L I Q U I
D A C I Ó N
Por: Jotamario
Arbeláez
Creo haber nacido un día que Dios estuvo recuperado de la enfermedad
que le aplicó el poeta peruano César Vallejo como justificación de
sus infortunios.
Yo padecí en mis primeras edades sólo los necesarios para verificar
que mi cuerpo y mi espíritu no eran del todo insensibles.
La ruptura a los 27 con el primer amor que pensaba iba a ser eterno
como en realidad lo fue.
La caída progresiva del cabello sobre mis platos de sopa, que años
después me conjuró el dermatólogo.
Una carraspera reiterativa que me impidió concentrarme en los besos
de cine.
La sensación de que no iba a ser el mejor poeta de la época como le
prometí a mi papá con el fin de que me prestara plata para
instalarme en la capital.
Ya me había matriculado desde los 18 en el movimiento poético que
pretendía salvar el mundo merced a la poesía, el Nadaísmo,
esa mezcla de nihilismo, dadaísmo, surrealismo y existencialismo por
la que nadie daba un ardite.
Humanistas estridentes que resolvimos dar la pelea por la dignidad
de la especie estrujada por espíritus escabrosos,
Dos acontecimientos estelares -o diría mejor celestiales-, me
sucedieron por entonces.
El encuentro con los integrantes del Club de Arriba, unos
espiritistas que en principio a través de la Ouija y luego como
médiums parlantes,
se y me comunicaban con los espíritus selectos de Nicolás de
Tolentino, Agustín de Hipona y el monje español Alonso Rodríguez.
La misión era rescatar e imponer la verdadera imagen de Cristo,
similar a lo que buscaban la Teología de la liberación y los curas
rebeldes.
Y preparar el camino para la segunda venida.
Terrestres y extraterrestres, si así puede decirse, me dieron la
bienvenida, prometiendo que me llevarían de la mano a través del
lapso que se me tuviere acordado.
Y que en el
camino, mientras se operaba mi conversión, me sucederían maravillas.
Habiéndome de cuidar, eso sí, de las posibles acechanzas del
demonio.
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El día de la llegada del
hombre a la luna me encontré en la emisora donde nos entrevistaban con una bella
mujer que parecía selenita por la propiedad con que hablaba del satélite,
al que yo había llegado la
noche anterior por hipnosis para vislumbrar con anticipación la llegada de
Armstron y Aldrin, para mi Informe Inconforme por Todelar.
Era la Maga Atlanta, quien a partir de ese momento me llevó de la mano por los
territorios del amor milagroso.
Tenía una hija que iba a cumplir 3 años, a quien rebauticé como María de las
Estrellas.
Y mientras la Maga leía el tarot a legiones de consultantes en el pasaje de los
hippies,
yo la iba sumergiendo en la poesía, leyéndole libros y estimulando y copiando
sus chispeantes improvisaciones marcadas por la exageración y el absurdo,
y haciéndolas publicar en revistas y periódicos y en el libro El mago en la
mesa, cuando tenía siete años,
edad a la que ganó también el Premio del Congreso de Brujería con su novela La
casa del ladrón desnudo, entre participantes adultos y brujos la mayoría.
Era uno de los prodigios
prometidos por los maestros,
como los premios de poesía que me otorgaron, los viajes por el mundo y por la
conciencia, el cultivo de mis grandes amigos y el amparo de las publicaciones
que me abrieron sus páginas.
A esa culminación de mi tarea
literaria y vital que es la edición de Mi reino por este mundo, hecha por la
Universidad del Valle y el Fondo de Cultura Económica, FCE,
debo anteponer la vida y la obra maravillosas de María de las Estrellas, el amor
más grande que me cupo en la vida y el dolor más grande con su partida.
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Su obra completa, cuyos
originales reposan en la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República,
cerca de la Custodia de las Clarisas que le costara la vida,
está lista para edición bilingüe en París, en traducción de Boris Monneau, lo
que significaría la consagración de una niña genio desdichadamente accidentada a
los 13.
La glorificación de los
cromosomas de sus padres Leonor y Eduardo. Y de la tarea creativa de diez años
de este riguroso padrastro, y de más de cuarenta por imponerla.
He cumplido. La obra y ejemplo
de los nadaístas queda en la cresta de la ola.
Sólo me restaría por contemplar la anunciada y ansiada segunda venida,
y el pase a bordo en las naves angélicas de los 144 mil elegidos entre los
cuales debo tener cabida.
Pero acabo de redescubrir con asombro entre mis archivos restantes
La vida futura de Jesús, libro que deberá volverse canónico escrito por María en
Taganga a los 8 años sin intervención o guía de mi parte.
Se basaba ella en las prédicas cristianas de los domingos a la orilla del mar
Caribe a las que la llevaba su madre
y en su propia percepción patafísica.
He vivido la reciente experiencia de la muerte erróneamente anunciada
y a ella he sobrevivido luego
de las lamentaciones y posteriores aclamaciones jubilosas de mi público y mis
amigos.
Sin embargo, presiento a cada minuto que un cuchillo filudo y falaz se acerca a
mi yugular.
Debe ser el demonio, me digo. Pero el demonio no existe, según el Papa.
Bogotá, Junio
13-23
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