Soñando
con la vampira
Por: Jotamario
Arbeláez
Nunca he contado
cómo nació en mí esa palidez cuasicadavérica
que tan buen recibo tuvo en mi adolescencia existencialista de buzo
negro en juego con las ojeras que no lograba ocultar con mis Rayban.
Se me notaba también tembleque a la hora de firmar con el Parker de
mi papá algún autógrafo solicitado por cualquier despistado
estudiante que querría seguirme los pasos.
Es cierto que por entonces era poco lo que comía, y si algo aceptaba
de la cocina familiar cuando iba de visita, advertía: “Nada que me
nutra”,
cosa que mi madre cumplía con desagrado diciéndome: “Pero si estás
pálido mortal, hijo mío”.
Las horas de sueño eran prácticamente nulas pues las empleaba en
desentrañar El Ser y la Nada y Los caminos de la libertad, esos
tomos de Sartre que me tenían seco el cerebro.
La exposición al sol era inexistente, pues iba saliendo a las calles
cuando comenzaba a soplar la brisa levantafaldas proveniente del mar
Pacífico,
llevando anudada a la garganta, con ese calor de Cali, una bufanda
negra de seda.
Las malas lenguas paliqueaban que todo obedecería a la práctica
obsesa del viejo vicio solitario y al consumo reiterado de la mafafa,
pero pamplinas.
Nunca tuve buena
mano para la
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masturbación pues
tenía la palma llena de pelos.
Y de cannabis apenas si consumía por prescripción médica una dosis
mínima, a fin de controlar los excesos de la memoria.
Fue por la época en que terminé con Lilí Marlén, la modelo de Bellas
Artes que me había sacado de casa
y me encontré en el Bar Picapiedra —donde “El Grillo”, que me
admiraba, no me cobraba por la cervecería consumida—,
a una joven de unos 25 años de rostro angeloinfernal que bailaba
salsa como una tromba con su generoso trasero,
con la notoria característica de que no tenía en la cabeza ni un
solo pelo, casi que tenía el cuero cabelludo lustrado,
mientras a mí me rodaba por los hombros la pelamenta.
A ella le compuse, basado en lo que nos gritaba la gente por la
Avenida Colombia camino del hospedaje,
la canción Cuál de los dos es la mujer que me interpretó Eliana la
de Elkin Mesa.
Cada vez que me clavaba la mirada sentía que me quemaba, lo que me
convenía porque ya comenzaba a sentirme aterido.
Una vez en el
sitio de los acontecimientos recuerdo que me dijo, al verme
dispuesto a despojarla de sus botas de callejera,
que sin desnudez de por medio iba a enseñarme lo que era el
verdadero amor pasional carnal y sanguíneo, del que nunca me
olvidaría porque llevaría siempre la marca.
“Procede según te lo dicte tu experiencia venérea”, le dije
siguiendo el corte de la novela gótica que leía.
“Poeta —me
confesó—, pertenezco a la Orden de los Amantes Upirólogos, en la que
fui iniciada durante un vuelo nocturno y te voy a compartir mi
destino.
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Acuéstate, hazte
el dormido y apréstame la garganta”.
Miré su dentadura y los caninos eran normales, ni elongados ni
tubulares.
Se apresuró a explicarme: “No temas que no voy a clavarte los
colmillos, como nunca lo hizo ni siquiera el viejo Vlad Draculea, el
empalador vengativo.
El método consiste en chupar la garganta, precisamente por donde
pasa la yugular, hasta extraer la esencia de la sangre, que es lo
que acrece nuestra fuerza, nuestra juventud y nuestro poder”.
Mientras ella se aplicaba a la succión continuada yo iba recordando
los versos de Maiacovsky que me han servido para conquistar tanta
incauta:
“Nena, no temas
que por mi cuello de toro
hayan pasado mujeres húmedas de viento sudoroso…”
El hecho es que sentí que quedaba seco, que mi cuerpo era un
cañamazo de donde se erguía mi alma oscuramente divinizada.
Y en los ojos de ella pude ver el Aleph, y en el Aleph la tierra, y
en la tierra otra vez el Aleph, como supuso el otro vampiro.
En pleno éxtasis, repetí ese verso de alguna nebulosa cultura
antigua: “Bebe mi sangre, amor, hazme feliz”.
En la mañana me
miré en el espejo y no vi mi rostro pero sí un enorme hematoma negro
en forma de boca en el lugar del cuello.
Desde entonces
comencé a perder el pelo. Olvidé todo lo que he leído. Me desmayo
cuando sale la luna llena. Cuando estoy en lo mejor del sexo me
duermo. No sé a cuántas personas he contagiado. ¡Ay, Carmilla!
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