Escritor
del barrio Obrero
Por: Jotamario
Arbeláez
No hay privilegio
mayor que tener dónde expresarse sin censuras ni coacciones.
Desde hace más de 20 años me comunico con quienes presumo mis
semejantes, a través de la columna Intermedio, en El País.
Ello me permite continuar como si viviera en mi barrio Obrero -donde
escribí mi primer poema, bebí mi primer aguardiente y perdí mi
primer prepucio-,
comunicarme con infinidad de finos lectores, enviar mensajes
cifrados a mis amores secretos, torear a mis malquerientes, mirar
cómo Cali fue despertando de ese letargo ruinoso generado por
gobernantes tan ineptos como corruptos.
Desde siempre Cali fue una ciudad que no tragó entero. La alegría de
los caleños, manifiesta en su culto al baile y la música, hubiere o
no presupuesto, se equilibra con su disposición a luchar contra la
ley del embudo.
Cómo sufría cuando nadie me publicaba y tenía que imprimir mis
reclamos en esa arma tan peligrosa como perseguida que era el
mimeógrafo.
Y salir de madrugada con el lechero a deslizar los panfletos por
debajo de las puertas.
No pocas veces salí corriendo, cuando alguna luz se encendía o un
perro desaforado me daba caza para morderme una nalga.
En juego largo hay desquite, me decía el garitero para consolar mis
derrotas en el billar pool, y mi abuela cuando veía que me birlaban
las novias.
Nunca pasé un día sin escribir una página por lo menos y leer cien.
Y cuando publiqué la primera me clavaron el ojo.
De pronto comenzaron a llamarme de periódicos y revistas literarias,
de arte, políticas, eróticas y humorísticas. Y como tenía tanto
material acumulado, aproveché para vaciarlo en esas tribunas.
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De allí que muchas
veces sea tan evocativo, me plante en la infancia de pantalón corto,
regrese con frecuencia al Santa Librada,
eche paso en la
zona de tolerancia, siga tirando piedra contra el binomio
gobierno-fuerzas armadas en permanente 10 de Mayo, rememore la
fundación del movimiento supremo en la historia de la protesta.
Los ahorros
literarios me dan de cuando en vez la mano para cumplir con tanto
requerimiento.
No es porque me estén comiendo la nostalgia ni la melancolía. Y ni
siquiera la saudade, con ser palabra tan linda.
Es porque tengo muy presente ese pasado donde supe irme fabricando
un futuro con mermelada.
Con los rayos del sol entran en mi estudio esos amores empastados,
en frascos o en sus dos piernas. Quiero decir en forma de libros, de
licores y en cuerpo y alma.
Ha sido gratificante deslizarse por la existencia leyendo libros con
soda, bebiendo whisky con condones y haciendo el amor con
cortapapeles.
Un colega escritor y columnista caleño me hizo sentar a la mesa con
Jorge Isaacs, con quien todavía no hago migas.
Tanto mi profesor
de literatura como el poeta Carranza me habían increpado que nunca
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estaría hombro con
hombro con el autor de “María”. Hay un montaje fotográfico que les
da un mentís.
Cuando el piedracielista, por allá por el 1966, me hizo ese desafío
en un festival de poetas, acepté el reto pero a muerte, con floretes
o con pistolas, en la hacienda de El Paraíso. No asistió, por lo que
fue declarado técnicamente muerto por los padrinos.
García Márquez solía repetir que escribía para que los amigos lo
quisieran más. Yo lo que consigo es hacer rabiar más a mis enemigos.
Lástima que cada semana sean menos. Algunos van muriendo de tirria,
otros de resentimiento y envidia, a otros se los está manducando el
párkinson, y el sida al más ponzoñoso.
Sus supuraciones mefíticas indican lo avanzado del mal.
Algunos proponen que me suspendan las columnas de los periódicos,
prefieren perderse el placer de leerme y después mandar sus
ultratajantes cuchufletas, con tal de perjudicar mi cuenta bancaria.
A ellos les refresco que el reconocimiento económico por estos
escritos es inexistente, pero me siento muy bien remunerado con el
honor de permitirme de vez en cuando asestarles sus patadas en el
trasero. Que suenan como matracas.
Julio 31-2012 / Febrero 15-2021
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