¿El peor
de los mundos?
Por: Jotamario
Arbeláez
Bogotá.
Noviembre 13, 2013
Los escritores
pesimistas resultan por lo general pésimos escritores. Casi peores
que los escritores optimistas.
Los unos atestiguan que vivimos en el peor de los mundos posibles,
los otros que en el mejor.
Reconozcamos la categoría literaria a los fundadores de estas
tendencias especulativas.
Leibniz, de los segundos, con la teoría de que “El Ser perfecto, en
virtud de su perfección misma, debe crear el mejor de los mundos
posibles, por lo cual se entiende aquel mundo que contiene el máximo
de realidad, el máximo de esencia.”
Schopenhauer, de los primeros, al refutarle que le daba mucha pena
pero que se trata del peor de los mundos posibles, por cuanto no
siquiera tenía existencia propia, siendo tan solo maya,
representación.
Y a Voltaire, que a través de Cándido o el optimismo, había
aprovechado para burlarse de la candorosa apuesta del alemán.
Esta última risa, bastante consistente y desacom-pasada, dio pie
para que mi generación, que se tomó la vocería del fin de los
tiempos,
escogiera como sus guías a los escritores más desasidos y deshechos
de las literaturas antiguas y con-temporáneas, de Job a Cioran,
pasando por Sartre.
Y echara por la borda a todo aquel que propusiera oportunidades de
salvación.
Habíamos encontramos mal hecho el mundo y nos propusimos acabárnoslo
de tirar.
La consigna era negarlo todo, empezando por nues-tro presumido
talento, negar el lugar que ocupábamos en el aire, el deleznable
escenario presumido por nuestros mayores.
|
|
Para eso contábamos con el fuego de la palabra ati-zado por el
viento paráclito.
En algo nos daba la razón el existencialismo de medias negras
desestabilizador del futuro a partir de Saint-Germain-des-Prés. Y el
teatro del absurdo desencadenado por Ionesco y Beckett.
Después de una guerra atómica era poca la esperanza para los
vencidos y aun para los vencedores, mientras siguiera gravitando la
bomba en la órbita de la guerra fría,
detonable por alguna de las potencias ante cualquier error de
interpretación respecto de los movimientos contra-rios.
Tiempos atrás un ocioso profesor me había dado a leer el primer
libro que pertenecía a la categoría de lo que ahora se agrupa como
de superación personal,
Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, de Dale Carnegie,
que aun veo que ofrecen en las canastas familiares de los
consultorios alternativos.
Desde las primeras páginas me fui ensanchando de complacientes
amigotes que por el sólo privilegio de andar conmigo y escuchar mis
aforismos pagaban todas mis consumiciones.
Por elección popular fui escogido el man más popular de la cuadra,
luego del colegio y del barrio y cuando iba a ser de todo Cali me
largué para Bogotá,
donde muy pronto mis nuevos aliados me conven-cieron que no era el
más deseable el camino del triunfo que podía conllevar el de la
riqueza,
porque en él estaba implícita una injusticia contra el mundo de los
demás pues cada ganancia implicaba un despojo.
Además, para qué, si este mundo se iba a acabar, no era sino que
mirara los ríos y aspirara el tufo del aire,
y echara un vistazo a las inicuas inequidades y me detuviera en la
violencia que no acababa.
Me recibieron con un libro de Jean Rostand, El hombre y la vida,
publicado en la Colección Popular del FCE,
entre cuyas premoniciones encontré ésta: “Eso malo que temes no
sucederá.
|
|
Sucederá algo
peor”.
Subrayé la frase
con lápiz rojo y exclamé: “Éste es el mío. Cómo no lo había
descubierto antes.”
Y comencé a prepararme para lo peor y a cantar la desesperanza y a
buscar sus libros en las librerías y como no tenía para pagarlos
tuve que meterme a leerlos en bibliotecas públicas
donde me multaban por subrayarlos y como no tenía para pagar la
multa me echaban pero yo me los llevaba de todas formas porque no
podía perderme esas joyas sin porvenir con los pensamientos nefastos
del célebre pesi-mista francés.
La novia jovencita que levanté en la biblioteca me ofreció en cambio
los libros de superación personal que le había recomendado el swami
que la desestresaba a punta de yoga,
Así hablaba Zaratustra, del que sabemos y La culpa de todo fue de la
cebolla, de autor anónimo.
Pero hasta en las ideologías más gaseosas oscilan los postulados y
es más traición a la causa aferrarse a lo indefensable.
Pasaron cincuenta años y los ríos seguían siendo los mismos ríos y
el aire el mismo aire, incluso un poco más purificados.
Y comenzaban a meter en las cárceles a los bandidos del presupuesto
y los otros bandidos a buscar cómo cambiar de tácticas.
El mundo no se acababa y, antes bien, se repoblaba con nuestros
hijos, unas verdaderas láminas los malditos.
Y ahora en mi bien
provista casa de libros, me limito a leer los libros de los
impecables amigos, ni tan tan ni muy muy optimistas o pesimistas
–compañeros dispuestos a rajarse el alma por poner el mundo en su
sitio así eso saque a muchos de sus habi-tantes de quicio–,
como Cajambre de
Armando Romero, El pianista que llegó de Hamburgo, de Jorge Eliécer
Pardo, Cuando nada concuerda, de Eduardo Escobar y Tierra quemada,
de Óscar Collazos.
Aprovecho para
declarar que, después de todo, Colombia merece alcanzar la paz.
|