Retrato
del nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
1-La
iniciación
El problema
capital de mi infancia fue el de la existencia de Dios.
Mi madre tenía la prueba reina en un medallón que le colgaba del
cuello, una cruz copta de oro con la adición de los cuatro clavos
─herencia de su bisabuela ambateña─,
que según la leyenda familiar había traído el conquistador Almagro
el Viejo para convertir a los indios infieles con solo mostrárselas,
lo que no le salvó de ser ejecutado por Pizarro para birlársela,
quien a la vez fue asesinado por Almagro El Mozo para recuperarla.
Pero mi padre negaba de plano la existencia de cualquier ser
superior.
Para aclarar mis tormentas espirituales las comenté bajo reserva con
Víctor Mario Martínez, por entonces mi mejor amigo,
y él me dijo que aunque le parecía un irrespeto que una criatura le
exigiera al Creador muestras palpables de su preexistencia,
existiendo el mundo,
le fuéramos a preguntar al padre Lamberto Muermann, recién llegado
de Bélgica a la parroquia de San Nicolás, quien era el preciso para
conjurar mis dudas.
Le planteé mis sospechas de que el clérigo nos saliera con una
respuesta sesgada, dadas sus relaciones de dependencia con el
Altísimo,
pero mi amigo me propuso que después de consultarle a él fuéramos
donde el doctor Luis Rosales, médico homeopático, quien tenía fama
de gnóstico. ¿De qué?
El que seas aún un
irracional no te justifica lo inculto, sentenció Víctor Mario, en la
primera bofetada que recibiría mi insipencia.
En el barrio de
San Nicolás quedaba mi casa,
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en el parque de San Nicolás
corrí por primera vez tras la pelota que me pasaba Víctor Mario,
en el teatro San Nicolás vi la primera película que nunca olvido, precisamente
Los Olvidados de un tal Buñuel,
en la iglesia de San Nicolás escuché la primera misa cantada y a ella nos
dirigimos en busca del padre Lamberto.
Oraba transfigurado en el presbiterio. Dos gotas de sudor le rodaban desde ambas
sienes. En las naves de la iglesia no había ni un alma.
Esperamos discretos a que terminara su santísimo sacrificio. En tanto
contemplamos la efigie de San Roque con los ojos al cielo y un rictus doloroso,
levantando el borde de su falda café para mostrar la llaga de la rodilla que un
perro más santo que él le lamía con su larga lengua.
Nos llamó la atención el halo de metal dorado ligeramente ladeado contra el ojo
derecho, como usaba el sombrero el gánster de las películas.
Para convocar su atención, y preocupados porque estaba más tieso que el mismo
Roque
─en veinte minutos no había movido ni un párpado mientras un rayo de luz azul
proveniente del vitral bizantino le daba un aire sobrenatural─,
tosimos al unísono, como se acostumbra en la misa en el instante de la
elevación.
A regañadientes suspendió su comunicación con el padre eterno,
y condescendió a sonreírnos y decirnos qué nos pasaba, hijos míos, que pasáramos
a la sacristía.
Con su mano blanquísima haciendo una parábola en el aire incensado nos señaló
dos sillas forradas de damasco rojo.
Preferimos permanecer de pie, porque lo que venimos a decirle es de vida o
muerte para el porvenir en la tierra de mi amigo José Mario Arbeláez,
quien desde hace varias semanas no puede dormir ni comer, afligido porque no se
decide a darle entrada al Señor en su corazón,
y ni siquiera en el Universo
que El creó, porque yo sí creo, dijo solemnemente el
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sapo de Víctor Mario con la
diestra apretando el pecho.
El padre me clavó una mirada de la que pensé que no iba a salvarme.
Tal vez me vería entre las llamas del infierno tan temido del que tampoco tenía
clara noticia.
Atiné a balbucir que lo que quería era una prueba que satisficiera mi
entendimiento, pues temía contravenir a mi espíritu aceptando como evidente un
fenómeno que no me impresionaba ningún sentido.
Querido Jotamario, escuché, lo
que me llamó la atención porque ese nombre con que nadie me había llamado estaba
marcado en las tres copas de plata recuerdo de mi bautizo,
y la voz no parecía provenir del presbítero sino del tragaluz del vitral, como
si quien hablara fuese la misma iglesia.
Te he puesto en este mundo ilusorio para que niegues, no sólo lo que crees que
no existe, sino incluso todo lo que veas a tu alrededor.
Vivirás una larga vida y conocerás de tus prójimos aparentes sus conductas que
han de llevarles a la destrucción hasta de su sombra.
Y tú estarás entre los últimos en desaparecer del mundo de la representación,
pero antes habrás de pronunciar mi nombre, te habrás abrazado al madero de mi
derrota,
y habrás profetizado en un último esfuerzo la imposibilidad de la salvación ─que
consistiría en existir─,
sin el previo arrepentimiento de la criatura.
El tiempo se había detenido. Como en un montaje teatral, los personajes se
habían congelado, sólo estábamos la voz y la luz, y yo en medio.
Percibí que las potencias del aire me hacían cosquillas de la cabeza a los pies.
Mi alma se embriagó de perfumes.
Me sentí ingrávido como el día de mi primera comunión, a pesar de haber recibido
la sagrada forma con beneficio de inventario.
Salí de la iglesia pisando espumas, seguido por Víctor Mario quien quería saber
qué me había dicho el cura, porque a él se le habían ido momentáneamente las
luces.
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