Piedad con
el que sufre
Por: Jotamario
Arbeláez
Perder un hijo es
el dolor más grande para un ser humano. Se ha dicho, se ha repetido
y se ha terminado por aceptarlo. Preguntadle a María y a Charles
Lindberg. De ese sufrimiento difícilmente se reponen los padres.
He visto -y lo he sufrido en carne propia- a madres y padres
desquiciados por la desaparición de una hija o un hijo, al extremo
de no volver a pisar la tierra.
"Mirad esta maraña de espinas", dice el escritor Nabokov para
describir su penar.
Sucede que se pierden en accidentes, o en asesinatos, víctimas del
azar criminal, lo que supone un imprevisto quebranto en los
cimientos del alma.
Pero también sucumben bajo el peso de desgarradoras y prolongadas
enfermedades, para hacer más cruel el padecer del paciente y de sus
pacientes velantes.
Y en algunos casos, por rabioso suicidio impulsado por el mismo mal,
por disturbios en el organismo como efectos colaterales de una droga
para una molestia corriente. Como es el caso.
Piedad Bonnett,
nuestra acreditada poetisa,
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como aconseja la Academia que se les diga, no es monedita de oro, como no lo es
casi ningún escritor vivo.
Se ha forjado un prestigio que le ha generado las previsibles malquerencias.
Con los otros, como consigo misma, ha sido rigurosa, implacable y exigente.
Su último premio le fue concedido por la Casa de América, en España, y a las
pocas horas se despeñó la tragedia.
Recibió desde New York la tajante noticia por el teléfono, de parte de su hija:
"Mamá... se mató Daniel".
Luego del paroxismo, viajó con su esposo al edificio desde cuya terraza se
precipitara su niño, a recoger sus trebejos.
Y como la literatura es y ha sido su pasión y su centro, decidió a través de
ella conjurar ese dolor y aun esa muerte, expresarla sin ocultar las repelentes
palabras esquizofrenia y suicidio, y en menos de dos años tuvo listo el más
conmovedor expediente.
Como si obedeciera un mandato: Parirás por segunda vez a tu hijo muerto con todo
el dolor de tu alma, la agnóstica se lanzó a hacerlo. Y lo logró.
A partir de ese libro, Lo que no tiene nombre, hoy Daniel tiene vida eterna
gracias a la cuajada obra inmortal de su madre coraje.
Es un libro casi perfecto (no detecto el defecto para sostener este casi) que va
a permanecer en la historia de los testimonios literarios, por su belleza a
prueba de pesadumbre, a la manera de La ceremonia del adiós, de Simone de
Beauvoir.
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No es un libro sollozante, ni
de imprecación al destino ni a la crueldad de los dioses. A lo sumo, a los
laboratorios que producen el médicamente Roacután, contra el acné juvenil, que,
de acuerdo con la descripción de efectos adversos de uno de sus laboratorios,
podría haber desencadenado la esquizofrenia de su muchacho.
Ella no lo afirma tajantemente, no vaya a ser víctima de una demanda de las
poderosas multinacionales que trabajan la sustancia isotretinoina, y allí sí se
le acaben de parrandear la vida. Cuando quien debería demandar sería ella.
Diez años enfrentó la dura ternura de Piedad Bonnett la enfermedad de su hijo,
sumergido en el arte pictórico, tal vez como catarsis para conjurar su mal.
Tuvo un brillante paso por la Universidad de los Andes, llegó a ser profesor, y
viajó a los Estados Unidos a continuar sus estudios.
Todo ello, y la crisis durante el viaje a Brasil, lo cuenta Piedad con el rigor
de un serrucho.
Lo que no tiene nombre, qué
título. Según ella, obedece a que a un joven lleno de talento y de sueños se le
despierte una enfermedad que lo obligue a acudir al suicidio y que nadie pueda
hacer nada.
Aunque, para mí, lo que no tiene nombre es que un canalla, que en los últimos
años la ha venido ultrajando con la palabra, lo haya seguido haciendo en el
momento de su desgracia, dolido porque acababa de ganar el premio de literatura.
Contratiempo. Abril 2-13
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