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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición:13.174-754

Fecha: Sábado-10-12-2023

 

¿El peor de los mundos?

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

Bogotá. Noviembre 13, 2013

 

Los escritores pesimistas resultan por lo general pésimos escritores. Casi peores que los escritores optimistas.

Los unos atestiguan que vivimos en el peor de los mundos posibles, los otros que en el mejor.

Reconozcamos la categoría literaria a los fundadores de estas tendencias especulativas.

Leibniz, de los segundos, con la teoría de que “El Ser perfecto, en virtud de su perfección misma, debe crear el mejor de los mundos posibles, por lo cual se entiende aquel mundo que contiene el máximo de realidad, el máximo de esencia.”

Schopenhauer, de los primeros, al refutarle que le daba mucha pena pero que se trata del peor de los mundos posibles, por cuanto no siquiera tenía existencia propia, siendo tan solo maya, representación.

Y a Voltaire, que a través de Cándido o el optimismo, había aprovechado para burlarse de la candorosa apuesta del alemán.

Esta última risa, bastante consistente y desacom-pasada, dio pie para que mi generación, que se tomó la vocería del fin de los tiempos,

escogiera como sus guías a los escritores más desasidos y deshechos de las literaturas antiguas y con-temporáneas, de Job a Cioran, pasando por Sartre.

Y echara por la borda a todo aquel que propusiera oportunidades de salvación.

Habíamos encontramos mal hecho el mundo y nos propusimos acabárnoslo de tirar.

La consigna era negarlo todo, empezando por nues-tro presumido talento, negar el lugar que ocupábamos en el aire, el deleznable escenario presumido por nuestros mayores.

 

 

 

Para eso contábamos con el fuego de la palabra ati-zado por el viento paráclito.

En algo nos daba la razón el existencialismo de medias negras desestabilizador del futuro a partir de Saint-Germain-des-Prés. Y el teatro del absurdo desencadenado por Ionesco y Beckett.

Después de una guerra atómica era poca la esperanza para los vencidos y aun para los vencedores, mientras siguiera gravitando la bomba en la órbita de la guerra fría,

detonable por alguna de las potencias ante cualquier error de interpretación respecto de los movimientos contra-rios.

Tiempos atrás un ocioso profesor me había dado a leer el primer libro que pertenecía a la categoría de lo que ahora se agrupa como de superación personal,

Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, de Dale Carnegie, que aun veo que ofrecen en las canastas familiares de los consultorios alternativos.

Desde las primeras páginas me fui ensanchando de complacientes amigotes que por el sólo privilegio de andar conmigo y escuchar mis aforismos pagaban todas mis consumiciones.

Por elección popular fui escogido el man más popular de la cuadra, luego del colegio y del barrio y cuando iba a ser de todo Cali me largué para Bogotá,

donde muy pronto mis nuevos aliados me conven-cieron que no era el más deseable el camino del triunfo que podía conllevar el de la riqueza,

porque en él estaba implícita una injusticia contra el mundo de los demás pues cada ganancia implicaba un despojo.

Además, para qué, si este mundo se iba a acabar, no era sino que mirara los ríos y aspirara el tufo del aire,

y echara un vistazo a las inicuas inequidades y me detuviera en la violencia que no acababa.

Me recibieron con un libro de Jean Rostand, El hombre y la vida, publicado en la Colección Popular del FCE,

entre cuyas premoniciones encontré ésta: “Eso malo que temes no sucederá.

 

 

Sucederá algo peor”.

 

Subrayé la frase con lápiz rojo y exclamé: “Éste es el mío. Cómo no lo había descubierto antes.”

Y comencé a prepararme para lo peor y a cantar la desesperanza y a buscar sus libros en las librerías y como no tenía para pagarlos tuve que meterme a leerlos en bibliotecas públicas

donde me multaban por subrayarlos y como no tenía para pagar la multa me echaban pero yo me los llevaba de todas formas porque no podía perderme esas joyas sin porvenir con los pensamientos nefastos del célebre pesi-mista francés.

La novia jovencita que levanté en la biblioteca me ofreció en cambio los libros de superación personal que le había recomendado el swami que la desestresaba a punta de yoga,

Así hablaba Zaratustra, del que sabemos y La culpa de todo fue de la cebolla, de autor anónimo.

Pero hasta en las ideologías más gaseosas oscilan los postulados y es más traición a la causa aferrarse a lo indefensable.

Pasaron cincuenta años y los ríos seguían siendo los mismos ríos y el aire el mismo aire, incluso un poco más purificados.

Y comenzaban a meter en las cárceles a los bandidos del presupuesto y los otros bandidos a buscar cómo cambiar de tácticas.

El mundo no se acababa y, antes bien, se repoblaba con nuestros hijos, unas verdaderas láminas los malditos.

 

Y ahora en mi bien provista casa de libros, me limito a leer los libros de los impecables amigos, ni tan tan ni muy muy optimistas o pesimistas

–compañeros dispuestos a rajarse el alma por poner el mundo en su sitio así eso saque a muchos de sus habi-tantes de quicio–,

 

como Cajambre de Armando Romero, El pianista que llegó de Hamburgo, de Jorge Eliécer Pardo, Cuando nada concuerda, de Eduardo Escobar y Tierra quemada, de Óscar Collazos.

 

Aprovecho para declarar que, después de todo, Colombia merece alcanzar la paz.

 

 

 

 

  

 

 

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