La
vendedora de minutos
Por: Jotamario
Arbeláez
Durante la filmación de La vendedora de rosas, tema con legalidad
fusilado de La vendedora de cerillas, de Andersen,
Gustavo se esmeró hasta lo imposible en sus funciones de asistente
del productor,
no tanto por mostrar su fidelidad a Víctor Gaviria, el director que
era su ídolo, sino por ganar puntos ante Paloma, su paciente esposa.
Pero ella ya había perdido las esperanzas de una relación estable.
Cinco años habían pasado volando y se le agotó la paciencia.
Además, dudaba que la tal película fuera a ser un éxito monetario.
Todo ese cuento de desnudar las infames costumbres de las comunas
era sólo un pretexto de ese combo de gonorreas para meter droga
venteada.
El hecho fue que cuando terminó la película y Gustavo regresó a casa
con los no escasos y bien contados denarios encontró que lo habían
dejado.
“Hasta aquí nos trajo el tren”, rezaba la esquela que cubría un
plato con arroz y lentejas, sobre la mesa de la cocina.
Le dolió como si la claqueta se la hubieran cerrado sobre las
huevas.
Había metido perico tieso y parejo, para qué, si para eso se
trabajaba. La droga hacía parte del elenco.
Meter para crear
era muy distinto que
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hacerlo para soyarse o para
delinquir o para escaparse.
A los ejecutivos de la Quinta Avenida no les dicen nada cuando meten la perica
colombiana para agudizarse en la busca de más lucrativos negocios,
pero a los genios brutos de acá hasta las propias señoras los satanizan por
ingerir el estimulante para rebuscar propuestas artísticas que a pesar de la
putrefacta materia prima puedan llegar a ser perdurables.
Eso sí, nada con las viejas en el rodaje, no quería complicarse la vida, ni a
Lady Tabares le provocó mandarle la mano.
Lo que tenía, y bien cargadito, era sólo para ella, para Paloma.
Vio Gustavo un sitio donde vendían minutos, en una calle roñosa. Le solicito a
la atenta señora que le marcara tal número.
Nadie le contestaba. Insistió varias veces ante la mirada intrigada de la dómina
triste, a la que comenzó a ver bien faccionada, con su falda canela hasta la
mitad de los muslos.
Insistió durante tres días seguidos, desde el mismo sitio, al pie de la
residencia modesta donde se alojaba la troupe peliculera.
Al final Paloma le contestó
para decirle que no la jodiera más. Que ya se había organizado.
Él le rogó, le dijo que iba a cambiar, que ya las cosas marchaban.
Que la cinta estaba siendo un éxito y que tenía un billete para que se fueran de
vacaciones. Y todo el etcétera de los amantes vejados.
Pero nada. La vendedora de minutos lo miraba con lástima.
En el comedero de la cuadra preguntó a la mesera si sabía cómo se llamaba la
señora de los minutos y la deslenguada le dijo que Margarita
y que había sido la mujer de
un animal que
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mal la trataba que se llamaba
Libardo,
y que la había botado para
irse a joder a otra.
Gustavo inició la conquista, con su experiencia de revisor de guiones.
Encomendó a la protagonista de la peli que contestara sus llamados ficticios y
le hiciera una segunda adecuada.
“Querida, no me dejes. No puedo vivir sin mujer. Tú sabes el daño que me hace no
descargarme. No imaginas cómo he arreglado la pieza.”
Pero siempre se escuchaba el golpe fulminante de la colgada.
La última vez le marcó furioso, le dijo que sabía que se había ido con un tal
Libardo y que por más gonorrea que fuera, él era peor de venéreo y que donde los
viera los masacraba.
La vendedora de minutos oyó aterrada.
Tenía que tener compasión de este pobre hombre y tenía que salvar a su asqueroso
compañero anterior, padre de su hijo, de la tremenda amenaza.
Así que comenzó a coquetearle, a decirle que un fracaso de amor no podía
significar el final de una vida.
Él la miro como a su salvadora. Al otro día le trajo perfume de violetas y le
ofreció compartir su remozada vivienda. La invitó a ver la película y ella quedó
prendada.
Han pasado varios años y la pasión no declina.
Pero Margarita, la vendedora de minutos, no deja de pensar que de un momento a
otro va a aparecer su examante Libardo.
A quien aunque lo dieron por
muerto en la última película de Gaviria, lo salvaron en el hospital los
paramédicos que no tenían idea del guion.
Y de allí va a surgir el tema de otra tragedia.
Bogotá, Sept. 8-17
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