Retrato
del nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
4. El río
Cali
El río Cali es
raudo y profundo. No es apto para bañarse como el Santa Rita y el
Aguacatal, sus afluentes de la cercana periferia, donde los domingos
madrugamos a tirarnos desnudos.
Atraviesa la ciudad y la ciudad lo atraviesa por el Puente España,
vecino del charco donde se ahogó un burro famoso;
el Puente Ortiz, con una leve precipitación que marea;
el Puente de los Bomberos, cuyos bordes son unos arcos altos,
y el puente de la calle 25, por la que pasa además el puente del
tren.
Cuando se crece amenaza con llevarse los puentes.
Y forma varios ramales en su cauce arenoso, a los que me dirijo con
paso firme sobre mis botas de caucho, los días que me escapo de la
escuela San Nicolás.
Queda a tres cuadras de la casa hacia la carrera primera.
Con un tarro vacío de galletas y la tela de un costal incursiono en
sus profundidades, en busca de esos pequeños peces multicolores
llamados cupis , o de corronchos, los pescados más feos del agua
dulce.
El sol cae a plomo derretido sobre mi pequeña cabeza a la orilla del
manso río.
La primera vez
vine con Ramiro, que tiene
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zancas de grulla. Un moreno alto que estaba en el caño con los pantalones
arremangados nos enseñó a meter las manos por entre los fangosos matorrales del
fondo y sacar un grueso pescado cabezón con antenas,
que al uno sobarlo le pasa un corrientazo que hace que uno lo suelte para querer
volver a buscarlo para volver a sentir el escalofrío y así se pasan las orondas
horas del día.
De pronto oigo el grito insolado de mamá que me llama caminando por el borde del
muro que sirve de contención para que no se inunde el barrio. Maaariooo!
Salgo del charco como sapo de ojos saltones antes de que ella pierda el
equilibrio y se precipite.
Me pega un coscorrón sobre la cabeza caliente y un regaño que me revienta los
oídos.
No sólo porque haya capado clases sino porque por estos sitios, dice, hay
hombres corrompidos que quién sabe qué puedan hacer con los niños, hasta
ahogarlos.
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Me lleva para la casa y Ramiro se queda jugando con el pescado.
De retorno a casa camino con la cabeza gacha, no sólo por el molondrón en el
sitio más sensible de la cocorota ─lo que me puede dejar bruto como ha
dictaminado la abuela─,
sino por la cantaleta materna de que cómo se me ocurre desertar de la
instrucción de la escuela por este caño salvaje donde puedo contraer una
pulmonía o picarme un bicho,
y que debería agradecer el esfuerzo que hacen para darme una educación, no sea
que le salga a la abuela que ni siquiera firmar sabe,
y señoras humildes salen a las puertas de las casas y me miran con aire de
reprobación
mientras contemplo en el agua turbia del tarro de galletas que lo que
consideraba mi pesca milagrosa de milimétricos peces iluminados,
no es más que un iracundo banco de renacuajos.
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