Pereira, Colombia - Edición: 13.212-792

Fecha: Domingo 18-02-2024

 

 COLUMNISTAS

 

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En el fango del mundo

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

Para Marco Antonio Campos,


en su mesa, en su México, en sus 70.

La primera novela que devoré con delectación, pues las que le había leído en las noches de la infancia a la abuela, a centavo página, eran un esfuerzo para financiar mis galletas negras,

fue Flor de fango, de Vargas Vila, un escritor colombiano en el autoexilio que posara de genio con la razonable jactancia de que vivía como un rey de lo que escribía, en Roma, Barcelona y París

—tanto es así que García Márquez, cuando apañó su lluvia de oro, declaró que era el Vargas Vila de su generación—

y cuya ostentación de talento más su panfletismo inclemente, amén de las gotas de amargo morbo que deslizaba en sus tramas,

me capturaron para la literatura cuando hube de escoger alguna actividad que no exigiera mayor esfuerzo (eso creía yo por entonces),

de modo que me decidí por imitarlo en alguna de sus facetas, y me fui por la peor, que fue considerarme el putas de Aguadas, en vez de hacer primero las gracias para merecerlo.

Recuerdo que los gallos de la gallada me llamaban “el guardafango”, por mi empecinamiento en atesorar las obras de mi V.V.

Cuando ingenuamente propagaba entre mis amistades y enemistades del café Colombia que Vila era el mejor escritor del mundo y el mejor pagado de sí mismo,

y además el más macho, no por sus apetencias sexuales en contravía sino por la valentía de sus libelos a la satrapía, se burlaban en mi cara y me aclaraban que no se trataba de alguien más que de un chisgarabís con suerte,

engatusador de diletantes y embaucador de editores, cuando de lo que se cuidó siempre fue de no dejarse timar por ellos.

Y me esgrimían a Thomas Mann, verbigracia, obligándome a pasar a la defensiva ofensiva, declarando sin sonrojo

 

 

 

que consideraba La montaña mágica un cerro de mierda.

 

Por este tipo de cuchufletas me iba volviendo tristemente célebre.

 

Mi vergüenza fue mayor cuando por Harold Bloom entereme de que esa obra “es uno de esos productos de la alta cultura que hoy se encuentran en cierto peligro, porque exigen educación y reflexión considerables.”

Para ver de logrármelas, los demás genios de mi equipo me revistieron de compostura, me podaron de epítetos, me hicieron zambullirme hasta tocar fondo en Joyce, Proust y Kafka, en Miller, Durrell y Nabokov, más Samuel Beckett y Thomas Bernhardt,

con lo que quedé repulido para embarcarme con etiqueta propia entre la fauna del arca de Noé de los literatos,
 

que me desembarcó precisamente en los muelles de la torre de Babel donde estaban los extranjeros, con quienes me entendí de lo lindo a punta de señas.

De suerte que pude no llegar a ser un gran escritor pero me vendí como tal, esta vez siguiendo los pasos embotados de Charles Bukowsky,

a quien me le pegué para no perder del todo la desfachatez expresiva, y aun así me compraron, y aunque no he escrito todavía mi obra suprema ya me adelantaron las regalías que no tuve empacho en comerme en cucas.

Que en mi caso actual no son propiamente las caleñas galletas negras, pero sí objetos de recreo de lo lindo.

De Flor de fango pasé a la demoledora Ibis a escondidas de mis amigos, para quienes posaba bajo el brazo con Alexis Zorba el griego, de Kazantzakis,

 

pues hasta Las ruinas de Palmira, del Conde de Volney, y La doncella, de Voltaire, me hicieron tirar al caño.

Y los de Medellín me presentaron al maestro Fernando González para que aprendiera lo que era despotricar filosofando mientras se ordeñaba una vaca.

 

Así me fui olvidando de Vargasvila y de las promesas que había hecho de sublimar su memoria, convirtiéndome en reo de deslealtad.

 

Pero no olvidé nunca el fango de donde salía.

Ni la arcilla de la que como mortal provenía allende la historia de manos del alfarero.

Ni las embarradas que cometía socialmente por carecer de esas maneras que cuando

 

 

 

 

logré aprenderlas no tuve como aplicarlas.

 

Es un decir, porque ahora, a cambio de uno manejo tres tenedores y tres cuchillos.

En la infancia del río Cali me hundía hasta las rodillas en su limo en busca de feos y lamosos corronchos.

Crucé la adolescencia rabiosa con mis zapatos combinados de camaján tirapaso por los barrizales del barrio Obrero, pues la 21 no estaba pavimentada,

y, peor aún, la casa era sita en las lindes de la zona de tolerancia para más cieno, en cuyos bailaderos desembarraba las quimbas.

Y para aún peor si es posible, los barros y espinillas escalaron mi frente, pómulos y mentón.

Y después de cada quejido orgásmico con quien me hacía de pareja sentía que el alma se me llenaba de ese lodo pecaminoso que el confesor me inculcaba.

Cuando me matriculé en el portal de la nada supe que iba a ocupar y hacer brillar el vacío entre las paredes de una humilde vasija de greda.

Y de pisar tanto légamo con borradores de poemas en la mochila me llegó el momento

—cuando esos mismos poemas condecorados me concedieron el pasaporte hacia mundos desconocidos—

de azotar mármoles y palacios con mis mismos pasos de bailes y de acariciar princesas y ángeles con estas manos encalladas en nalgas de prostitutas.

Y es así como hoy, mientras cumplo 72, revivo los barrizales antepasados poniendo en el equipo la canción del amado Pablus Gallinazo que dice:

“En el fango del mundo se ve / cada huella como un corazón / corazones pequeños de niños pequeños / corazones grandes de botas quizás / Son las huellas del hombre que busca su tierra / y el niño que busca el amor de mamá”.

 

 

Bogotá, diciembre 2012. Intermedio. Febrero 15-16

 

 

  

 

 

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