LA VIDA
ANIMAL DEL HOMBRE
Por: Jotamario
Arbeláez
Se están
presentado propuestas superlativas en torno de la vida animal del
hombre, que es bueno tener en cuenta por cuanto nos atañen a todos.
Respecto de ellas, se ha pronunciado la Iglesia -desde el Papa en el
Vaticano hasta sacerdotes periodistas y párrocos de provincias
lejanas-,
así como los políticos, los intelectuales y los mortales comunes.
La primera es la eutanasia, o sea la libertad del enfermo, en una
situación terminal, de pedir que lo desconecten.
O la de los familiares de tomar la misma determinación, cuando ya el
paciente ha perdido toda capacidad de decidir por sí mismo.
Se evitaría así lo que pasó hace unos años con Jimmy Salcedo, quien
antes de irse con su música a mejor parte
soportó largos meses de agonía vegetativa en su cama de enfermo en
una clínica de alto postín, agotando su patrimonio,
y permitiendo que sus herederos se enardecieran en una guerra de
nervios por el resto de sus pertenencias,
y dando pie para que sus piadosos amigos afilaran su ingenio
haciéndole malos chistes macabros,
como ése de que había terminado trabajando de planta en Inravisión.
La Iglesia conceptúa que nadie es dueño de la vida, pegándose de la
creencia de que “mientras hay vida hay esperanza”,
y condena al moribundo despacioso a aguardar a la parca hasta el
momento final, es decir, hasta que ya no tenga ni un centavo qué
dejarle a los hijos y los médicos comiencen a compadecerse.
Pues si es verdad que algunos galenos se inclinan por aplicar esa
cesación de la vida prolongada artificialmente,
también es cierto que para muchas clínicas es una teta gloriosa la
dilatación de la moribundia.
La Iglesia fue siempre intransigente con quienes decidían quitarse
la vida con mano propia.
Los suicidas no tuvieron cupo en el cementerio católico ni opción de
que les celebraran las ceremonias rituales de
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despedida.
Hasta allí llegó
la tragedia del poeta José Asunción Silva, a quien cuatro amigos
librepensadores tuvieron que conducir sobre sus hombros hasta el
cementerio de los suicidas en Santafé,
mientras el público espetaba irritados comentarios.
Por si las moscas, del poeta Gómez Jattin hubo que decirse que no se
tiró a ese camión que venía, sino que éste lo arrolló
accidentalmente.
Hoy sus restos reposan plácidamente en el cementerio católico de
Cereté.
Yo creo que el derecho a una muerte digna -ya que para muchos una
vida digna es tan difícil de financiar-,
comienza por el derecho de hacerse desconectar.
Si ya no hay perspectiva de mandar a retroceder a la muerte,
entonces abrámosle camino.
Mientras más padecimientos se economicen al enfermo, con más ánimos
pasará a la vida que sigue, lo mismo sus familiares con sus
ahorritos.
Para ir más allá, la permisión de la eutanasia debe cobijar el
suicidio, esa voluntad del ser humano de poner fin a su vida cuando
no hay nada que lo ate a ella,
o cuando lo que lo ata es demasiado doloroso o insoportable.
Suicidarse es desconectarse conscientemente y sano, lo que es más
gracia.
Claro que el suicidio no es penalizable, por lo menos en este mundo
porque el reo se voló.
Pero la Iglesia debería también reconsiderar el castigo infernal,
así como abrió al fin a los suicidas sus camposantos.
El segundo tema sobre el tapete es la decisión de la Corte
Constitucional de penalizar al máximo el acceso carnal de un cónyuge
a otro cuando interviene la presión de la fuerza
-como si ella no
fuera la base misma de la empujadera-,
o cuando se hace violando la negativa de la contraparte, aplicándole
por ejemplo un poco de cloroformo, o dándole la vuelta contra su
explícita voluntad.
En esos casos, el
cónyuge -por lo general el hombre porque para qué puede servirle a
la mujer el esposo dormido-,
será conducido a prisión de ocho a veinte años, sin visita conyugal,
la cual supongo preferiría no recibir el sátiro clavado por su ninfa
acusadora.
Porque no se sabe
en este caso qué es más cruel, si acosar, o acusar.
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Para las mujeres
es una reivindicación de sus derechos a no ser importunadas ni
siquiera por sus maridos, y menos en solicitud de favores.
Pero para los amantes cachondos es una limitante de su ejercicio
sexual, que desde las cavernas se viene procurando con una maza,
con mujeres traídas por los cabellos, porque con la simple
persuasión de las rosas y los poemas serían muy pocas las mujeres
que rodaran por tierra.
Entre los legisladores debería haber miembros que todavía se
levantaran, para no dejar pasar decisiones tan aberrantes.
El otro tema candente es la clonación, que partió del momento en que
unos científicos nada locos duplicaron a una oveja en el
laboratorio,
y se hace patente la posibilidad de realizar el experimento con
seres humanos.
En Colombia, donde hemos alcanzado un gran nivel científico a pesar
de que en comportamiento seguimos de patitas en el arroyo,
ya hemos impuesto la clonación de testigos que declaren
repetidamente contra un acusado, hasta hacerlo condenar ‘por exceso
de pruebas’.
Una secta
religiosa suiza, asociada de vieja data con extraterrestres, está
ofreciendo la clonación humana en dos modalidades :
la ‘Clonaid’, que lo reproduce a uno tal como es en este momento,
por doscientos mil dólares,
y la ‘Insuraclone’,
que consiste en salvaguardar el ADN de los hijos congelando su
sangre, para recuperar al vástago en caso de algún fortuito
desenlace fatal, por sólo cincuenta mil dólares.
Pero, ¿qué pasará con esa persona que uno no puede ver ni en pintura
y ahora se la duplican? ¿Volverá a ponerse de moda el doble h.p.?
En Colombia, la primera de estas propuestas de clonación ha
despertado inaudito interés en sectores políticos,
ante la
posibilidad de aumentar el caudal de votantes.
Aún no se ha establecido si cada clon disfrutará de cédula propia.
Es posible que el costo sea desmedido, pero el poder no tiene
precio.
Habría que clonar -para empezar-, a todas las personas que tienen
evidentes amenazas contra su vida,
para que no se
vuelva a presentar la anterior rata de desapariciones irreparables
de candidatos presidenciales.
Acuérdense que estamos aprobando la extradición.
1980
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