la poesía tuviera la culpa de lo que se deja de hacer.

Hábil y rápida respuesta, llega como huésped de honor el expresidente de Senegal, el poeta Leopold Sedar Senghor, y da un bello recital en la Biblioteca Nacional.

 

Un poeta de la negritud que gobernó 20 años a su pueblo, combatió al lado de Francia contra los brazos siniestros de la Cruz Gamada,

y logró la independencia de su país legándole en contraprestación a Francia una de las más potentes voces líricas de toda su historia.

Estadista poeta, reconocida universalmente su excelencia en ambos estadios.

A su lado Belisario ostentaba su orgullosa sonrisa de estadista traductor del poeta.

Hay que ver lo que se ha bebido en Palacio en las recepciones de poetas

—comenta una compañera de escritorio en la agencia de publicidad donde a golpe de slogans financio mi lírica de lodo y su cristalina bohemia—.

Pero si sólo dan una copa de vino, le digo, un vino que si tienes la mala suerte de que te caiga una gota en la corbata es mejor que la dones a la Cruz Roja.

Al bajar al parqueadero descubre mi dulce amiga que le han robado las plumillas y le echa la culpa al Gobierno por andar pensando en las paces en vez de darles bala a los gamines.

¿Y qué tal si más bien les dan de comer, si los lavan de ser gamines? Mira que en Cuba no hay gamines porque no hay hambre.

 

Vi gente haciendo cola para comprar su trozo de pan, pero todos van por su pan.

Si aquí todo el mundo tuviera para el pan las colas serían como para el circo.

Y hay su ración de leche para todos porque no hay damas como tú que utilicen la leche de una familia para hacerse con ellas sus plastas de belleza.

 

¿Y por qué no te quedaste en Cuba? Porque yo amo a Colombia, yo amo la paz, le contesto tarareándole un jingle de moda. ¡Cambiá de tema!

 

 

 

A finales de la década del sesenta y comienzos de la siguiente los nadaístas que descendimos a hippies andábamos en chancletas y en auto-stop predicando la paz,

para burlas enconadas de la izquierda exquisita, preocupación del Establecimiento y empellones de los pelotones de policía convertidos en peluqueros.

Allí comenzaron las vejaciones aunque nunca protestaron los de los Derechos Humanos por la barbarie de nuestras rapadas.

Hoy pide la paz el Presidente desde el Palacio de Nariño y paz los guerrilleros desde algún lugar de la montaña.

Y cunde el ejemplo en El Salvador. Menos mal que ya no quedan hippies para ver cómo cambió el mundo y cobrar los derechos de su campaña.

He visto miles de ciudadanos agitando en las calles pañuelos blancos a las 12 del día como dándole la bienvenida a los ovnis.

Los he visto pintando palomas en los muros de los cuarteles, en la fachada de sus casas y en los baños de los teatros.

Creo que todos los colombianos anhelan la paz. La paz invade los espíritus y estimula el ingenio de los artesanos.

Pero tantos y tan dolorosos años de criminalidad indiscriminada no se limpian de un plumazo de plumas de paloma.

Los artistas hemos tenido arte y parte en esta contienda por la paz.

 

Músicos, poetas, pintores y teatreros transmiten a su manera la fiebre de la paz.

Son quienes mejor saben las consecuencias de una bota en el solio.

Sé sin embargo de intelectuales excepcionales que no están de acuerdo con este proceso por exceso de izquierdismo (¿será?) o de soberbia

 

que les impide apoyar ningún acto que venga del gobierno, así se trate del proyecto más humanista.

Y como los extremos se acarician aúnan su descontento y sus críticas a las de los militares en retiro, explotadores en crisis y tramposos banqueros en desbandada.

 

Según ellos, Don Manuel y sus muchachos y los muchachos del eMe y del EPL y García Márquez y Negret y Obregón y Botero y demás artistas y periodistas y escritores que queremos la paz a toda costa andamos descaminados.

Más popistas que el Pope, allá ellos con sus razones. Pero estar por la paz no es abdicar de la revolución.

Es buscar nuevos caminos para dinamizar el proceso, sin armas.

Los que se transitaron han mostrado que no hay victoria para ninguno de los dos bandos.

Todo el mundo quiere la paz, o casi, pero después de la refriega de la larga luna de miel no todos quieren lo mismo de Belisario.

Al presidente se le pueden criticar muchas cosas, inclusive su poesía,

pero no se le puede negar su ardiente voluntad por sacar avante la paz.

Y en ese empeño por lo menos es justo que los que no nos lucramos con la violencia metamos el hombro porque la paz es el comienzo de la reconstrucción de la vida.

 

El año pasado en mi gira por Europa representando la poesía de Colombia invitado por Macedonia con el aval de Colcultura y con plata de mi bolsillo

—aunque atendido como un príncipe por embajadores que admiraban el Nadaísmo—,

 

no me tembló la voz para proclamar a esos públicos que el proceso de paz se iniciaba en Colombia y me atreví a aseverar la buena fe del presidente y de la guerrilla. Hoy sigo con el mismo convencimiento.

 

Pero creo que para llegar a la paz debemos dar fortaleza a los pasos previos

 

 

 

aprovechando el cese del fuego para hacer oír nuestra voz: para eso se ha convocado el Diálogo Nacional.

 

Todo el mundo quiere bailar la paz pero casi nadie pagar su cuota.
 

Se piensa que la paz es cuestión de firmas entre el gobierno y la guerrilla y santo remedio.

Cobijado por el perdón y olvido bien pueda el combatiente regresar como el hijo pródigo.

A lo mejor le dan su beca para que estudie o una chanfaina en un juzgado.

Pero no se analiza que cada ser que está en las montañas arriesgando el pellejo no lo está por solucionar su personal conflicto sino inflamado por una pasión libertaria, una pasión justiciera.

El guerrillero no rendirá sus armas ni volverá tranquilamente al redil si no se dan por lo menos las bases para una transformación en las condiciones de vida de todos sus compatriotas.

No se trata de solucionarle el problema al guerrillero, que no lo tiene,

el problema lo tiene el Establecimiento con los alzados en armas, que no son pocos ni son pocas las armas.

Sin ser los militares santos de mi devoción, he aceptado complacido sus invitaciones y les he dicho estas cosas en conferencias gratuitas en sus clubes donde han llevado sus alféreces.

Y tengo que hacer honor a la inteligencia castrense que me ha concedido aplausos sinceros, discretas carcajadas y hasta vasos de whisky. Dios se los pague.

No se puede presumir que a los militares les caiga mal la paz, como no podemos decir que los médicos se verían obligados a sabotear bacteriológicamente una larga temporada de buena salud.

¿Puede llegar el momento en que a su pesar, presionados por circunstancias extremas o incitados demencialmente, den el golpe de gracia?

Puede ser, y habrá que estar advertidos. Porque golpe avisado no mata gente. Aunque por lo general el golpe no avisa.

La paz no es que los guerrilleros bajen las armas, las silencien o las entreguen.

La paz es que cesen o por lo menos se atenúen al máximo las condiciones que hacen que una persona empuñe las armas.

Las que conocen todos y el propio presidente al recibir de los dignatarios del Congreso la Ley de Amnistía:

“Los agentes objetivos e impersonales que son el caldo de cultivo de todos los procesos subversivos aquí y donde quiera: el analfabetismo, la desnutrición, el desempleo, la falta de caminos, las altas tasas de interés, el desorden financiero, entre otros”.

Es de admirar que sea un gobierno nominalmente conservador como el de Belisario —aún contra las voces de un Partido Liberal que al momento produce grima—

el que tan generosa —e inteligentemente— haya tendido la mano a sus oponentes armados hasta los dientes de leche,

para empezar a edificar entre todos una patria de todos, a la medida de nuestra siempre postergada esperanza.

Parte de nuestro aporte a esa paz, de los impacientes eternos, y de los jubilados en la intransigencia,

sería mitigar nuestros odios por el envilecido pasado que nos cupo en suerte, serenar el espíritu de revancha, y buscar en la paz el remedio de nuestros males.

Que las heridas cicatricen. Ahuyentemos el fantasma de la violencia. No miremos más hacia atrás con ira. Digamos adiós a los odios.

Vamos en busca del mañana, o mejor, comencemos a levantar el mañana que merecemos.

La paz, como el amor, no se hace sola. Ponga su parte.

El Espectador. Marzo 11. 1984

 

 

 

 

  

 

 

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