Pereira, Colombia - Edición: 13.235-815

Fecha: Domingo 31-03-2024

 

 COLUMNISTAS

 

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Retrato del nadaísta cachorro

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

39. Madre de Poetas

 

Mediando los años 30, en Ambato, Ecuador, el brioso alfayate don Luis Ramos oyó hablar de que la calurosa ciudad de Cali, al sur de Colombia,

se estaba convirtiendo en una meca del vestir masculino, con prestigiosos almacenes y sastrerías que ofrecían trajes completos de paños ingleses y nacionales, en especial sobre medidas, saco, pantalón y chaleco. Más finos sombrero y corbata.

De adehala, también campeaban los almacenes de camisas y señoriales pañuelos entre la plaza de Caycedo y la Octava, y los comerciantes del calzado a todo lo largo de la carrera 10.

Convencido de que él también podía aportar a esa dignificación mundial de su profesión y a la de la ciudad que la entronizaba, decidió tomar rumbo hacia esa “la sucursal del cielo”, como terminaría por distinguirse,

en compañía de Zoila Raza, su espesa esposa, de sus dos guambros y cinco guambras —entre ellas Elvia Beatriz, la joya de la corona—,

de sus suegros David Raza y Delfina Hidalgo, doce obreros de pecho, cortadores, pantaloneros,

y una inmensa mesa de sastrería que maravillaba pensar cómo pudieron acomodarla para hacerla llegar hasta Guayaquil y de Buenaventura hasta Cali.

Por ese tiempo don Jesús Arbeláez, de erguidos 25 años, se fogueaba por los pueblos de Antioquia como sastre ambulante, y no le iba nada mal,

pues tuvo el olfato de ofrecer impecablemente vestido sus servicios en la sede de las alcaldías, de donde debía salir el ejemplo del vestir de paño sport o cruzado, de cuatro, de tres o de dos botones.

El dril quedaba para los trabajadores del campo y los gariteros de los billares.

Andaba a caballo por los caminos, con sus rollos de paño y su instrumental de tijeras, agujas y dedales, almohadillas, reglas y tizas.

Le iba igual con los levantes galantes, a quienes engatusaba su vestimenta, adobada con trozos del romancero español y galanterías de su pecunia.

Hasta que le llegó el Marconi de su madre y familia —que de Rionegro (Antioquia) se habían trasladado a Cali—, de que estaban en el paraíso de la moda viril.

Que Tina se había casado y Adelfa comenzaba a ennoviarse con “Picuenigua”.

Que Emilio había conseguido un puesto de aprendiz con el ecuatoriano Luis Ramos, empleo que le cedería si llegaba rápido.

Y, además, que por la sastrería se paseaba una preciosa quinceañera que seguramente le estaría destinada.

Los colonizadores antioqueños viajaban por entonces a lomo de mula y el hacha al hombro tumbando bosques hacia los territorios del sur. Pero papá no era de esos.

Se desprendió como pudo de su caballo y pronto llegó a su nuevo destino en autoferro.

Fue a conocer a don Luis con su mejor perchero, se acreditó como sastre fogueado en distintas plazas, se le adjudicó el cargo y se le señaló la esquina de la mesa que le correspondería para su trabajo,

 

compartida en la sala amplia con los otros once tungurahuenses buscalavidas.

Pero él ya no tenía ojos sino para la dentadura de la adolescente ambateña que volaba por el espacio.

Tenía una hora para almorzar pero él estaba de vuelta a los diez minutos.

 

Sus compañeros de trabajo le tomaban la medida de la cintura al salir y al volver para comprobar que, tal era la traga, no había ingerido grano.

Luego de dos años de ojitos y frágiles carantoñas, y de irle cediendo algunos ojales a la correa, el asedio cedió y se dio por una circunstancia fortuita,

 

la de facilitar la casa de su familia para guardar la gran mesa que era la empresa, mientras se conseguía un nuevo local en el centro.

 

 

 

Y cuando el onceno de sastres se dirigió a reclamarla, ésta no salió, no cupo por el zaguán que iba del portón al contraportón.

Y, con el doble dolor del alma del empresario, hubo de dejarse en la casa del pretendiente, en cuyo comedor se trabajarían las confecciones a ofrecer en el nuevo local del centro.

Elvia quedaría al cuidado cercano de la prenda. Cuando la prenda era ella.

Gracias a esa mesa viajera nacieron este sagitariano caminante más otros siete párvulos, entre ellos un hombre nuevo.

Alguien soltó alguna vez la infidencia de que el verdadero impulso del viaje de la hacendosa familia había sido que la abuela Delfina Hidalgo había tenido la visión apocalíptica de que el fin de mundo pasaría por Ambato,

por lo que el abuelo David Raza, que era creyente en Dios pero ferviente en su esposa, dictaminó que había que abandonar el país a como diera lugar.

No le fue difícil a Zoila Raza convencer a su esposo y éste a la recua de colaboradores de la mesa de sastrería, unidos por el rito de la oración, con la promesa de que luego mandarían por sus familias.

Para conducir la mesa habría que contratar un camión hacia Guayaquil, un planchón hasta Buenaventura y todo un vagón del tren hasta Cali. A lado y lado y sostenidos de sus bordes los obreros de paño.

No sería un cambio abrupto, pues las ciudades llevan la impronta de su fundador y, en este caso, el de ambas ciudades había sido don Sebastián de Belalcázar, conquistador feroz y más que bizarro.

Iba ya por mi segundo grado elemental en la escuela San Nicolás, era 1949, 5 de agosto,

cuando en casa de los abuelos maternos donde estábamos de visita la radio estremeció a todos con la noticia de que un cataclismo telúrico había azotado Ambato, convirtiéndola en un rimero de escombros.

Luis y Zoila se turnaban el aparato de radio que a cada uno le temblaba en las manos, a medida que iba dando cuenta del tétrico terremoto.

La tía Marina gritaba, ¡ay!, cuando contabilizaban 5.550 muertos empezando por los del barrio donde habitaban,

Lyda berreaba, ¡ay!, ante el anuncio de que los camiones llenos de heridos no encontraban los hospitales sino el hueco donde se hundieron,

Daisy aullaba, ¡ay!, ante la noticia de que la Iglesia Matrix se había derrumbado sobre cientos de feligreses, entre ellos un grupo de niños y niñas estrenando sus trajes de primera comunión,

la joven Iralda levantaba los brazos, ¡ay!, como para protegerse de la caída de las iglesias de Santo Domingo y la Merced,

Héctor y Luis Eduardo, ayayay, se habían ido a sollozar sus novias perdidas a un bar de putas cercano.

Mi mamá estaba lívida como si el mundo de su infancia, ¡ay!, se hubiera borrado hasta del recuerdo.

Como si se le hubiera desaparecido el Ambato de su alma. Se miraban unos a otros en actitud de rebozo.

 

Aparecieron en la sala, en traje de etiqueta pero que parecía de opereta, el peliblanco abuelo David y la agorera Delfina, y en tono ceremonioso él pronunció estas aladas palabras:

“Hasta aquí llegaron nuestras familias. No queda en Ecuador nadie de la familia Raza y nadie de la familia Ramos y no quedan ni las casas donde habitaban las familias Ramos y Raza. Volveremos a ser lo que de aquí en adelante suceda. Lloremos”.

Y lloraron durante días y días, tantos que perdí el año, porque no hubo nadie que se acomidiera a ayudarme a hacer las tareas.

En abril del año anterior, el 9, en la otra casa, en la de la familia Arbeláez, había pasado algo similar

 

cuando el mundo pareció venirse abajo por el asesinato de un político liberal que idolatraban mi padre y mi tío político “Picuenigua”.

Berrearon a moco tendido la abuela Carlota, la tía Adelfa y mamá, mientras turbas enfurecidas destruían las ciudades cobrando el muerto.

Y el año anterior a ese también había llorado la familia frente a la radio, cuando desde la plaza española de Linares transmitiera la muerte de Manolete por una cornada de Islero.

 

Y el 7 de agosto de 1956, un día después de que los Arbeláez Ramos nos trasladáramos de la casa de San Nicolás a la del barrio Obrero —con la mesa que había terminado

 

 

 

 

por heredar mi padre y que constituía su propia sastrería portátil—,


a una pocas cuadras, al pie de la estación del ferrocarril, estallaron a la una de la mañana siete camiones militares cargados con cuarenta toneladas de dinamita dejando convertida mi ciudad, sobre todo mi antiguo barrio, en una nueva Hiroshima.

Milagrosamente no nos pasó nada grave, ni a la abuela que se había trasladado el mismo día anterior a la explosión con Adelfa y con Picuenigua al barrio Bretaña.

Entonces no lloramos, pero el tinte pávido ya no se nos borró de los rostros.

Decidí que había que estar preparado para las tragedias, vinieran de la radio o del corazón.

Y no fue menor la que se nos vino. Una guerra de sesenta años.

Madre era el encanto en mi escuela los días de la madre, cuando me ponían a recitar poemas a la madre de otros poetas,

madre nos hablaba de los paisajes de la tierra de los 3 juanes donde los frutos no dejaban ver los árboles,

madre nos bañaba a todos uno por uno con estropajo y jabón de la tierra de las orejas a los tobillos y se ponía feliz cuando luego de los incesantes oficios domésticos de la jornada

sacaba unos minutos para sintonizar El derecho de nacer, esa radionovela cubana que me sacaba de quicio.

De tarde en tarde, cuando coincidíamos en el patio del totumo y ella lavaba la ropa mientras yo “hacía versos”, término con que la abuela definía el “no hacer nada”,

sin ninguna suspicacia ni celotipia me pedía que le leyera los últimos poemas amorosos que le había escrito a papá. Porque papá se había convertido en mi héroe.

De él heredaba la talla y el modo de amarrarme los pantalones.

Desde mi experiencia escolar había concluido que escribir poemas a las madres era desde todo punto ridículo. ¡Ay, mamá!

Me trajo a cantar como un disco rayado a un mundo igual de rayado, tres grados más arriba del Paralelo Cero con el Meridiano 76° hace 76 años, de los cuales desde que dilapidé la virginidad he dedicado 60 a la poesía.

Nunca diré que me emboqué mal, a pesar de las carencias que por tantos años, mientras me hacía respetable haciendo respetar lo que hacía, hice pasar a mi pobre casa del barrio obrero.

Vi cómo bajo el efecto de las lluvias la goteras atravesaban el techo y había que seguir durmiendo con los paraguas abiertos.

Mientras me cubrieran con plásticos mis libros me daba por bien servido.

Las muchachas trabajaban para comprar tejas nuevas y pagarle a los albañiles.

Entretanto me ejercitaba con todas las fichas en el ajedrez del poema.

Hasta que al fin salió uno bueno, El profeta en su casa. Ernesto Cardenal que me vigilaba me pidió que siguiera por ese camino.

Son 60 años peluqueados de desventuras, llevado de la mano por maestros perfectos que por aire, mar y tierra me conducen a países que ya ni existen.

Me han protegido hasta el momento de todo mal y peligro y si por algún motivo me vieron flaquear o cojear, me acercaron solícitos bastón de fresno.

La poesía me lo dio todo, los amores, los trabajos, los amigos, los viajes, los premios, los homenajes.

Debo a ella el haberme parido y además mis disculpas por haberla puesto a seguir pariendo por mis flaquezas tanto tiempo después del parto.

A Elvia Ramos, que me estimuló hacia el poema extrayendo a hurtadillas del presupuesto las monedas para adquirir mis preciosos e indispensables Blakes y Huidobros y Maiacowskys,

agradezco además de todo el que me haya dado de hermano a mi hermano Jan Arb, que también es poeta, y mucho mejor que yo.

Envío.

De la mitad del mundo hacia sus extremos, cubra la poesía tu memoria,

la memoria de tus dichas y tus pesares, la memoria de la familia que te trajo y la que creaste, y también de la que dejaste,

de tu cuna ambateña a la fosa de tus despojos en “la sucursal del cielo”, madre del alma.

 

 

  

 

 

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